Trío

William Boyd

Fragmento

doc-4.xhtml

1

 

 

 

 

Elfrida Wing se movió, refunfuñó y cambió de postura en la cama, medio adormilada, cuando el sol oblicuo de la mañana de verano iluminó el dormitorio, imprimiendo muy cerca de su almohada un rectángulo torcido de luz entre limón y oro sobre las motas verde oliva del papel pintado. Despertada por el resplandor que se acercaba centímetro a centímetro, abrió los ojos y se quedó mirando la pared, enfocándola con cierta dificultad, tratando de obligar a su cerebro comatoso a ponerse en funcionamiento, a pensar. Como de costumbre, en el momento de despertarse se sentía fatal. Le parecía estar viendo un diseño de hojitas afiladas, muy delicadas, pensó. ¿O eran pájaros? ¿Siluetas de pájaros? O quizá fueran simples pinceladas y manchas verde oliva que evocaban imágenes de hojas y pájaros.

Daba igual. Hojas, pájaros o motas al azar: ¿qué importancia tenía a gran escala? Salió de la cama y, despacio, se puso la bata encima del pijama. Bajó las escaleras con el mayor sigilo posible, cerrando los ojos cada vez que crujía un peldaño, con una mano bien sujeta a la barandilla, intentando olvidarse del dolor de cabeza brutal —como si se le resquebrajara el cráneo— que, ahora que estaba de pie, había empezado a latir detrás de los ojos, inflándolos rítmicamente por compasión, o esa sensación tenía. Entonces se acordó de que Reggie se había ido hacía un buen rato al rodaje, con las primeras luces. Podía relajarse.

Se detuvo, tosió, se tiró un sonoro pedo y terminó de bajar las escaleras escandalosamente, entró en la cocina con pasos largos y abrió de golpe la puerta del frigo para coger el zumo de naranja. Cortó la esquina del cartón y se sirvió medio vaso antes de volverse hacia el armario de los condimentos y sacar la botella de vinagre blanco de Sarson que guardaba allí, detrás del paquete de azúcar. Añadió un buen chorro en el zumo de naranja. A veces lamentaba que el vodka no tuviera más sabor, como la ginebra, aunque reconocía que esa neutralidad era precisamente su mayor aliada. Un vaso de vodka con agua del grifo era lo que tomaba a diario para entonarse cuando Reggie estaba en casa. Por suerte, él nunca cuestionaba su sed casi constante ni preguntaba por qué había siempre en el armario tantas botellas de vinagre blanco de Sarson. Elfrida se sentó a la mesa de la cocina y se bebió el vodka con zumo de naranja a sorbitos, lo terminó enseguida y se sirvió otro vaso, hasta que notó el zumbido, el golpe tranquilizador. El dolor ya estaba desapareciendo.

El título de una novela le vino misteriosamente a la cabeza, sin pedirlo. El hombre en zigzag. Casi se imaginaba la cubierta. Una inteligente composición de las dos zetas; puede que en distintos colores el «zig» y el «zag»... Se sirvió más zumo de naranja, volvió al armario a por la botella de vinagre y vació en el vaso el dedo que quedaba. Tenía que comprar otra botellita de vodka, pensó. O dos. Buscó su libreta de notas y anotó el título. El hombre en zigzag, Elfrida Wing. Había anotado docenas de títulos de posibles novelas, vio mientras pasaba las páginas: El verano de las avispas, Petrificado, El acróbata, Guapa a morir, Una semana en Madrid, La regla de oro, Oscuro elogio, Jazz, Equinoccio de primavera, El proceso de iluminación, Sol fresco, Misterio en un pueblo, Alejamiento, Entrada de artistas, De Berlín a Hamburgo, El golpe de la hoz, Un intervalo en la Riviera, Un viaje seguro siempre adelante, Caída: títulos y títulos de novelas no escritas. Y ahora podía incluir en la lista El hombre en zigzag. Los títulos eran la parte fácil: escribir la novela era el gran desafío. Bebió un trago de zumo y de repente se puso triste. Habían pasado diez años, pensó con pena, desde que publicó su última novela, El gran espectáculo, en la primavera de 1958. Diez largos años en los que no había escrito una sola palabra: solo listas y listas de títulos. Se terminó el zumo con sensación de entumecimiento y el escozor de las lágrimas en los ojos. «Deja de pensar en las malditas novelas», se ordenó, enfadada. Tómate otra copa.

doc-5.xhtml

2

 

 

 

 

Talbot Kydd se despertó de pronto en mitad de un sueño. Había soñado que estaba en una playa grande, y un joven desnudo salía de entre las olas, saludándolo con la mano. Se sentó en la cama, medio dormido aún y miró a su alrededor. Sí, estaba en un hotel, claro, no en casa. En otro hotel: a veces pensaba que se había pasado la mitad de la vida en hoteles. En realidad le daba lo mismo: la habitación tenía un tamaño generoso y el baño funcionaba perfectamente. No necesitaba más para su estancia. Londres estaba cerca, y eso era lo principal.

Sacó las piernas de la cama y se levantó despacio, parpadeando; se estaba frotando la cara cuando sonó la alarma del despertador. Las seis. Qué hora tan absurda de empezar el día, pensó, como hacía siempre cuando su trabajo imposible le imponía estas exigencias. Sin moverse del sitio, se estiró con cuidado, subió los brazos por encima de la cabeza unos segundos, como si quisiera tocar el techo, hasta que oyó el crujido de las articulaciones, y entonces pasó tranquilamente al cuarto de baño.

Tumbado en la bañera y rodeado de vapor, pensó de nuevo en el sueño que había tenido. ¿Era un sueño o era un recuerdo? En cualquier caso agradablemente erótico, y sobre un chico joven, pálido y esbelto... ¿O era su hermano Kit? ¿O una foto que había hecho en realidad, uno de sus modelos? Recordaba el cuerpo pero no la cara. Intentó recuperar más detalles, pero los recuerdos del sueño no cuajaban y el chico seguía siendo inmutablemente genérico: atractivo, delgado, inidentificable.

Se afeitó, se vistió —traje clásico gris carbón, camisa blanca, corbata del regimiento de Infantería Ligera de East Sussex— y se pasó el cepillo dos veces por las sienes casi blancas. Las luces del techo del cuarto de baño le iluminaban la calva pecosa. «Calvo a los veinticinco años —dijo una vez su padre—: Espero que seas hijo mío». Fue un comentario muy desagradable para un chico avergonzado por la calvicie prematura, pensó Talbot, y se acordó de su padre, que tenía una buena mata de pelo pajizo, ondulado y peinado hacia atrás, como un hombre enfrentado a un temporal. Pero como la amabilidad no era una virtud que pudiera asociarse con Pe

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos