Mi padre tenía una manera propia de ir a la montaña. Poco proclive a la meditación, pura testarudez y arrogancia. Subía sin dosificar las fuerzas, compitiendo siempre con alguien o con algo y, allí donde el sendero le parecía largo, cortaba camino por la línea de más pendiente. Con él estaba prohibido parar, quejarse por el hambre, por el cansancio o por el frío, pero se podía cantar una bonita canción, sobre todo bajo un temporal o en la nieve espesa. Y lanzar alaridos dejándose caer por la nieve.
Mi madre, que lo había conocido de joven, contaba que entonces tampoco esperaba a nadie, pues todo su empeño era seguir a quien viese más arriba: así que había que tener piernas fuertes para granjearse su simpatía, y entonces riendo era como daba a entender que lo habías conquistado. Más tarde, ella, en las rutas, empezó a preferir sentarse en los prados, meter los pies en un torrente o identificar los nombres de las hierbas y de las flores. También en los picos lo que más le gustaba era observar las cumbres lejanas, pensar en las de su juventud, recordar la vez que estuvo en ellas y con quién, mientras que a mi padre en ese momento lo invadía una especie de decepción y solo quería regresar a casa.
Creo que eran reacciones opuestas a la misma nostalgia. Mis padres habían emigrado a la ciudad más o menos cuando tenían treinta años, abandonando el Véneto campesino donde mi madre había nacido y mi padre crecido como huérfano de guerra. Sus primeras montañas, el primer amor, fueron las Dolomitas. A veces las nombraban en sus conversaciones, cuando yo aún era demasiado pequeño para entender lo que decían, pero oía que algunas palabras brotaban como sonidos más vibrantes, con más significado. El Catinaccio, el Sassolungo, las Tofane, la Marmolada. Bastaba que mi padre pronunciase uno de esos nombres para que a mi madre le brillasen los ojos.
Eran los lugares donde se habían enamorado, poco después lo supe: un cura los había llevado cuando eran niños y ese mismo cura fue el que los casó, a los pies de las Tres Cimas de Lavaredo, delante de la capilla que hay allí, una mañana de otoño. Aquella boda en la montaña era el mito fundador de nuestra familia. Obstaculizada por los padres de mi madre por motivos que no conocía, celebrada con cuatro amigos, con anoraks como trajes de boda y una cama en el refugio Auronzo para su primera noche como marido y mujer. La nieve ya brillaba en los resaltes de la Cima Grande. Era un sábado de octubre de 1972, el final de la temporada alpinística de aquel año y de muchos más: al día siguiente metieron en el coche las botas de cuero, los pantalones bombachos, el embarazo de ella y el contrato de trabajo de él, y se fueron a Milán.
La calma no era una virtud que mi padre tuviese muy en cuenta, pero en la ciudad iba a valerle más que el aliento. Milán tenía su paisaje: en los años setenta vivíamos en un edificio que daba a una amplia avenida con mucho tráfico, bajo cuyo asfalto, decían, corría el río Olona. Bien es cierto que en los días lluviosos la calle se inundaba —y yo me imaginaba el río rugiendo abajo en la oscuridad, hinchándose hasta rebosar de las alcantarillas—, pero era el otro río, el formado por los coches, las furgonetas, los ciclomotores, los camiones, los autobuses, las ambulancias, el que siempre se desbordaba. Estábamos en lo alto, en la séptima planta: las dos filas de edificios gemelos que bordeaban la calle amplificaban el estruendo. Algunas noches mi padre no aguantaba más, se levantaba de la cama, abría la ventana de par en par como si quisiese insultar a la ciudad, forzarla al silencio, o arrojarle pez hirviendo; permanecía allí un minuto, mirando hacia abajo, luego se ponía la chaqueta y salía a caminar.
Desde aquellos cristales veíamos mucho cielo. Blanco uniforme, indiferente a las estaciones, surcado solo por el vuelo de los pájaros. Mi madre se empeñaba en cultivar flores en un balconcito ennegrecido por el humo y enmohecido por lluvias seculares. En la terraza cuidaba sus plantitas y mientras tanto me hablaba de los viñedos de agosto, en la campiña donde se había criado, o de las hojas de tabaco que colgaban de las varas en los secaderos, o de los espárragos que a fin de que se conservaran tiernos y blancos había que recoger antes de que despuntaran; para ello había que tener un talento especial y verlos cuando aún estaban bajo tierra.
Ahora ese ojo le resultaba útil de una manera completamente distinta. En el Véneto había trabajado como enfermera, pero en Milán consiguió una plaza de asistente sanitaria en el popular barrio de los Olmos, ubicado en el extrarradio oeste de la ciudad. Era una especialidad de nueva creación, al igual que el consultorio familiar donde realizaba sus tareas, con la idea de ayudar a las mujeres durante el embarazo y luego seguir al recién nacido hasta que tuviera un año de vida: era el trabajo de mi madre, y le gustaba. Solo que, donde la habían mandado a hacerlo, más parecía una misión. En aquella zona había muy pocos olmos: toda la toponimia del barrio, con sus calles de los Alisos, de los Abetos, de los Alerces, de los Abedules, sonaba burlona entre las torres de doce plantas, infestadas de males de todo tipo. Una de las tareas de mi madre consistía en ir a controlar el ambiente donde se criaba el niño, visitas que luego la dejaban afectada durante días. En los casos más graves tenía que presentar denuncia ante el tribunal de menores. Para ella era duro llegar hasta ese extremo, como duros eran los insultos y amenazas que recibía; sin embargo, no dudaba de que era la decisión justa. No era la única que lo creía: las asistentes sociales, las educadoras, las maestras estaban unidas por un profundo espíritu corporativo, por un sentido de responsabilidad femenino y colectivo con aquellos niños.
En cambio, mi padre siempre había sido un solitario. Era químico en una fábrica de diez mil obreros, permanentemente convulsionada por huelgas y despidos, de la que, por cualquier cosa que hubiera pasado, siempre volvía de noche rabioso a casa. En la cena atendía el informativo en silencio, empuñando los cubiertos en el aire, como si esperase que en cualquier momento estallase otra guerra mundial, e imprecaba para sus adentros cuando escuchaba la noticia de un asesinato, de una crisis de gobierno, del aumento de los precios del petróleo, de las bombas que colocaban sin que nadie reivindicara el atentado. Con los pocos colegas que invitaba a casa hablaba casi exclusivamente de política, y siempre acababa discutiendo. Era anticomunista con los comunistas, radical con los católicos, librepensador con todo aquel que pretendiese encuadrarlo en una creencia, en una sigla de partido; pero aquellos no eran tiempos para pretender sustraerse a los reclutamientos, y poco después sus colegas dejaron de venir a casa. Él, en cambio, siguió yendo a la fábrica como si tuviera que meterse en una trinchera cada mañana. Y siguió desvelándose, tomándose las cosas demasiado a pecho, usando tapones para los oídos, abusando de pastillas para la jaqueca y estallando en violentos ataques de ira: entonces entraba en acción mi madre, que entre los deberes de pareja se había impuesto el de amansarlo, el de mitigar los golpes en la pugna entre mi padre y el mundo.
En casa seguían hablando en dialecto veneciano. A mis oídos era un lenguaje secreto entre ellos dos, eco de una vida anterior y misteriosa. Un residuo del pasado, al igual que las tres fotografías que mi madre había puesto sobre la mesilla de la entrada. Muchas veces me paraba a observarlas: la primera era un retrato de sus padres en Venecia, durante el único viaje que habían hecho en su vida, regalo del abuelo a la abuela por las bodas de plata. En la segunda, la familia en pleno posaba en la temporada de la vendimia: los abuelos sentados en el centro del grupo, tres chicas y un chico de pie rodeándolos, los cestos de uva en la era de la alquería. En la tercera, el único hijo varón, mi tío, sonreía con mi padre, al lado de una cruz de la cumbre, con una cuerda enrollada al hombro, vestido de alpinista. Había muerto joven y por eso me llamaba como él, aunque yo era Pietro y él Piero en nuestro léxico familiar. No conocía, sin embargo, a ninguno de ellos. Nunca me llevaron a verlos, ni ellos venían de visita a Milán. Algunas veces al año mi madre cogía un tren el sábado por la mañana y volvía el domingo por la noche un poco más triste que cuando se había ido, luego se le pasaba la tristeza y la vida seguía. Había demasiadas cosas que hacer y personas de las que ocuparse como para albergar melancolía.
Pero ese pasado resurgía cuando menos te lo esperabas. En el coche, en la larga ruta que debía llevarme al colegio, a mi madre al consultorio y a mi padre a la fábrica, algunas mañanas ella entonaba una vieja canción. Empezaba la primera estrofa en medio del tráfico y poco después él la seguía. Estaban ambientadas en la montaña durante la Gran Guerra: «El tren militar», «La Valsugana», «El testamento del capitán». Historias que yo ya también me sabía de memoria: veintisiete habían partido para el frente y solo cinco habían vuelto a casa. En el río Piave quedaba una cruz para una madre que antes o después iría a buscar. Una novia lejana esperaba y suspiraba, hasta que se cansaba de esperar y se casaba con otro; el que moría le dedicaba un beso y pedía para él una flor. En esas canciones había palabras en dialecto; comprendía, así, que mis padres se las habían llevado con ellos de su vida previa, pero también intuía algo distinto y más extraño, esto es, que las canciones, a saber cómo, hablaban de ellos dos. De ellos dos en persona, quiero decir, de lo contrario no se explicaba la conmoción que sus voces delataban tan claramente.
Y, en algunos raros días de viento, en otoño o en primavera, al fondo de las avenidas de Milán, aparecían las montañas. Ocurría después de una curva, sobre un paso elevado, de repente, y los ojos de mis padres, sin necesidad de que uno se lo señalase al otro, corrían enseguida hacia allí. Las cumbres estaban blancas, el cielo inusualmente azul, una sensación de milagro. Abajo estaban las fábricas alborotadas, las casas populares atestadas, los enfrentamientos en las plazas, los niños maltratados, las madres solteras; arriba, la nieve. Entonces mi madre preguntaba qué montañas eran, y mi padre miraba alrededor como orientando la brújula en la geografía urbana. ¿Qué es esto, la avenida Monza, la avenida Zara? Pues es la Grigna, decía, tras reflexionar un poco. Sí, creo que es ella. Yo recordaba bien la historia: la Grigna era una guerrera preciosa y cruel, hacía matar a flechazos a los caballeros que subían a declararle su amor, por eso Dios la había castigado transformándola en montaña. Y ahora estaba allí, en el parabrisas, dejándose admirar por nosotros tres, cada uno con un pensamiento distinto y mudo. Luego el semáforo se ponía en verde, un peatón cruzaba corriendo, detrás alguien tocaba el claxon, mi padre lo mandaba a tomar viento, furioso metía primera, aceleraba y dejábamos atrás aquel momento de gracia.
Llegó el final de los años setenta, y mientras Milán estaba amotinado, ellos dos volvieron a ponerse sus botas de montaña. No se encaminaron hacia el este, de donde habían llegado, sino hacia el oeste, como prosiguiendo su huida: hacia la Ossola, la Valsesia, el valle de Aosta, montañas más altas y severas. Mi madre me contaría más tarde que, la primera vez, la invadió una inesperada sensación de opresión. En comparación con los suaves perfiles del Véneto y del Trentino, aquellos valles occidentales le parecían angostos, oscuros, cerrados como gargantas; las rocas eran húmedas y negras, por todas partes bajaban torrentes y ca