Las cuatro esquinas del corazón

Françoise Sagan

Fragmento

cap-1

Prólogo

Las numerosas reediciones realizadas desde que en 2007 me hice cargo del legado de mi madre me otorgaron el privilegio de escribir los prólogos de las diversas obras que acababa de confiar a una pléyade de editores amigos: La Vitesse, Bonjour New York, Chroniques 1954-2003, Sagan, ma mère y, en fecha más reciente, Tóxica, que pronto aparecerá en su versión original.

Los editores parecían haber encontrado en mí una presa fácil, una presa que no obstante se alegraba invariablemente de someterse una y otra vez a la obligación de escribir. Y quiero precisar que el hecho de que ese trabajo estuviera ligado o no a la obra de mi madre no cambiaba nada: el ejercicio seguía siendo igual de estimulante para mí.

Ciertamente, los textos que debía presentar ya habían sido editados —reeditados, en algunos casos— y por lo tanto, leídos, releídos y, con toda probabilidad, también lo bastante prologados para que una nueva nota de presentación no significara mucho e incluso pasara totalmente inadvertida.

Así que, cuando la editorial Plon decidió pedirme que escribiera el texto introductorio de Las cuatro esquinas del corazón, no me sorprendió, sino que se me sentí agradecido por la confianza que me demostraban una vez más. Fue por la tarde, de regreso a casa y con la mente en calma, cuando comprendí la importancia del encargo que acababa de aceptar. Se trataba, ni más ni menos, de presentar una obra inédita de una autora icónica, cuya publicación hacía presagiar un ciclón literario, acompañado de un temblor de tierra mediático.

A decir verdad, solo conservo un vago recuerdo del modo en que el original llegó a mis manos. Debió de ser dos o tres años después de que me hiciera cargo de su legado y, en su momento, el hecho de que me entregaran aquellas carpetas me pareció casi un milagro, dado que los bienes de mi madre en su totalidad habían sido embargados, vendidos, regalados o adquiridos de forma dudosa.

La novela, delgada, estaba encuadernada con unas sencillas tapas de plástico, como las que utilizan los estudiantes para publicar sus tesis, y constaba de dos partes: la primera era Las cuatro esquinas del corazón y la segunda, que comenzaba con la frase «El tren de París entró en la estación de Tours a las cuatro y diez...», se titulaba Le Coeur battu. (En esos momentos no había título definitivo para esa novela y, en el instante en que escribo estas líneas, sigo sin saber cuál elegiremos.)

El texto mecanografiado había sido fotocopiado tantas veces que muchas letras ya no se distinguían con claridad. Se habían añadido, de forma desigual, tachaduras, anotaciones y correcciones, cuyo origen ignoraba. Y como ambas partes estaban sueltas en un revoltijo de carpetas, documentos y archivos diversos, tardé algún tiempo en comprender que se trataba de una sola y única novela.

Fue, pues, un cúmulo de circunstancias afortunadas —o desafortunadas, más bien— lo que hizo que en un primer momento solo echara un vistazo distraído al original: al principio no imaginaba que pudiera tratarse de una novela inédita. Además, en el legado de mi madre reinaba una gran desorganización, y mi mente estaba centrada por completo en desenredar la enrevesada maraña de problemas legales, fiscales y especialmente editoriales.

No obstante, pensándolo hoy, di pruebas de una enorme negligencia hacia un texto que, aunque inacabado, me había sorprendido por su estilo rabiosamente saganesco —su carácter a veces irreverente, su barroquismo y lo rocambolesco de algunas de sus peripecias—, y tuve que ser muy descuidado, pues, para prestarle tan poca atención y dejar Las cuatro esquinas del corazón en el fondo de un cajón durante ese lapso de tiempo. Pero el hecho de que estuviera inconcluso hacía que me pareciera imprudente encomendar su lectura a nadie en quien no confiara plenamente.

Unos meses antes había visto a la mayoría de los editores parisinos, que, con sus sucesivos rechazos, me hicieron temer que las obras de Françoise Sagan desaparecieran en la noche del siglo XX. Luego conocí a Jean-Marc Roberts, un hombre providencial, que más tarde se convirtió en mi mentor para los asuntos editoriales relacionados con el legado. En esa época dirigía la editorial Stock y había aceptado reeditar, de entrada, la totalidad de los quince títulos de mi madre que le había llevado a la rue de Fleurus una tarde de abril. Además de convertirse en mi editor, consideré enseguida a Jean-Marc Roberts un amigo, y naturalmente fue a él a quien semanas después confié con discreción la lectura de esa novela, cuya forma, tan confusa, planteaba serias dudas respecto a su eventual publicación.

Al margen de nosotros, Las cuatro esquinas del corazón había sido objeto de una tentativa de adaptación cinematográfica —de ahí las innumerables fotocopias—, aunque el proyecto nunca prosperó. Así pues, el original había sido retocado, por no decir muy modificado, para inspirar libremente a un guionista en boga. En consecuencia, Las cuatro esquinas del corazón no podía ser publicada tal cual: su contenido, por su evidente debilidad, perjudicaría de manera sustancial la obra de mi madre.

Tanto Jean-Marc como yo consideramos la posibilidad de que un autor contemporáneo que estuviera a la altura de la tarea reescribiera la novela. Pero el original, carente de determinadas palabras, a veces incluso de pasajes enteros, adolecía de tales incoherencias que no tardamos en abandonar esa idea.

El texto volvió a la sombra, lo que no me impidió hacer nuevas lecturas cada vez más atentas durante los meses siguientes. Varias voces insistían en que yo era la única persona que podía reescribir el libro, que era necesario publicar, fuera cual fuese su estado, porque aportaba una pieza sin duda imperfecta pero esencial al conjunto de la obra. Quienes conocían a Sagan y la amaban merecían disponer de la totalidad de su producción literaria, tener una visión global de una obra acabada.

Me puse manos a la obra y realicé las correcciones que me parecían necesarias, cuidando de no alterar ni el estilo ni el tono de la novela, en cuyas páginas iba encontrando la absoluta libertad, el espíritu independiente, el humor ácido y la audacia, rayana en la insolencia, que caracterizan a Françoise Sagan.

Sesenta y cinco años después de Buenos días, tristeza y diez de un atormentado duermevela, su última novela inacabada, Las cuatro esquinas del corazón, se publica al fin en su estado más esencial, más primitivo y más indispensable para sus lectores.

DENIS WESTHOFF

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