La catira

Camilo José Cela

Fragmento

Nota sobre esta edición

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La catira ocupa en la trayectoria de Camilo José Cela un lugar singularísimo y, en cierto modo, desplazado. Constituye, de hecho, una vía muerta dentro de la obra del escritor (no la única, pero seguramente la más destacable), y protagoniza un episodio bastante confuso de su propia biografía.

En marzo de 1953, mientras estaba imprimiéndose la primera edición de Mrs. Caldwell habla con su hijo, Cela —que se hallaba, desde que finalizó esta novela, en una especie de impasse creativo— emprendió un largo viaje por Latinoamérica que había de llevarlo a Colombia, Ecuador y Venezuela. Lo hizo con la ayuda de los servicios diplomáticos españoles, muy satisfechos con los ecos recibidos de la reciente visita de Cela a Chile y Argentina, en diciembre de 1952. La nueva tournée de Cela por Latinoamérica se encuadraba, por parte de los recientemente creados Instituto de Cultura Hispánica y Dirección General de Relaciones Culturales, dentro de una política destinada a afianzar los vínculos con las repúblicas hispánicas, a efectos de romper el aislamiento que el régimen de Franco venía padeciendo desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

A Colombia y Ecuador viaja Cela mediante invitación oficial de los gobiernos de ambos países, donde es recibido con expectación y dicta varias conferencias. Mientras se halla en Bogotá tiene lugar el golpe de Estado que aúpa al poder al teniente general Gustavo Gómez Pinilla, a quien Cela, aprovechando una feliz coincidencia, realiza una extensa entrevista que obtiene una gran repercusión. También en Ecuador es agasajado, y durante su estancia en este país recibe una invitación del Centro Gallego de Caracas para dar allí una conferencia y dictar un ciclo de conferencias en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Venezuela.

Cela llega a Caracas el 22 de julio de 1953, donde es recibido y festejado por sus compatriotas, que le facilitan contactos al más alto nivel. En un cóctel que se celebra en su honor conoce al hombre fuerte del régimen del dictador Marcos Pérez Jiménez, el ministro del Interior Laureano Vallenilla Lanz, que simpatiza con Cela y lo toma bajo su protección, convirtiéndolo en huésped de honor de la República. Vallenilla Lanz organiza a Cela un viaje por toda Venezuela, que el escritor hace en auto oficial y beneficiándose de todo tipo de miramientos. Al concluir este viaje, a finales del mes de agosto, Cela decide posponer su regreso a España y prolongar su estancia en el país, donde continúa siendo objeto de agasajos. Entretanto, es recibido por Pérez Jiménez y del encuentro surge una entrevista que, como la de Gómez Pinilla, se publica pocas semanas después. Durante los casi tres meses que Cela alarga su permanencia en Venezuela intensifica sus lazos de amistad con Vallenilla Lanz y se concreta por parte de éste la propuesta de escribir un libro que tenga por tema o escenario la tierra y el pueblo venezolanos. El encargo se realiza en el marco de una política de propaganda del régimen y de sus logros que tiene por objetivo promover la imagen de Venezuela en el extranjero, a efectos de fomentar el turismo y atraer masivamente a inmigrantes europeos, con fines de contribuir de este modo a la acelerada modernización e industrialización del entonces próspero país.

No está claro que el encargo del gobierno de Pérez Jiménez apuntara concretamente a una novela, pero Cela no tardó en decidirse por este género. Aunque no se conoce la cantidad exacta que recibió a cambio, sin duda fue muy elevada. Ya en España, adonde regresa a finales de noviembre, no tarda en encerrarse en su casa de Mallorca para ponerse manos a la obra, con la ayuda de los abundantes documentos y materiales que ha traído consigo de Venezuela (fotografías, mapas, libros de toda clase). Sería seguramente con la tentadora perspectiva de sacar el máximo partido a la prebenda obtenida como Cela llegó a planear, más que una novela, toda una serie de ellas, que habían de llevar el título común de Historias de Venezuela. El 23 de marzo de 1954, mientras escribe La catira, envía al ministro Vallenilla Lanz una carta en la que traza las líneas de su proyecto: «Siempre bajo el título genérico de “Historias de Venezuela” voy anotando datos y escenas para los siguientes libros, aparte de la que hoy me ocupa, claro es, y que podríamos llamar la novela del llano: La flor del frailejón, novela de los Andes; La cachucha y el pumpá, novela de Caracas; Oro chocano, novela de la Guayana; Las inquietudes de un negrito mundano, novela del Caribe, y una última aún sin título definitivo, sobre el mundo del petróleo».

No era la primera vez —ni iba a ser la última— que Cela se dejaba entusiasmar, al emprender uno de sus libros, por grandes perspectivas de continuación. Baste recordar que La colmena (1951) se encuadraba originalmente en una serie titulada «Caminos inciertos»; que Viaje a la Alcarria (1948) llevaba también el antetítulo «Las botas de siete leguas», indicativo asimismo de un proyecto de serialidad; y que cuando publicó La rosa (1959), sus recuerdos de infancia, contemplaba Cela un gran ciclo memorialístico compuesto de varios volúmenes cuyo título común iba a ser «La cucaña». En ninguno de estos casos se cumplieron sus planes; tampoco en el de La catira, entre otras cosas a consecuencia del relativo fracaso con que se saldó la publicación de la novela.

En palabras del mismo Cela, La catira es «un canto arrebatado a la mujer venezolana. También a la tierra venezolana [...] En La catira ensayé [...] la doble experiencia de la incorporación del mundo americano y su peculiar lenguaje a la literatura española. Sé bien que su lectura no es fácil, tanto por el empleo constante de palabras no habituales en el español de España como por la figuración que me propuse de su fonética. En la edición incluyo un “Vocabulario de venezolanismos”, de cuyas ochocientas noventa y seis voces aquí hago gracia al lector» (Mis páginas preferidas, 1956; véase el anexo al presente volumen).

Parece claro que la novela fue escrita —en menos de nueve meses— bajo los efectos todavía recientes del deslumbramiento que a Cela le produjeron Venezuela y las experiencias allí vividas. Sólo así se explica que se sintiera autorizado a escribir no solamente «una novela sobre Venezuela» o con Venezuela como trasfondo, sino una novela venezolana, escrita en la lengua del país, pretendidamente imbuida del espíritu de sus tradiciones y de sus pobladores.

La belleza y sensualidad de las mujeres, la espectacularidad de los paisajes, unas formas de vida mucho menos constreñidas que las del Viejo Continente por los corsés religiosos y culturales, una lengua llena de colorido y de contrastes, con muy otra musicalidad...: se comprende que experimentara Cela una gran receptividad hacia todo esto y aspirara a injertarlo no sólo en su propia obra, sino en la tradición de la que se sentía heredero. Más difícil de aceptar es que pretendiera hacerlo con la naturalidad y la solvencia del lugareño, co

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