Más allá de mi reino

Yaa Gyasi

Fragmento

Capítulo 1

1

Cada vez que pienso en mi madre, imagino una gran cama de matrimonio y a ella tendida encima, mientras una perfecta quietud va llenando la habitación. Durante meses, mi madre colonizó esa cama como un virus, la primera vez cuando yo era una niña, y más tarde, cuando ya había acabado la carrera. La primera vez me mandó a Ghana para que esperara allí a que se recuperase; allí estaba el día en que iba caminando con mi tía por el mercado de Kejetia, ella me agarró del brazo y señaló a alguien.

—Mira, un loco —me dijo en twi—. ¿Lo ves? Un loco.

Casi me muero de vergüenza. Mi tía hablaba a voces y aquel hombre, que era alto y tenía las rastas llenas de porquería reseca, estaba lo bastante cerca como para poder oírnos.

—Sí, lo veo. Lo veo —susurré.

El hombre pasó junto a nosotras, balbuceando para sus adentros y gesticulando entre grandes ademanes que sólo él entendía. Mi tía asintió con la cabeza, satisfecha, y continuamos nuestro camino: dejamos atrás a la muchedumbre que se congregaba en el agorafóbico mercado y llegamos al tenderete donde pasaríamos el resto de la mañana tratando de vender bolsos de imitación. En los tres meses que estuve allí, sólo vendimos cuatro.

Ni siquiera tengo del todo claro por qué mi tía quiso que me fijara en aquel hombre. Tal vez creía que en Estados Unidos no había locos, que hasta ese momento yo no había visto ninguno. O tal vez estaba pensando en mi madre, en la verdadera razón por la que yo pasaría aquel verano en Ghana, sudando en un tenderete junto a una tía a la que apenas conocía mientras mi madre se curaba en nuestra casa de Alabama. Yo tenía once años y no me parecía que mi madre estuviera enferma; al menos, no de la manera a la que yo estaba acostumbrada. No comprendía de qué tenía que curarse mi madre. No lo comprendía, pero acabé comprendiéndolo. Y la vergüenza que me dio presenciar el agresivo gesto de mi tía tenía tanto que ver con esa comprensión como con el hombre que había pasado junto a nosotras. Mi tía estaba diciendo: «Así. Así es como se ven los locos», pero en cambio lo que yo oí fue el nombre de mi madre; lo que vi fue la cara de mi madre, inmóvil como el agua de un lago, con la mano del pastor descansando sobre su frente mientras el suave ronroneo de sus rezos reverberaba en la habitación. No sé muy bien qué aspecto tienen los locos, pero incluso hoy, cada vez que oigo esa palabra, me imagino una pantalla dividida en dos, el hombre de rastas de Kejetia está en uno de los lados y mi madre tendida en la cama en el otro. Me digo que nadie reaccionó al ver al hombre del mercado, nadie pareció asustarse ni sentir asco, nada, excepto mi tía, que quería que yo me fijara en él. Me pareció que el hombre estaba en paz, pese a sus furiosas gesticulaciones, pese a sus balbuceos.

Sin embargo, tendida inmóvil en la cama, mi madre se consumía por dentro.

Capítulo 2

2

La segunda vez que ocurrió, me llamaron por teléfono al laboratorio de Stanford donde trabajaba. Había tenido que separar a dos de los ratones porque estaban matándose entre sí en la caja de zapatos donde los habíamos metido.

Encontré un pedazo de carne en una esquina de la caja, pero al principio no pude distinguir a cuál de los ratones pertenecía; los dos estaban ensangrentados y enloquecidos y cuando intentaba cogerlos salían corriendo, a pesar de que no tenían adónde ir.

—Oye, Gifty, hace casi un mes que no aparece por la iglesia. He intentado llamarla a casa varias veces, pero no coge el teléfono. De vez en cuando me paso por allí para asegurarme de que tenga comida y de todo, pero creo que... ha vuelto a las andadas.

No dije nada. Los ratones ya estaban bastante más tranquilos, pero yo seguía impactada por el espectáculo que acababa de presenciar y preocupada por mi investigación. Preocupada por todo.

—¿Gifty? —dijo el pastor John.

—Debería venirse a vivir conmigo.

No sé cómo se las arregló el pastor para meter a mi madre en el avión. Cuando la recogí en el aeropuerto de San Francisco parecía del todo ausente, con el cuerpo laxo. Imaginé al pastor John doblándola como si se tratara de uno de esos trajes de faena de una sola pieza, cruzándole los brazos por encima del pecho, subiéndole las piernas hasta la altura de los brazos y luego guardándola cuidadosamente dentro de una maleta a la que añadiría la pegatina de FRÁGIL antes de entregársela a la auxiliar de vuelo.

Le di un abrazo forzado y al tocarla ella se estremeció. Inspiré hondo.

—¿Has facturado alguna maleta? —le pregunté.

Daabi —respondió.

—Vale, no hay maletas. Muy bien, entonces podemos ir directamente al coche.

El tono alentador y dulce de mi voz me irritó tanto que me mordí la lengua para no decir nada más. Noté el sabor de la sangre y tragué saliva.

Mi madre me siguió hasta el coche. En mejores circunstancias se habría burlado de mi Prius, una rareza para alguien como ella, que había vivido años en Alabama rodeada de camionetas y todoterrenos. «Gifty, mi defensora de causas perdidas», me decía a veces. No sé de dónde había sacado esa expresión, pero imaginaba que tanto el pastor John como los diversos telepredicadores a los que ella tenía de fondo mientras andaba enredada en la cocina la utilizaban con sentido peyorativo para referirse a aquellas personas que, como yo, habían abandonado Alabama para vivir entre los pecadores del mundo, presumiblemente porque el exceso de sentimentalismo nos volvía demasiado débiles para resistir entre los fuertes, los elegidos de Cristo en el Cinturón de la Biblia, la extensa región de Estados Unidos donde había arraigado el cristianismo evangélico. A ella le encantaba Billy Graham, quien decía cosas como «un verdadero cristiano es aquel que puede darle su loro al cotilla del pueblo».

Qué cruel, pensaba yo cuando era una niña, regalar a tu loro.

Lo gracioso de las expresiones que usaba mi madre es que siempre las decía un poco mal. Yo era «su» defensora de causas perdidas, no «una» defensora de causas perdidas. Es una «verídica» vergüenza, en lugar de es una «verdadera» vergüenza. Hablaba con una mezcla de acento sureño y ghanés. Me recordaba a mi amiga Anne, que tenía el pelo castaño, pero algunos días, cuando le daba el sol directo, parecía pelirroja.

Una vez en el coche, mi madre se puso a mirar por la ventanilla y no dijo ni pío. Traté de imaginarme el paisaje como debía de verlo ella. Cuando llegué a California, todo me

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