Guayacanal

William Ospina

Fragmento

1

La tarde en que volvimos de la selva de Florencia fue una sorpresa descubrir que esas montañas del oriente de Caldas todavía hoy son un inmenso manantial. La carretera que va de Samaná a Marquetalia está llena de pasos difíciles: hay cascadas, arroyos, chorros de agua que brotan de los barrancos, el agua es tanta que rompe el pavimento y ablanda la tierra. Por entre ese sonido de cascadas viajamos hacia el sur; en ciertos pasos tuvimos que bajarnos del automóvil para que el chasís no se rompiera contra las piedras, y yo pensaba en mis bisabuelos, que hicieron a lomo de mula ese mismo trayecto hace ciento treinta años, cruzando tierras casi impenetrables, guaduales inmensos por donde había que abrirse camino con hachas y machetes, cuando toda la cordillera Central era una sola selva, y la selva de Florencia era en realidad la selva de Colombia.

El país ha cambiado mucho en este siglo largo, y por eso es tan raro sentir que ciertos tramos del camino están intactos. Verlos me ayuda a entender los trabajos de esos bisabuelos que no alcancé a conocer, de quienes solo sé lo que dijeron sus hijos y sus nietos.

“Por aquí pasaron ellos”, le dije a Mario, que fue el que más insistió en que hiciéramos ese camino. “Lo importante es que después de visitar la selva de Florencia volvamos por la ruta de Samaná a Marquetalia, hasta Manzanares y Petaqueros”, me propuso días antes por teléfono desde su casa de Ginebra, en el Valle del Cauca.

Mario estaba vivo de milagro: a mediados de diciembre un síncope lo derribó junto a la ventana donde mira a los pájaros carpinteros hacer sus nidos en los troncos secos de las palmas, y cuando Darío y Calveto lo recogieron pensaron que estaba muerto, en la oscuridad antes del amanecer. Pasó dos semanas en el hospital de Palmira, mientras se indagaba si la causa del síncope era un episodio cerebral irreversible.

“La luz está más débil”, le dijo en la clínica del Valle del Lili Pastor Olaya, su cardiólogo, y no se refería al atardecer, que ya se borraba tras los farallones de Cali, sino al espesor de sus arterias. Eso había sido varios años antes del síncope, y cuando llegué a visitarlo el 24 de diciembre, su cumpleaños, advertido por Darío de la gravedad de la situación, lo vi de tal manera postrado por la fatiga y por la angustia, que temí que la luz se iba apagando.

Pero algo fuerte vino en su ayuda. Después de unos días tensos, los exámenes revelaron que no había ningún episodio cerebral: el síncope se debió a una crisis de azúcar. En pocos días empezó a recuperarse, y eso en el caso de Mario se mide por excesos. Si siente un poco de fuerza gasta el doble, si le prohíben las harinas empieza a sentir un deseo irresistible, si le recomiendan estar quieto no para de alimentar a los perros, que tienen cada uno su nombre y sus costumbres, a los gatos, que cumplen cada uno una función precisa en el mundo, a las gallinas, que están llenas de rituales y reverencias, a la gallineta, que oficia en los prados como una divinidad extranjera, y al pato recién nacido, que apareció un día como extraviado de su bandada verde y al cabo de un mes no solo estaba más grande que los gatos que lo acechaban al llegar, sino que había tomado posesión de la piscina, donde se comportaba como amo absoluto.

Y si le recomiendan estar sereno habla el día entero con medio país: con los muchachos del Catatumbo, que están sobreviviendo a todas las violencias, con los de Medellín, que discuten de filosofía y de política en las barriadas turbulentas, con Iván en Samaná, para enterarse de las actividades en la selva, con Fernando Tobón, que trabaja con los campesinos del Cocora y del volcán Machín, con los de Tumaco, con los de Buenaventura, con los de El Doncello, con María Elvira, que hoy está en Buenos Aires, mañana en La Habana y pasado mañana en Berlín, con Franco Vincenti, que está mediando en los conflictos de Nicaragua en nombre del Vaticano, y por supuesto conmigo, porque no solo tenemos línea directa entre el cañón de las Hermosas, a cuyos pies está la casa de Ginebra, y mi apartamento en la sabana, sino un debate permanente sobre todos los temas, incluida la actualidad de este país que tanto se le parece, que sin dejar de ser el mismo cada día cambia como el clima, que hoy agoniza y mañana se ilusiona, igual a ese personaje del Tuerto López que dice hace cien años:

Por la mañana tengo hipocondría

y por la noche bailo el rigodón.

Cuando Mario me propuso esa ruta, le dije otra vez que para mí era inútil intentar ir a Manzanares. “Ya te lo he dicho: llevo medio siglo tratando de ir a Manzanares y el plan siempre fracasa. Esta vez tampoco se podrá, algo va a pasar que lo impida”.

Era verdad. Manzanares queda a media hora de Guayacanal, la tierra de mis bisabuelos; todos en la familia no solo estuvieron allí cientos de veces, sino que hasta a pie iban desde la otra vertiente del río Guarinó. Cuántas veces no oí de niño a mi padre, a mi abuelo, a mis tíos, hablando del viaje a Manzanares: iban y venían sin tregua. Yo, en cambio, nunca pude. La primera vez el río se había llevado el puente, la segunda vez era un derrumbe en los pasos altos de la cordillera, la tercera, tengo el recuerdo nítido, íbamos a caballo, por alguna razón los mayores pararon a comer en una fonda y se encontraron con gentes que venían de otra parte, jinetes del otro lado del río, la reunión se alargó, cuando menos pensé estaban dando la orden de regresar, y el viaje a Manzanares se había frustrado de nuevo.

Pasaron los años. A nosotros la violencia nos alejaba de esos lugares en el norte del Tolima, a Manizales, a Pereira, a Cali, y nos devolvía cíclicamente a sus campanas y sus nieblas, hasta que al fin volvimos para quedarnos. Pasé mi adolescencia en Fresno y un día tuve una novia de Manzanares, prima de una muchacha de la que estaba enamorado en silencio y que me había dado todas las muestras posibles de rechazo. No sé si la prima me gustaba, pero mi hermano se había ennoviado con su hermana mayor y yo decidí desquitarme en secreto de mi amor frustrado pretendiendo a la menor. Eran de Manzanares las hermanitas, y a los pocos días se fueron de nuevo, llevando la promesa escrita de que iríamos a visitarlas. Como era previsible, no fuimos nunca.

Un día le pedí a mi principal y en realidad único cómplice, Édgar Castaño, que me acompañara porque quería conocer Manzanares. Ya tenía dieciséis años, la muchacha estaba casi olvidada, pero la espina de aquel pueblo escondido al otro lado del cañón, que parecía abierto para toda mi familia pero cerrado para mí, me desafiaba. Édgar venía de esas tierras, de Samaná, tal vez. Conocía la carretera, conocía los pueblos de Caldas, sabía tantas cosas que yo no me cansaba de escucharlo, recuerdo que era terriblemente tímido y gracias a eso tenazmente ingenioso, de modo que se estaba convirtiendo en un humorista, para desarmar con risas, así lo veía yo, el peligro que los otros representaban para él.

No he olvidado la mañana en que Édgar y yo emprendimos el viaje, pero ya no recuerdo si en bus o en automóvil. Solo sé q

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