El asesino inconformista

Carlos Bardem

Fragmento

Capítulo 1

1

Una cosa chocante, por lo que yo he podido ver, es que los verdugos son siempre personas instruidas, juiciosas, inteligentes y con un amor propio, un orgullo incluso, fuera de lo común.

FIÓDOR DOSTOIEVSKI,

Memorias de la casa muerta

Mientras subía en el ascensor, Fortunato se miró en el espejo. El ascensor era antiguo, enjaulado, con paneles de latón oliváceo y espejos gastados a los que se les veía el azogue, que rebotaban una luz blanquecina nada favorecedora. Un ascensor con nombre alemán e iluminación enfermiza, verdosa. El verde es el color del mal en las pelis de Disney, pensó Fortunato. El verde lechoso. Sabía más o menos a lo que iba. En realidad, a qué estaba claro. La cosa era a quién. Los telediarios estaban llenos de candidatos. Pero no quería hacer quinielas e intentó dejar la mente en blanco. Una cosa llevó a la otra y Fortunato, que tiene desde siempre una memoria arborescente, pasó de verse mayor —no viejo, pero sí mayor; no gordo ni calvo, pero sí más pesado, ojeroso y con más canas ¿que esta mañana?— a pensar en nazis exiliados en España, en nazis abriendo restaurantes caros en Madrid, vendiendo ascensores duros como panzers, fabricando la Mahou y viviendo en la Costa del Sol. Vio a Léon Degrelle bronceado y sonriente, falso recuerdo en color de una foto en blanco y negro. Y de ahí a las cámaras de gas. Una sala gris donde miles de ojos, enormes en cráneos chupados, le miran fijamente. Luego las cejas se le enarcan y abre más los ojos mientras cree ver en el espejo der Sprung des Fallschirmjäger, a unos risueños SS despeñando a un desgraciado en pijama a rayas desde el borde de la cantera de Mauthausen, ochenta metros de caída antes de estrellarse contra el suelo, el marco metálico de la luna contra el que se chafa con el ruido de una cucaracha al ser pisada. Frunce los músculos de la cara y consigue que su mente cambie a una peli noruega de zombis nazis que se descongelan y matan a unos chicos. Claudita le obligó a verla. Como era noruega, cree recordar, las muertes no seguían el patrón habitual. No moría primero el negro, eran todos nórdicos, pero sí caía pronto la rubia promiscua. Luego se le apareció Peter Sellers como el Dr. Strangelove con el brazo en alto. Cambiaba de tráilers, enarcaba las cejas y suspiraba, evitando mirar la ristra de números y lucecitas que desgranaban su viaje. Fortunato se preguntó qué encargo le tendría Fernández. Últimamente le llamaba mucho. O sea, más de lo normal. Acababa de terminar otro de sus encargos, ¿se les puede llamar de ese modo?, se preguntó Fortunato, y justo entonces la lucecita del número 4 se apagó. ¿Una señal? No, se dijo, yo no soy supersticioso. Una bombillita fundida. Siempre ha estado así, nadie la cambia aunque pasen los años. El refulgente 5 devolvió la normalidad. En el 6 se bajó. Caminó el largo pasillo con sucio gotelé, estrecho corredor hacia el pasado, tocó el timbre junto a la puerta acristalada con un vidrio esmerilado de hacía cincuenta años, resopló, subió y bajó los hombros para recolocarse la chaqueta y...

La puerta zumbó y se abrió.

—¡Adelante!

... y entró.

—Pasa, tan puntual como siempre. —Fernández no se levantó de detrás de su antiguo escritorio.

Fortunato sintió cosquillear el polvo en la nariz. Aquello era un criadero de ácaros, pensó acordándose de Claudita y sus alergias. Recordar a Claudita siempre le iniciaba una sonrisa en la boca. La quería. Pero se deshizo de esa dulzura, inútil e incluso contraria a su cometido en esa oficina. Fernández no se levantó porque estaba más gordo y cansado. Más que hace un par de semanas, se asombró Fortunato. Ya no fumaba, tenía un enfisema, por eso el humo danzando en el haz del flexo era lo único que faltaba en aquella oficina de la plaza de España para ser el decorado de un noir de los cuarenta o de un polar de los sesenta o de... Fortunato no podía dejar de sentir ese fallo de atrezo, siempre tuvo un acusado sentido de la estética, una visión de conjunto, un je ne sais quoi... Y amaba el cine. El clásico. Ford, Houston, Wilder, Peckinpah... Wes Anderson le generaba violencia. Fernández agarró de una estantería el disco de siempre, Lo mejor de Nino Bravo. No había ningún otro en la oficina. A Fortunato le divertía ver la funda de ese viejo LP, manoseada y abierta por los cantos, pero siempre apoyada en el mismo sitio, como exhibición más de fe que del gusto musical de Fernández, que lo puso a sonar a todo trapo. Fernández siempre sacaba el disco de Nino Bravo con especial cuidado, casi como un ritual. Tomaba el LP siempre del mismo sitio. Metía dos deditos, como una pinza, y sacaba el vinilo en su protector de plástico. Luego lo extraía, lo colocaba en el plato, le pasaba una pequeña gamuza, ponía en marcha el tocadiscos y posaba la aguja sobre una canción determinada. Fortunato nunca pudo saber por qué elegía una u otra. Solo cuando la música comenzaba a sonar se podía empezar a hablar del encargo. Este ritual era invariable. Le vio bastantes menos veces guardarlo, pero cuando lo hizo no le sorprendió que el proceso fuera exactamente el mismo pero a la inversa, hasta devolver el disco a la estantería desde la que Nino Bravo presidía, siempre sonriente, aquella vieja oficina.

Y cada vez que presenciaba el exacto ritual, que él colocaba por el mimo y la lentitud al nivel del de una geisha sirviendo el té, Fortunato se asombraba de lo distinto que era este Fernández del hiperactivo COE y se reafirmaba en su creencia de que en un solo ser humano habitan muchos yoes distintos, por fuerza antagónicos, y que unos se imponen y desplazan a los otros según la vida nos prueba, nos exige y nos talla. Cuantos menos yoes, más tontos somos. Cuanto más nos aferramos a uno, más pobres y carentes de interés. E pluribus unum, razona Fortunato, por eso las personas y las sociedades cuanto más mestizas, más interesantes.

—¿Cómo estás, Fernández? —preguntó Fortunato sentándose.

—Jodesto, chaval. Jodesto, entre jodido y molesto. —Al antiguo espía le gustaban estos retruécanos.

Ambos aceptaban hablar sobre la música como una medida de precaución. No es que no confiasen el uno en el otro después de tantos años, pero nunca se sabe. Solo te puede traicionar aquel en quien confías. Fortunato sacó un cigarrillo y lo prendió, exhalando el humo de su primera calada contra el haz de la lámpara. Sí, ahora sí, sonrió Fortunato satisfecho con el efecto.

—¿No me vas a pedir permiso para fumar?

—¿Puedo? —pregunta Fortunato y da otra calada.

—¿Qué? —Libre era un caudal que atronaba mostrando lo que se perdió la música española con la muerte del gran Nino.

—¿Que si puedo? —preguntó Fortunato mostrando el cigarrillo humeante mientras acercaba la silla a Fernández. La música siempre igual de alta, pero el pobre tipo estaba cada vez más sordo.

—No me jodas, Fortu, no me fumes

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