Un adulterio

Edoardo Albinati

Fragmento

cap-1

Sábado

En un rincón remoto de su alma disfrutaba siendo la causa del insomnio de alguien cuya existencia ni siquiera imaginaba apenas dos semanas antes.

DAVID VOGEL

El viento de la aceleración agitó el pelo que le enmarcaba la cara y los mechones más largos palpitaron sobre sus ojos y le cubrieron la boca. Las puntas cortadas unos días antes tenían un sabor amargo. En el instante en que el marinero de la camiseta raída tiró de la amarra y la subió a bordo sin que rozara el agua, con un movimiento de singular destreza, y desde el muelle su compañero, maniobrando los cabos, levantó la pasarela haciéndola girar sobre sobre sí misma, como si domara un imponente caballo blanco, Clementina advirtió de golpe la sensación de alejarse de la tierra firme, algo tan agradable como peligroso. Fue suficiente con que la popa del hidroala se apartara ronroneando del muelle con un movimiento brusco, bastaron unas pocas brazas de agua oscura entre el cemento y la embarcación para formar una imagen irreparable, como si se hubiera abierto un abismo, y avante, ya en mar abierta, la bruma matinal tragándose la tierra y la sensación de que quienes se habían embarcado no volverían a pisarla durante meses o años, igual que esos barcos que no regresarán a casa hasta que llenen sus bodegas.

Mirando el muelle, el paisaje de colinas, las villas, las palmeras, las grúas, los contenedores, las hileras de ventanas entornadas desteñidas por el aire marino, mirando atrás mientras el hidroala coleteaba con los motores al mínimo hacia la bocana del puerto, Clementina esperaba que Erri llegara de un momento a otro y la rodeara con sus brazos, primero por las caderas para luego ir subiendo por el jersey y abrazarla con fuerza por debajo del pecho generoso. Quizá permanecía allí mirando fijamente cómo se alejaba la orilla, a pesar del viento frío, justo para que Erri pudiera inaugurar de esa forma aquel breve y frenético viaje. Pero él, unos pasos más allá, fumaba en el extremo opuesto de la cubierta apoyado en la batayola, rodeado por las maletas de los turistas, con una actitud que podía interpretarse como ansiosa o circunspecta.

Cuando Clementina ya no se lo esperaba y del puerto empequeñecido por la distancia solo se distinguían los faros erguidos en la embocadura, mientras estaba a punto de dar media vuelta y buscar su asiento bajo cubierta, helada y harta de apartarse el pelo que le azotaba la cara porque de repente el hidroala había perdido velocidad y levantaba la proa fuera del agua transformando su estela en un tumulto de espuma, Erri dio un brinco hacia ella y la cogió por detrás, bloqueándola. Después apoyó la cabeza en su hombro y cerró los ojos. Más que protector, su abrazo era infantil, torpe, pero eso no le restaba carga amorosa, todo lo contrario: a Clementina la invadió una alegría desconocida y se rio sin intentar soltarse. Estrechó las manos de él, calientes, entre las suyas, heladas.

No fue fácil llegar al hotel, pues por discreción o por un pudor bastante singular a aquellas alturas de su relación, no quisieron pedir indicaciones a nadie. Erri caminaba siempre tres o cuatro pasos por delante de Clementina, aparentemente seguro de la dirección que debían tomar por las callejuelas empinadas que subían y doblaban desembocando en escalinatas estrechas, en realidad dando la impresión de no querer andar a su lado, de que se avergonzara de dejarse ver junto a ella como una pareja, es decir, como una pareja cualquiera. O eso le parecía a Clementina, que le pidió varias veces medio en broma que aflojara el paso. Su bolsa en bandolera era voluminosa y le extrañó que Erri, que solo llevaba una mochila pequeña a la espalda, no se ofreciera a llevársela.

Clementina siempre cometía el mismo error, el de abarrotar de cosas aquella bolsa de flores sin forma que vacía y abandonada en el suelo parecía un trapo, liviana como su estampado, pero que una vez llena se volvía pesada y voluminosa igual que el alijo de un ladrón con un botín jugoso y que ahora le rebotaba en la cadera a cada paso. En la bolsa había metido: dos vestidos de seda, una túnica de rayas de colores para llevar encima de los cuatro trajes de baño —tres biquinis y un bañador, pero sucinto, muy escotado—, un par de sandalias planas de cuerda, unas zapatillas de goma para caminar sobre la rocas, unas sandalias de tacón, unas deportivas, tres camisetas, un jersey grueso, otros pantalones vaqueros además de los que llevaba puestos pero azul claro, cómodos y holgados, un cinturón ancho de cuero para resaltar la cintura de los dos vestidos elegantes, un sombrero de una paja especial que no se chafaba aunque estuviera aplastado allí en medio, es más, que emergería de las capas de ropa con las alas milagrosamente extendidas, intacto, dos novelas, ambas de escritoras americanas galardonadas con premios de prestigio, de las que Clementina sabía que apenas tendría tiempo de leer algún párrafo, y un neceser amarillo transparente con artículos de higiene y cosméticos que incluían dos cremas solares de protección alta, una para la cara y otra para el cuerpo. La crema antiestrías no se la había llevado.

Uno de los objetos más importantes pesaba unos pocos gramos y solo ocupaba unos cuantos centímetros: las gafas de natación.

No habría podido ponérselo todo, aplicarse las cremas solares, leer las dos novelas, abrigarse con el jersey y alternar los biquinis con el bañador, aunque se hubiera quedado en la isla dos semanas en vez de dos días. Había preparado la bolsa a escondidas de su marido y enseguida pensó que lo primero que haría a la vuelta sería deshacerla con la misma cautela y secar los bañadores todavía mojados o húmedos en el lavadero, donde él nunca ponía los pies.

Erri tenía prisa por llegar al hotel para hacer el amor enseguida. Tenía unas ganas insoportables y eso lo ponía nervioso y lo volvía casi indiferente hacia la persona con la que se disponía a hacerlo.

El hotel debía de haber conocido tiempos mejores. A Clementina le costaba recordar cómo era. El lujo necesita un mantenimiento continuo, si se abandona se deteriora con más rapidez que lo humilde. Lo había elegido porque era el hotel al que iban sus padres cuando era prácticamente el único que había en la isla y los clientes eran casi todos extranjeros excéntricos. Después, durante bastantes años, fueron de vacaciones con ella y sus dos hermanas mayores, hasta que la costumbre de pasar la segunda semana de septiembre en la isla se interrumpió sin más explicaciones, o al menos a Clementina, que entonces contaba diez años, nadie se las dio. Tuvo que esperar otros diez para saber la verdad, es decir, que en aquel invierno su madre había tenido una aventura con el novio de su hermana mayor, aunque más que una aventura había sido una pasión arrolladora, que la había consumido hasta hacerle perder la prudencia, por aquel joven guapo y vanidoso que estaba encantado de alternar a su antojo a la veinteañera con la cuarentona de la misma sangre, con los mismos ojos y el mismo pelo. El padre de Clementina había silenciado el escándalo bajo un manto de discreción y la madre había entrado en razón tras meses de auténtico delirio, de noches fuera de casa, de escenas histéricas e incluso de un intento de suicidio; pero la espontaneidad de los viajes y las vacaciones improvisadas de los padres con las tres hijas, aquella unión familiar tan envidiable y compenetrada, se inter

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