El canto del cisne

Kelleigh Greenberg-Jephcott

Fragmento

cap-1

 

Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir. La princesa está enjaulada en el consulado. El hombre de los caramelos se va a llevar a los niños al mar. La mujer desnuda que está en la cornisa de la ventana del piso dieciséis sufre acedía, o bien es una exhibicionista, y sería «interesante» saber cuál de las dos cosas es cierta. Nos contamos a nosotros mismos que no es lo mismo si la mujer desnuda está a punto de cometer pecado mortal, o bien si se dispone a realizar una protesta política, o bien si está a punto, en la perspectiva aristofánica, de ser devuelta a la fuerza a la condición humana por el bombero vestido de sacerdote que se entrevé en la ventana detrás de ella, el mismo que está sonriendo a la cámara fotográfica. Buscamos el sermón en el suicidio y la lección moral o social en el asesinato de cinco personas. Interpretamos lo que vemos, elegimos la más practicable de las múltiples opciones. Vivimos completamente, sobre todo los escritores, bajo la imposición de la línea narrativa que une las imágenes dispares, de esas «ideas» con las que hemos aprendido a paralizar esa fantasmagoría movediza que es nuestra experiencia real.

O por lo menos lo hacemos durante una temporada.

JOAN DIDION

El álbum blanco[1]

cap-2

1

1974

Tema

Por primera vez en su vida las palabras se niegan a salir.

Está en la cama, recostado sobre un montón de almohadones de cretona cuya asfixiante maraña de rosas de té recuerda vagamente al salón de una gran dama sureña.

En un momento u otro, todas hemos pensado que bajo su apariencia de gnomo cascarrabias se oculta una refinada matrona de Nueva Orleans martirizada por la tosquedad de la forma que la alberga.

Mira con expresión ausente la hoja de papel que tiene delante, con el pensamiento en otra parte. En fechas de entrega que no ha cumplido, en anticipos ya gastados. En el pisapapeles de Fabergé con el que acaba de hacerse en una subasta, en cómo cambia de color cuando la luz lo atraviesa, con tonos de citrino que evocan las hortalizas mini de Babe, las divertidas zanahorias diminutas que no crecen más.

En las ochocientas páginas de mentiras que ha contado o no, según a quién se pregunte. Según lo que haya dicho y a quién.

Aunque alardea de lo contrario, el papel —enroscado en el rodillo de la Smith Corona, que mantiene en equilibrio sobre el abultado vientre— está yermo. Igual de estéril aparece una pila de alegres blocs de hojas pautadas amarillas, donde ha tachado la mayor parte de lo que ha escrito con su letra de trazo fino.

Alarga la mano hacia un cenicero lleno de cigarrillos a medio fumar y coge la cajetilla de True, marca que nos ha jurado que lleva ese nombre en su honor. Tiembla al encender uno, de modo que la llama oscila antes de que la nicotina le llegue a los pulmones. Se atusa el pelo, fino como el papel de seda, un gesto de antaño, cuando una espesa pelambre rubia y sedosa le cubría la frente. El flequillo, al igual que otras muchas cosas, desapareció hace tiempo, y solo ese gesto habitual nos recuerda al muchacho de cabello revuelto al que en el pasado adoramos. Un niño mimado y consentido hasta la edad madura debido a su indiscutible genialidad.

Con los pantalones de pijama de cuadros y la chaqueta de punto rosa raída, el envejecido niño prodigio no parece un literato célebre, y menos aún un traidor avaricioso, imagen que de él tiene la opinión pública. A solas en el dormitorio a oscuras, despojado de toda brillantez, parece lo que es: «Tan solo un mocoso insignificante de Monroeville, Alabama, cagado de miedo, como siempre» (son palabras suyas, no nuestras).

En numerosos aspectos, el Terror Diminuto sigue siendo el muchacho aterrorizado que sollozaba cuando su madre lo dejaba encerrado en moteles de mala muerte para escaparse con sus amantes. Lillie Mae, que cambió su modesto nombre provinciano por el más exótico de Nina, otra forma de desprenderse de un papel que nunca deseó: el de madre del extraño chiquillo liliputiense de pelo blanco como la nieve, cara de sapo y voz de niña; el chiquillo cuya extrañeza la repelía.

Nos ha contado que estaba sentado en la Cama Grande, con sus regordetes dedos pegajosos por el azúcar de la bolsa de buñuelos que le habían regalado para comprar su silencio. Mientras masticaba, con los ojos muy abiertos en su rostro de angelito, la veía desvestirse. Ella misma era poco más que una niña, y de no haber sido porque el chiquillo mordía los pedazos de masa frita, podría haberse creído que era el muñeco de Lillie Mae apoyado sobre los almohadones, en vez de su gran error. Un niño de carne y hueso, que ella nunca había deseado y del que necesitaba escapar unas pocas horas para tratar de salvar su desastrosa vida.

Ella se lo había dicho con su tono más dulce, casi con una nana, y él no había podido por menos que considerarlo algo positivo al ver la sonrisa de su madre mientras lo abrazaba.

Ella era belleza y luz. Todo su diminuto universo.

Observó a su madre, que, sentada ante el tocador con una combinación negra transparente, dominaba con una horquilla un rizo del color de la miel. Observó cómo desenroscaba el lápiz de labios, rojo como el camión de bomberos de hojalata que un hombre llamado Papá le había regalado a él. Ella hizo un mohín a su propio reflejo y chasqueó los labios. En el otro extremo de la habitación, él la imitó y untó unos labios invisibles con el pegajoso azúcar. Ella le sonrió y soltó una risita.

Él sacó otro buñuelo de la bolsa mientras ella se ponía un vestido de seda del tono gris verdoso de las barbas de viejo. Le había contado que así se llamaba lo que colgaba de los árboles, esas patas de arañas agitadas por el viento que lo asustaban y cuyo susurro había llegado a recordarle a su tierra.

Ella se acercó al hornillo que había en un rincón. El muchacho la siguió con la vista, fascinado por las luces de colores que entraban por la ventana y bailaban en la cara de su madre, destellos rojos, verdes, azules, rojos, verdes, azules, como en un árbol de Navidad. Por la ventana abierta se colaba un lamento de trompeta que pugnaba con la estridente pianola que sonaba en otro cuarto. Ella meneó las caderas al son del ragtime de esta última mientras removía la leche de un cazo en el que había echado un saludable chorrito de la botella de cristal con el «zumo de mamá» que siempre tenía en la mesita de noche. A él le encantaba mirar esa botella, cuyo líquido ambarino centelleaba a la luz de la lámpara incluso cuando quedaba muy poca cantidad.

Ella vertió el cóctel de leche caliente y zumo de mamá en una taza de estaño y se la dio. Le acarició el pelo y le dijo que era un niño bueno mientras él bebía a sorbitos y notaba que el fuego le bajaba poco a poco por la garganta. Se acurrucó contra ella y aspiró su perfume. Le recordaba al aroma a jazmín del vestíbulo que cruzaban todos los días intentando que no los viera el gordo de detrás del mostrador, que, como un disco rayado, preguntaba a su madre con voz colérica cuándo pensaba pagar. Ella lo había convertido e

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