Ghachar Ghochar

Vivek Shanbhag

Fragmento

Ghachar-epub-1

1

Vincent es camarero de La Cafetería. El establecimiento se llama así, sin más: La Cafetería. No ha cambiado de nombre en cien años, pero sí de actividad. Aún puede uno tomarse aquí una buena taza de café, pero ahora es bar y restaurante. No uno de esos bares mal iluminados con la clientela apiñada en torno a las mesas, sitios donde uno llega a sospechar que beber no es, ciertamente, un hábito saludable. No, este es un local bien ventilado, espacioso, de techo alto. Al beber aquí, uno se siente elegante, refinado. Tiene las paredes revestidas de madera hasta la altura del hombro. En las robustas columnas cuadradas que se alzan en el centro del salón cuelgan fotografías antiguas, cuyas imágenes muestran lo hermosa que era esta ciudad hace un siglo. Evocan una época más plácida, más reposada, y La Cafetería consigue de algún modo pertenecer aún a ese mundo. Por ejemplo, uno puede presentarse a las siete de la tarde, el momento de máximo ajetreo, pedir solo un café y ocupar una mesa durante dos horas sin que nadie ponga el menor reparo. Es como si supieran que una persona que se queda ahí sentada tanto rato debe de tener en la cabeza un millar de engranajes en funcionamiento. Y saben que esos engranajes en funcionamiento no lo dejan a uno en paz. Al final, se sentirá desbordado, tal como los serenos espacios de esas fotografías, que los compradores devoraron y convirtieron en el caos masificado que nos rodea hoy día.

Pero dejemos estar todo eso; no quiero abandonarme a la melancolía. Volvamos al tal Vincent: es un individuo alto y moreno, pasada ya un poco la mediana edad, pero fuerte, sin el menor asomo de barriga. Viste uniforme blanco, ceñido median­te una llamativa faja roja que en modo alguno pue­de pasar inadvertida. Cubre su cabeza un turbante blanco, del que escapa un mechón de pelo como la pluma de pavo real de Krishna. Cuando Vincent anda cerca —sirviendo café, vertiendo cerveza en un ángulo experto, esbozando una levísima sonrisa mientras un cliente aplica el cuchillo y el tenedor afectadamente a una chuleta—, no puedo evitar la sensación de que le basta una sola mirada para saber de qué pie cojea cada uno de nosotros. A estas alturas sospecho que conoce a los parroquianos de La Cafetería mejor de lo que ellos se conocen a sí mismos.

Una vez vine en un estado de intenso azoramiento y, mientras él dejaba una taza de café ante mí, inconscientemente dije de viva voz: «¿Qué he de hacer, Vincent?». Abochornado, me disponía ya a disculparme cuando él, pensativo, contestó: «Caballero, déjelo correr». Esa bien podría haber sido una respuesta genérica, supongo, pero algo en su actitud me llevó a tomar en serio sus palabras. Poco después de esa interacción con Vincent abandoné a Chitra y la relación que nos unía, fuera cual fuese. Se produjo entonces un giro en mi vida que me llevó al matrimonio. Pero, bueno, no quiero dar la impresión de que creo en lo sobrenatural, porque no es así. Aunque, claro está, tampoco ando en pos del fundamento racional de todo lo que ocurre.

Hoy llevo sentado en La Cafetería mucho más tiempo que nunca antes. Aguardo con desesperación alguna señal. Parte de mí ansía hablar con Vin­cent, pero me contengo: ¿y si insinúa con sus palabras precisamente aquello que no quiero oír? Es por la tarde. Hay poca gente. Justo en mi línea de visión se halla una mujer joven, vestida con una camiseta azul, que anota algo en un cuaderno. Ocupa una mesa orientada hacia la calle. En la mesa, frente a ella, tiene dos libros, un vaso de agua y una taza de café. Mientras escribe, un mechón de pelo se le ha deslizado y cuelga ante su mejilla. Viene al menos tres veces por semana a esta hora. En ocasiones se reúne con ella un joven, toman un café y luego se marchan juntos. Es la misma mesa donde nos sentábamos Chitra y yo.

Cuando empiezo a preguntarme si hoy aparecerá su amigo, lo veo en la puerta. Toma asiento frente a la chica. Dejo vagar la mirada, pero en el acto oigo gritos y la dirijo de nuevo hacia su mesa. Aho­ra ella está de pie, inclinada sobre la mesa. Con una mano lo tiene a él agarrado por el cuello de la camisa. Con la otra lo abofetea. El joven mantiene los antebrazos en alto para protegerse y, balbuceante, da explicaciones. La chica lo suelta y le lanza uno de los libros, luego el otro, sin parar de proferir im­properios que aluden a todos los hombres. Se interrumpe y, colérica, recorre la mesa con la mirada como si buscara algo más con que agredirlo. Él empuja atrás la silla y huye. La chica coge el vaso de agua que tiene ante sí y se lo arroja. Yerra el tiro, y el vaso se hace añicos contra la pared.

Después de marcharse el joven, ella se queda asom­brosamente tranquila. Recoge los libros y el bolso. Por un momento permanece inmóvil en la silla con los ojos cerrados y la respiración agitada. Uno de los ayudantes de camarero barre los cristales rotos. La Cafetería se había sumido en el silencio mientras los pocos circunstantes observaban la escena. Ahora se reanuda el murmullo habitual. En el momento preciso, como si todo fuera una obra de teatro, Vincent se acerca a la mesa de la chica, y ella levanta la cabeza para pedir algo. Por lo visto, Vincent sabía ya lo que iba a pedir y lo tiene listo entre bastidores. Un gin-tonic aparece en la mesa con sospechosa presteza.

Cuando se retira de la mesa de la chica, le hago una seña para que se acerque.

—¿Qué ha pasado?

Otro en su lugar tal vez hubiera dicho que la pareja había roto, o especulado sobre la posible infidelidad del hombre. Quizá incluso hubiera comentado que esa era la primera vez que la joven pedía una copa allí. No nuestro Vincent. Él se inclina y dice:

—Caballero… una historia, muchas versiones.

Si Vincent hubiese adoptado un nombre rimbombante y se hubiese dejado una barba larga y lustrosa, miles de personas se habrían rendido a sus pies. ¿Qué distintas son sus palabras de las de esos individuos exaltados? Las palabras, a fin de cuentas, no son nada en sí mismas. Cobran significado solo en las mentes en las que penetran. Si uno se detiene a pensar, incluso aquellos a quienes se considera dioses encarnados rara vez hablan de asuntos profundos. Es a sus aserciones cotidianas a las que se atribuye una significación sublime. ¿Y quién ha dicho que los dioses no pueden revestirse de la forma de un camarero cuando deciden visitarnos?

La verdad es que no vengo a La Cafetería por ninguna razón en particular. Pero ¿quién puede admitir en tiempos como estos, en una ciudad tan ajetreada como esta, que hace algo sin una razón? Lo diré, pues: vengo para tomarme un respiro de las trifulcas domésticas. Y si en casa todo está en paz, se me ocurren otras razones. En cualquier caso, mis visitas a La Cafetería se han convertido en un ritual diario. Mi mujer, Anita, a quien una vez expuse el argumento de la divinidad de Vincent, a veces pregunta irónicamente: «¿Has visitado hoy tu templo?».

Parece que, de algún modo, mis calladas súplicas son atendidas cuando estoy en La Cafetería. Hay ocasiones en que la mera idea de estar allí me asalta poco antes de acostarme, y me paso la noche en un alterado duermevela, impaciente por que llegue la mañana. Vengo, elijo una mesa desde la que poder ver las andanzas de la gente en la calle y me siento. A esa hora de la mañana no suele haber aquí más de dos o tres personas. Vincent me trae un café fuerte sin necesidad de pedírselo. Me quedo ahí sentado y observo a los viandantes: en el frí

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