El vínculo más fuerte

Kent Haruf

Fragmento

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1

Edith Goodnough ya no está en el campo. Ahora está en la ciudad, en el hospital, postrada en esa cama blanca con una aguja clavada en el dorso de la mano y un hombre apostado en el pasillo frente a su puerta. Cumplirá ochenta años esta semana: una mujer hermosa y pulcra de pelo blanco que jamás ha pasado de 52 kilos y que pesa mucho menos desde Nochevieja. Con todo, el sheriff y los abogados confían en que se recupere lo bastante para sentarla en una silla de ruedas y luego llevarla en coche cruzando la ciudad hasta el juzgado para iniciar el juicio. Cuando eso ocurra, si ocurre, no sé si se atreverán a esposarla. Bud Sealy, el sheriff, ha resultado ser un hijo de puta, de acuerdo, pero aun así no me lo imagino poniéndole las esposas a una mujer como Edith Goodnough.

Por otro lado, supongo que Bud Sealy nunca tuvo intención de convertirse en un hijo de puta. Hace solo nueve días estaba sentado en un taburete en la barra del Café Holt. Era viernes por la tarde; serían las dos y media, ese rato de asueto diario para él cuando ya ha terminado todo el papeleo y no tiene otra cosa que hacer más que esperar a que los chicos del instituto salgan de clase y organicen carreras por la calle Main o conduzcan hasta la U.S. 34 para derrapar en el asfalto. De modo que Bud tenía tiempo. Estaba relajándose. Ya se había comido la tarta de caramelo y Betty había retirado el plato. Ahora, mientras esperaba a que se enfriara su segunda taza de café solo, se giró de cara a los hombres sentados en los reservados de enfrente. Habían entrado antes, con sus pantalones de vestir y sus gorras ajustables. Dos o tres le habían dado palmaditas en el hombro como tenían por costumbre, y todos habían ido a sentarse en los otros taburetes o en los reservados cercanos para poder seguir la conversación y mantenerse al corriente.

Esa tarde el peso de la conversación lo llevaba Bud. Esta­ba contándoles algo. Creo que la mayoría ya habría oído esa historia en particular al menos un par de veces, aunque dudo de que a ninguno de ellos se le pasara por la cabeza intentar impedir que volviera a contarla, puesto que lo único que todos tenían de sobra era precisamente eso: tiempo. Me refiero a que dos o tres ya se habían retirado de unos oficios que nunca habían llegado a ejercer.

En cualquier caso, la historia que estaba contando Bud esa tarde trataba de un tipo que andaba paseándose en público por la Feria Nacional de Ganado del Oeste con un trozo de cinta rosa colgando, como si fuera uno de los ejemplares que se exhibían en los pabellones del recinto. Como si él mismo se estuviera mostrando ante el personal. Es decir, hasta que la policía lo trincó y lo encerró por exhibicionismo y alteración del orden público. Lo ficharon. Semanas después, cuando lo condujeron ante el juez —un viejo con gafas de montura metálica y ni un solo pelo en la cabeza—, este le dijo: «Hijo, voy a hacerte solo una pregunta y quiero que me respondas. Hijo, ¿estás loco?». Y el tipo de la cinta rosa contestó: «Creo que no, señoría». Entonces el juez le preguntó: «Así pues, ¿estás medio loco?». Y el tipo respondió…

Pero en esta ocasión a Bud no le dio tiempo a contar lo que había respondido el tipo, porque justo en ese momento entró en el Café Holt un hombre que ni él ni ninguno de los presentes conocía. Preguntó quién de ellos era el sheriff. Uno de los chicos señaló a Bud.

Resultó que el nuevo era un periodista de Denver. Acababa de llegar en coche al pueblo. En la comisaría le habían dicho que seguramente encontraría al sheriff en el Café Holt, como así había sido. De modo que yo fecho por entonces, un viernes de abril pasadas las dos y media de la tarde, el momento en que Bud Sealy comenzó en serio a convertirse en un hijo de puta. Porque a los pocos minutos Bud y el tipo de Denver salieron y se montaron en el coche patrulla; enfilaron la calle Main y supongo que no conducirían mucho ni llegarían muy lejos antes de que Bud le hablara del saco de veinte kilos de pienso para pollos abierto de un tajo y dispuesto en un lugar de fácil acceso para las seis o siete gallinas del gallinero, cerca de la entrada, a resguardo de la lluvia y la nieve.

Sin embargo, eso no bastó. No se contentó. El hombre de Denver quería más que pienso para pollos. De modo que Bud giró por una calle residencial y condujo un par de manzanas bajo los olmos que retoñaban en las aceras y luego siguió por la calle Birch o Cedar donde le habló también de la perra, le contó que la vieja perra de ojos lechosos, aunque nunca la habían atado, esa noche de diciembre en particular de hacía tres meses y medio había estado atada y también con fácil acceso a comida y agua para varios días.

Pero seguía sin ser suficiente. El pienso para pollos y la perra vieja simplemente habrían abierto el apetito del hombre de Denver. Además, supongo que para entonces el periodista habría comenzado a presionar a Bud, a intentar sonsacarle más. Puede que a esas alturas Bud también empezara a vislumbrar que podía sacar algo de todo aquello. Quizá Bud imaginó que ver su nombre en la primera plana de un periódico de Denver podría asegurar de algún modo su inversión de veinte años de cara a las elecciones del condado, como si firmara una póliza vitalicia con que nos animaría a marcar una X junto a su nombre el primer martes de noviembre. Porque con su nombre destacado en la prensa de la gran ciudad, nada menos que en portada, nos enorgulleceríamos de él, nos sentiríamos orgullosos de que uno de los nuestros hubiera logrado semejante hazaña y luego ya no tendría que contar más anécdotas en el Café Holt para recolectar votos. Le bastaría con inscribir su nombre en la documentación electoral correcta en el momento señalado y comprobar que lo hubieran escrito bien, y luego, qué coño, seguir pagando las facturas médicas de su mujer y enviando las cuotas de matriculación a la universidad estatal de Boulder, donde por lo visto su hijo nunca iba a llegar a nada, ni siquiera a graduarse.

Pero no puedo asegurar que Bud pensara así. Lo que he sugerido se basa únicamente en lo que sé de él después de cincuenta años de verle y charlar con él más o menos una vez por semana. No, lo único que sé seguro es que esa misma tarde, poco después, el coche patrulla de Bud estaba en el campo y que él y el hombre de Denver seguían dentro, seguían hablando, seguían relamiéndose como un par de perros que debatieran acerca de las delicias de una perra en celo. Solo que no hablaban de copular, ni del amor ni del tiempo, ni siquiera del precio de los cerdos de engorde en el mercado ganadero de Brush. Era más que eso. Creo que mucho más, porque fue allí, fue entonces, con los rastrojos de maíz a un lado y el trigo verde al otro, cuando Bud Sealy se vació. Le entregó a Edith Goodnough.

Le contó que en diciembre Edith se había sentado allí en silencio, meciéndose y esperando, mientras al otro lado de la habitación, Lyman, su hermano, dormía en su catre, roncando contra la pared. Pero no habría habido necesidad de contar eso. Habría bastado sin nada de eso. Suerte que el hijo de puta no sabía nada de los preparativos para viajar de Lyman ni del pastel de calabaza, porque de haberlo sabido también lo hubiera contado. Como hay Dios.

Yo mismo, cuando vino a verme a la tarde siguiente, le conté una cosa.

Fue hace ocho días. El sábado. Primero oigo los neumáticos en la gravilla, luego la puerta del coche. Es por la tarde, demasi

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