El devorador de corazones

Luis de Liébana

Fragmento

Capítulo 1

1

Aquel día la mañana se presentaba tan difusa como todo lo demás. La luz pugnaba por abrirse paso entre la neblina para crear espesos cortinajes de ficción, que se aferraban a las calles para envolverlas en ilusiones sin fin; figuras que iban y venían a través del propio espejismo urbano y en ocasiones se hacían corpóreas entre los jirones de la bruma desgarrada. En esos instantes, la calle recuperaba su identidad habitual, aquella que le correspondía.

Todo parecía obra del imaginario, pues de ese escenario ilusorio surgían personajes engañosos que luego desaparecían, víctimas de la propia ficción. La atmósfera resultaba confusa y, mientras caminaba, aquel hombre se dejaba envolver por el nebuloso entorno como si este formara parte de su propia irrealidad; el mundo del que había emergido; aquel en el que gobernaban las tinieblas.

Sus pasos lo condujeron hasta el semáforo que tan bien conocía como si fuera un autómata, un hombre al que su voluntad poco importaba, ya que su camino se hallaba trazado.

La luz roja apenas le hizo parpadear. Hacía tanto frío que la niebla se aferraba a su rostro para morderlo con su cencellada. Carlos apenas se estremeció mientras se subía el cuello del abrigo, a la espera de que la luz verde le permitiese cruzar la avenida. El tráfico iba y venía, como de costumbre, en pos de su propio destino, dondequiera que estuviese. Todos se sentían extraños en aquella ciudad, y él mismo era una prueba palpable de ello.

Pero... ¿cómo había sido eso posible? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Qué suerte de hechizo se había obrado en su persona? Apenas dos años atrás su vida era bien distinta, carente de ilusiones, anclada en la resignación, como le ocurría a la mayoría de la gente con la que se cruzaba a diario, siempre a la espera de algún milagro..., de un imposible.

Mahfuz ya había escrito acerca de ello en una de sus obras, que Carlos conocía bien. Los sueños frustrados y los deseos irrealizables siempre acompañarían a los hombres, ya que resultaban intemporales. Sin embargo...

Carlos sintió un escalofrío que poco tenía que ver con la fría mañana y que le recorrió por completo. Surgía de lo más íntimo de su ser, quizá de su propia alma que, estaba convencido, ya había perdido para siempre.

Semejante pensamiento no dejaba de provocar en él cierto sentimiento de desengaño, puede que debido a su agnosticismo, o quién sabe si a la incertidumbre de quien había estado equivocado durante toda su vida. Ahora nada era como antaño, ni sus convicciones, ni mucho menos el camino en el que se encontraba. La vida le había presentado un escenario para el que no había ensayado su papel: demasiado hermoso y a la vez edulcorado con sombras a las que nunca podría vencer.

Carlos se estremeció. Se trataba de un prodigio bien distinto al que la mayoría desearía para sí, y al que era imposible sustraerse pues su poder embrujaba.

El semáforo dio luz verde a los peatones y Carlos pestañeó para salir de su ensoñación. Justo enfrente, escondida, aguardaba aquella calleja umbría donde le esperaba el Devorador de Corazones.

Capítulo 2

2

Todo había comenzado un par de años atrás; una mañana de febrero, tan fría que el aliento se helaba hasta confundirse con el gélido ambiente que lo rodeaba. La calle tiritaba, y la gente transitaba embozada, con paso presto y la mirada perdida en sus propios sueños. Al pasar junto a un café, Carlos se detuvo para observar a través de la amplia cristalera. Dentro, la clientela se reconfortaba con alguna bebida caliente; unos, los menos, departían entre sí, mientras la mayoría parecía abstraída en sus teléfonos móviles, tecleando sin cesar, ajenos a cuanto les rodeaba, quizá en busca de alguna puerta que les permitiese acceder a una realidad ilusoria. Carlos permaneció quieto, contemplando la escena durante unos instantes, pero nadie reparó en él; ni una sola mirada, ni un gesto que le hiciera pensar que existía para toda aquella gente.

Se encogió de hombros y reanudó su paseo. En su opinión, todas aquellas puertas por las que muchos pretendían escapar no conducían a ninguna parte; si acaso al comienzo de una amarga realidad que terminaba por convertirse en una suerte de bucle no carente de perversión, pues la desesperanza, cuando aprieta las almas, se aferra a las entrañas con una sordidez con la que no queda sino aprender a convivir.

Eso lo sabía él de sobra, pues a sus cincuenta y tres años Carlos era un hombre sin rumbo, vencido y humillado por una vida que lo había vapuleado hasta convencerle de su propia insignificancia, propinándole feroces dentelladas que le habían producido heridas imposibles de curar, o al menos eso era lo que creía. Carlos se veía a sí mismo como uno de esos personajes de película a los que la desgracia o la mala suerte viene a visitar con regularidad; un perdedor, como solían calificarlo, un tipo condenado al fracaso.

Sin embargo, no siempre había sido así. Hubo un tiempo en que Carlos pensaba que la fortuna lo favorecía, que era capaz de beberse la vida a tragos, paladear cada sorbo, cada gota de un elixir que le embriagaba, y con el que se creía capaz de poseer el mundo. Había alimentado semejante ilusión en tantas ocasiones que no viviría los suficientes años para lamentarse de tamaña estupidez. Así eran las cosas.

En realidad, Carlos había nacido bajo los mejores auspicios, y no porque perteneciese a una familia ilustre o poseyera grandes riquezas; todo lo contrario, en su casa se pasaban estrecheces, aunque ello no fuese óbice para que recibiera una buena educación, la mejor que pudieron procurarle. Era su persona la que parecía tocada por el favor de unos dioses que porfiaban por mostrarle su prodigalidad; y es que aquel hombre había nacido fuerte y vigoroso, con una inteligencia natural que poco tardó en demostrar y un atractivo que se hizo presente desde su temprana adolescencia para ya nunca abandonarle. Sin duda que tales triunfos no eran poca cosa para abrirse camino en la vida, máxime cuando el susodicho poseía un aire distinguido, como de aristócrata de otro tiempo, que resultaba natural en él y que portaba como el mejor de los sellos.

—Ibas para duque, pero te quedaste en peatón —solía decirle en ocasiones su padre, castizo por los cuatro costados, con su habitual gracejo.

Al escuch

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos