Prisionera de la libertad

Luca Di Fulvio

Fragmento

Capítulo 1

1

Alcamo, Sicilia

—Puta.

Rosetta Tricarico continuó andando por los callejones polvorientos de Alcamo sin volverse, con la cabeza gacha.

—Puta desvergonzada —dijo otra vieja vestida íntegramente de negro, con el rostro acartonado por el feroz sol de Sicilia.

Rosetta siguió camino adelante, con su airoso traje rojo amapola, descalza.

Un grupo de hombres sentados a una mesita al pie del tejado de cañas de la posada, con las boinas caladas hasta la frente, las camisas blancas con los cuellos mugrientos, los chalecos negros con bolsillos roñosos y las barbas hirsutas, la miraron como a un animal de presa. Uno de ellos escupió al suelo un gargajo oscuro y viscoso de tabaco.

—¿Adónde vas? —dijo el posadero secándose las manos en el mandil.

Los hombres se echaron a reír.

Rosetta pasó por delante de ellos.

—Me han contado que esta noche los lobos han bajado de las montañas —dijo uno, y bebió de una copita de vino passito.

Los hombres volvieron a reír.

—Por suerte, a mi rebaño no le han hecho nada —continuó el hombre.

—Esos son lobos que buscan a las putas, no a los buenos cristianos —dijo el posadero, y todos asintieron.

Rosetta se detuvo en seco, dándoles la espalda y con los puños apretados.

—¿Quieres decirnos algo? —soltó uno en tono provocador.

Rosetta se quedó quieta, temblando de ira. Luego siguió andando y llegó a la iglesia de San Francisco de Asís.

Entró rabiosa en la casa parroquial y se plantó delante del padre Cecè, el párroco.

—¿Cómo puede usted permitir algo así? —exclamó, casi gritó, roja de ira. A pesar de que solo tenía veinte años, transmitía la fuerza de una mujer adulta. Llevaba los cabellos, negros y brillantes como las plumas de un cuervo, sueltos sobre los hombros. Los ojos echaban chispas como brasas incandescentes, enmarcados por cejas espesas—. ¿Cómo puede un hombre de Dios hacer la vista gorda?

—¿De qué hablas? —preguntó el padre Cecè, incómodo.

—¡Lo sabe perfectamente!

—Cálmate.

—¡Anoche me mataron diez ovejas!

—Ah… Eso…, sí —masculló el párroco—. Dicen que han sido los lobos.

—¡Los lobos no degüellan ovejas con cuchillo!

—Pero, hija mía, cómo puedes pensar…

—¡Los lobos se comen las ovejas! —prosiguió Rosetta. Miraba con una mezcla de rabia y desesperación—. ¡Se las comen! No las dejan en el campo. —Apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos—. Pero usted lo sabe perfectamente —añadió en un tono sombrío que hacía que le vibrara la voz. Acto seguido negó con la cabeza—. ¿Cómo puede usted? ¿Cómo puede?

El padre Cecè suspiró, cada vez más incómodo. Volvió la vista hacia otro lado, incapaz de sostener la mirada de Rosetta, y entonces se dio cuenta de que el ama de llaves estaba fisgando.

—¡Largo de aquí! —gritó rabioso.

Se dirigió hacia la puerta y la cerró. Luego fue hasta el otro extremo de la habitación, cogió dos sillas y las colocó enfrentadas. Señaló una a Rosetta.

Rosetta le hizo caso, pero lo miró largamente antes de sentarse.

—¿Cómo puede usted permitirlo? —repitió.

—Hace mucho que no te veo en la iglesia —dijo el párroco.

Rosetta sonrió con sarcasmo.

—¿Por qué? ¿Si voy a la iglesia me ayudará?

—Te ayudará Nuestro Señor.

—¿Y cómo?

—Hablando a tu corazón y aconsejándote lo que debes hacer.

Rosetta se puso de pie.

—Usted también es un criado del barón —le espetó con el mayor desprecio.

El párroco suspiró profundamente. Después se inclinó hacia Rosetta y le cogió una mano.

Rosetta, molesta, la retiró.

—Siéntate —le dijo el padre Cecè en un tono en el que no había agresividad.

Rosetta volvió a sentarse.

—Llevas más de un año luchando, hija. Desde que murió tu padre —empezó cansinamente el párroco—. Es hora de que te rindas.

—¡Jamás!

—Mira lo que está pasando —continuó el padre Cecè—. Ya nadie compra los frutos de tu tierra. Se te pudren. Hace dos meses un incendio acabó con la mitad de la cosecha.

Rosetta posó los ojos en su antebrazo derecho, donde tenía la cicatriz de una violenta quemadura.

—Y cuanto más dura tu enfrentamiento con el barón, más terca y rara te vuelves. —El padre Cecè la señaló con un dedo—. Mira qué vestido llevas…

—¿Qué tiene de malo? —dijo con orgullo Rosetta—. No soy viuda, así que no tengo por qué ir de luto. La falda me llega hasta los tobillos y llevo tapadas las tetas.

—Fíjate cómo hablas… —El párroco suspiró.

—Como una puta. —Rosetta se echó a reír. Luego miró al sacerdote fijamente a los ojos—. Pero yo no soy una puta. Y usted lo sabe.

—Sí, lo sé.

—Soy puta solo porque no agacho la cabeza.

—Tú no comprendes.

—Comprendo perfectamente —saltó Rosetta agitando un puño en el aire—. El barón tiene cientos de hectáreas, pero se ha emperrado en quedarse también con las cuatro que tengo porque por ellas pasa el torrente. Y así toda el agua será suya. Pero esa tierra es mía. Mi familia se deslomó en ella durante tres generaciones, y quiero poder hacer lo mismo. La gente debería ayudarme, pero todo el mundo teme al barón. Son unos cobardes, eso es lo que son.

—No, no comprendes, ¿lo ves? —dijo el padre Cecè—. Claro que la gente teme al barón. Pero ¿de verdad crees que por eso se ensaña contigo? Estás equivocada. No has entendido nada. Para ellos, tú eres incluso más peligrosa que el barón… y, en cierto sentido, tengo que darles la razón. Eres mujer, Rosetta.

—¿Y…?

—¿Qué ocurriría si otras mujeres se comportasen como tú? —dijo el padre Cecè acalorándose—. ¡Eso es antinatural! ¡Dios también lo condena!

—Yo valgo tanto como un hombre.

—¡Eso es justo lo que Dios condena! —El cura la cogió de los hombros—. Una mujer debe…

—Ya me sé esa cantinela —lo interrumpió airada Rosetta, y lo rehuyó—. Una mujer debe casarse, tener hijos y dejar que su marido le pegue sin rebelarse, como una buena criada.

—¿Cómo puedes reducir a eso el matrimonio santificado por Dios?

—Mi abuelo pegaba a su mujer. Con saña —dijo Rosetta, sombría, respirando con fuerza por la ira—. Y mi padre pegaba a mi madre. Toda su vida le reprochó que solo le hubiera dado una hija. Cuando estaba borracho, le atizaba con la correa. Y después me pegaba también a mí y me decía que solo serviría para follar. —Apretó los puños mientras los ojos se le humedecían de recuerdos, llenos de rabia y dolor—. ¿Ese es su matr

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