La ciudad y la casa

Natalia Ginzburg

Fragmento

cap-1

Prólogo

De pronto me escribes una carta larguísima

En el principio, Giuseppe. Parece ocupar el centro de la historia, también la historia se oculta con él: su energía —igual que la del sol— destruye a quienes se acercan demasiado, hasta rozarle, y ampara a los que saben de él y se mantienen a distancia. Las primeras palabras que escuchamos en La ciudad y la casa las dirige Giuseppe a su hermano Ferruccio, y tecleo el verbo «escuchar» en lugar del verbo «leer» porque Natalia Ginzburg estimula otros sentidos. Leemos las historias que nos cuenta, pero sobre todo las vemos y las oímos: avanzada la narración reconocemos la forma en la que el propio Giuseppe demora su escritura —ese amor por los grandes detalles pequeños, tan vivo en el imaginario de la autora— cuando se siente cómodo con el destinatario, o cómo Lucrezia —otro de los personajes cuya voz más suena— manifiesta su rabia con frases que se interrumpen, cuchillos afilados. En el sentido más feliz de la palabra, queremos pensar en La ciudad y la casa como la novela más caprichosa de Natalia Ginzburg: la novela en la que con mayor libertad se permite el juego, la experimentación sutil, esa «pura alegría» con la que Paul Theroux se refirió a la ficción.

Natalia Ginzburg publicó La ciudad y la casa en 1984. Un año antes había concurrido a las elecciones parlamentarias italianas por el Partido Comunista; en una entrevista con la escritora Mary Gordon que publicaría The New York Times Magazine, Ginzburg justificaba su decisión porque «me gusta aprender cosas para escribir sobre ellas». Sin embargo, lo que aprendería en la Cámara de Diputados no se reflejaría —no lo escribiría— en esta novela epistolar, que parece brindarle un paréntesis en su nueva responsabilidad: si en obras anteriores preñaba la ficción de realidad, ahora defendía lo verdadero como lo inventado. Las experiencias de Ginzburg en la campaña electoral y en la rutina parlamentaria inspiraron el que quizá se entienda como su texto menos comprometido: menos comprometido en el sentido explícito —no evita reflexionar sobre el papel de la mujer, la vigencia del matrimonio o el significado de la familia—, lejos del rotundo sesgo social de libros como Todos nuestros ayeres (1952), y entregado de forma más intensa a la fabulación.

Si de obras como Léxico familiar (1963) afirmábamos que se leía —al margen de su evidente voluntad narrativa— a modo de personalísima historia de Italia, La ciudad y la casa aspira a leerse como la historia de Giuseppe, de Lucrezia, de Serena o de Alberico, que viven en Italia, pero que «funcionarían» como personajes en cualquier otro país del sur de Europa. Natalia Ginzburg no elude la mirada que se proyecta al exterior, y en esta obra se reflexiona sobre el divorcio, la relación con las drogas, la violencia o la situación de la mujer, rondando —a su manera— el feminismo que tanto puso en entredicho. Pero en esta ocasión —la última obra de ficción publicada en vida de la autora— aborda la intimidad sin muletas, desenvuelta en el canal directo de la correspondencia entre seres queridos: esa manera —en unas ocasiones tímida, otras veces cobarde— de contar a la cara —al papel— lo que no se cuenta a los ojos. «Qué raro eres —leemos—. Casi no hemos hablado desde hace mucho y de pronto me escribes una carta larguísima. Durante un tiempo nos escribimos alguna que otra misiva, aunque nunca demasiado largas. Pero de eso hace ya tres años, o incluso cuatro. Después dejamos de escribirnos y apenas hablábamos. En estos años hemos estado muchas veces solos, tú y yo, y hemos dado largos paseos por el bosque, pero como mucho me preguntabas qué tal estaba y a qué me dedicaba, lo mismo que yo a ti.»

Ese tono conversacional de todos sus libros, escritos como secreto o confidencia, aquí cobra una relevancia especial; esa segunda persona a la que los personajes escriben no eres tú, pero eres tú. Por cierto, en La ciudad y la casa no solo se escriben cartas, se escriben poemas y obras de teatro; se leen «folletos científicos» o «novelas policíacas»; y la escritura pública —la de los personajes que trabajan como periodistas, la de los personajes que escriben novelas que jamás interesarán a nadie— se contrapone a la escritura íntima, la de las cartas, que en este libro de Ginzburg es la que de verdad cuenta, la que de verdad importa.

¿Cuándo transcurre La ciudad y la casa? Natalia Ginzburg apenas nos sitúa antes de cada carta: quién se dirige a quién, dónde y cuándo escribe, reflejando día y mes pero omitiendo el año. Las experiencias de algunos personajes nos desvelan que la acción es casi contemporánea a la escritura; la clave se encuentra en el referéndum de 1974 en el que los italianos aprobaron la Ley del Divorcio. El trasfondo social propio de la escritura de Natalia Ginzburg se presenta en La ciudad y la casa como un trasfondo profundamente moral; no se trata de que la autora juzgue las decisiones de sus personajes, sino de que dispone para ellos diversos castigos o recompensas según cómo se comporten. Me refería a esta novela como un «capricho» de Natalia Ginzburg, y tengo la sensación de que nunca antes se sintió tan poderosa como escritora: todas las vidas de sus personajes estuvieron antes en sus manos, pero ahora se niega al pudor, dictando redenciones y condenas.

La acción de La ciudad y la casa se desata con el anuncio del periodista Giuseppe a Ferruccio —su hermano mayor, profesor universitario en Estados Unidos— de que tiene planeado marcharse de Roma e instalarse con él en Princeton. Giuseppe basa su decisión en el desencanto que siente ante el estado de los medios de comunicación, pero carta a carta —enviada, recibida o ajena— intuimos que su huida responde a otros motivos. E intuimos también que nos importa qué le ocurre, pero a medida que descubrimos unas y otras cartas, y a unos y a otros personajes, no nos importa tanto qué pasa con Giuseppe en su huida, sino qué pasa con aquellos que se quedan. Por cierto, Natalia Ginzburg se deshace aquí de la luz tierna de sus obras anteriores. No la quiere. No le sirve, no la necesita. Si hay que ser cruel, adelante. La ciudad y la casa es una novela ginzburgiana y bergmaniana. Las dos miradas se concilian y coinciden.

La ciudad y la casa apela desde su título a dos ámbitos en choque, ambos recurrentes en la obra de la autora: el espacio de lo público y lo común, en el que cualquiera irrumpe sin llamar, y el espacio de lo íntimo, de lo privado; ese lugar del que unos personajes huyen y ese lugar en el que otros personajes —en cambio— se encuentran seguros y del que no desean marcharse o al que quieren regresar. No se trata de la única dicotomía en la que Ginzburg se basa para construir esta novela: ciudad-casa, público-privado, común-íntimo, hablado-escrito, masculino-femenino. La ciudad y la casa se crece en los enfrentamientos. Entre uno y otro, de uno a otro: Ginzburg recurre a la estructura epistolar y, sin embargo, concibe una novela profundamente teatral, representable. De hecho, en plena historia se permite el guiño —libérrima escritora caprichosa— de situar a sus pe

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