El verano que volvimos a Alegranza

María Fernández-Miranda

Fragmento

Capítulo 2

2

Supongo que fue entonces, en el momento en el que se produjeron los gritos, cuando dejamos de ser una familia normal. Aunque probablemente nunca lo habíamos sido, pero en aquel instante dejamos de aparentarlo.

Tengo recuerdos confusos de lo que sucedió después.

Lo que sí sé es que de repente estábamos en boca de todos. Ni siquiera el hecho de que el abuelo Tomás hubiera sido el fundador del periódico con más solera de la provincia nos libró de la humillación de aparecer en su primera página durante varios días seguidos. Me veía a mí misma en aquellas fotos, escondida tras unas gafas oscuras en el funeral que se celebró cinco días después en la catedral de Oviedo, y no era capaz de entender cómo había acabado formando parte de una situación tan estrambótica. Fue en esas páginas con olor a viejo de El Norte donde pude encajar las piezas de lo que había ocurrido, porque en mi cabeza sólo guardaba imágenes inconexas: los restos del volován de gambas esparcidos en mi plato, la silla del tío Evaristo cayendo al suelo mientras él se levantaba precipitadamente para correr hacia la cocina y, sobre todo, esa mancha de vino en el centro del mantel.

Los redactores de aquel diario que el abuelo había puesto en marcha a mediados del siglo pasado, ávidos por exprimir las historias cercanas, volcaron todos sus esfuerzos en servir el culebrón en bandeja a sus lectores, cosa que, por otro lado, yo misma hubiera hecho si en vez de trabajar en una revista de moda hubiese seguido la senda del periodismo a pie de calle. Incluso una infografía de nuestra cena de Nochebuena publicaron, como si fuéramos aves extrañas cuyo comportamiento hubiera que etiquetar. De ese modo, los ovetenses, aburridos en una ciudad que cada vez tenía menos fuelle, pudieron entretenerse analizando en qué orden nos habíamos sentado la noche de autos: en sendas cabeceras, tía Rita y tía Valentina; en un lateral, tía Constanza, siempre esquinada, junto al marido de Valentina, Evaristo; frente a ellos dos, mi prima Berta y yo.

Todos en el salón presidido por un cuadro que retrataba a los abuelos, Tomás y Covadonga, los patriarcas del clan De la Vega, quienes, por suerte para ellos, ya llevaban unos cuantos años criando malvas.

Capítulo 3

3

Al octavo día recibí una llamada de Álvaro. Era 1 de enero de 2019, las calles habían amanecido silenciosas, como conteniendo la respiración ante lo que estaba por llegar, y yo me encontraba viviendo el inicio de año más raro de toda mi existencia.

—¿Cómo estás?

Llegué a pensar que ya no llamaría.

Habían pasado seis meses desde nuestra ruptura. Después de sólo dos años casados, fui yo quien tomó aquella decisión que nadie entendió, ni siquiera yo misma. Fue un sábado de julio, de esas mañanas en las que Madrid se vuelve irrespirable por culpa del calor y la gente se arrastra por las calles en busca de una brisa que no brota de ninguna parte. Él me anunció que tenía que acercarse al despacho para resolver un asunto urgente y yo le advertí que cuando regresara no me encontraría en casa. A pesar de que a ninguno de los dos se nos había pasado esa especie de resaca que dejan las discusiones fuertes, pensó que mi aviso era un farol, acostumbrado como estaba ya por aquel entonces a mis salidas melodramáticas. Sin embargo, en cuanto cerró la puerta me levanté del sofá, cogí una maleta pequeña, metí en ella un par de vestidos, el cepillo de dientes y algo de ropa interior, me colgué el bolso en bandolera y me largué, sin apenas poder creerme que fuera capaz de hacerlo. Elegir el lugar en el que refugiarme constituyó la parte más sencilla de mi huida: la joven inquilina de mi piso de soltera acababa de dejarlo para regresar a casa de sus padres después de que no le renovaran el contrato que le había abierto las puertas a la independencia, de modo que me instalé allí, tras el balconcito con geranios y vistas a la plaza de Olavide. Al día siguiente mandé una pequeña furgoneta de mudanzas a la casa de Pozuelo que compartía con Álvaro para que recogiera el resto de mi ropa y mi colección de perfumes; por el momento no necesitaba nada más para sobrevivir.

De vuelta en mi antiguo piso del barrio de Chamberí me reencontré conmigo misma, con las cosas que siempre me habían reconfortado: las sillas pintadas de azul, la nevera con la puerta roja, la estantería hecha con mis propias manos durante una Semana Santa de tedio. Mi otra casa, la de decoración minimalista y colores neutros que había ocupado desde meses antes de casarme, era en realidad la casa de Álvaro y en ella resultaba imposible detectar un solo rasgo de mi personalidad. Si ni siquiera soportaba vivir a las afueras de Madrid... A pesar de lo aliviada que me sentí inicialmente al instalarme de nuevo en mis dominios, esperé que él viniera a buscarme, no sé si por orgullo o por amor o por miedo a cerrar una puerta para siempre. Aunque nuestros encontronazos eran cada vez más frecuentes y despiadados, nunca habíamos llegado a pronunciar, ninguno de los dos, la palabra «divorcio», como si así pudiéramos protegernos de los desenlaces definitivos, porque lo que no se dice en voz alta no existe. Asomada al balcón en aquel primer día de mi fuga matrimonial, practiqué el mismo juego de pensamiento mágico que llevaba ejercitando toda la vida, desde que era pequeña y buscaba pistas de lo que sería mi futuro escogiendo letras aleatorias de la etiqueta nutricional del ColaCao y luego juntándolas hasta que formaran una palabra que encerrara una señal. «Si ese pájaro se posa en aquella rama, Álvaro llamará al timbre», me dije esta vez. Y el pájaro salió volando hasta perderse de mi vista.

En la oficina no conté nada de mi repentino cambio de estado civil. Mis compañeras me habrían abrazado, así que preferí ahorrarme el contacto físico. Esa era una de las cosas que más odiaba de trabajar en una redacción enteramente integrada por mujeres: que siempre había contacto físico. Si era tu cumpleaños, te besaban; si volvías de vacaciones, te cogían del hombro y te acompañaban a prepararte un café; si recibías una mala noticia, te abrazaban. Trabajar en la redacción de una revista de moda era lo más parecido a vivir eternamente atrapada en un high school norteamericano. Por eso yo, celosa de mi intimidad, había seguido actuando como siempre, sin contar que mi marido había pasado a co

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