Cocaína (Manual de usuario)

Julián Herbert

Fragmento

SENTADO EN BAKER STREET

Llámenme Mr. Sherlock Holmes. Estoy sentado en

Baker Street alternando una semana de cocaína con otra de ambición. La extraordinaria fuerza de mis dedos se ocupa en moler piedras y preparar agujas. La precisión de mis pupilas se encarga de que nada se derrame, de que la dosis sea exacta a pesar de mis temblores y el zumbido en mis orejas. Las peculiares dimensiones de mi cráneo son nadas: nadas ociosas y relucientes que se curvan como un resbaladero, un tobogán donde las violencias lógicas desfallecen y caen. Estoy sentado en Baker Street mirando pasar sobre la nieve las ruedas sucias de los carruajes.

Llámenme Adán. Estoy sentado en Baker Street, mi sillón es de cuero y de madera. Estoy desnudo. Tengo la verga más dulce de la Creación. Mi verga está dormida y no consigo despertarla. Lo intenté viendo películas porno y nada. Lo intenté sacudiéndola bajo un chorro de agua fría y nada. Lo intenté pensando en ti y nada: nadas ociosas y relucientes como un gramo en un pedazo de papel. Tengo una verga dulce, inútil, un relámpago de carne que se apaga. Y si al menos pudiéramos amarnos esta noche. Pero mientras, alcánzame el espejito que está sobre el lavabo.

Llámenme Georg Trakl. Estoy sentado en Baker Street. Mi cuerpo es una farmacia. Anís y caspa del diablo. Mis médulas resecas esparcidas en el regazo de Grete. La nada reluciente del deseo. La ambigüedad y la mugre. Salzburgo detrás de la ventana, sus calles, su tufosa respiración saltando como un batracio que se escondiera en todas las gargantas. La estantería con frascos: láudano, placebos y jarabes. En el tapiz abundan las manchas de mis dedos, manchas de madrugada tras madrugada tambaleando y cayendo, mirándome las uñas, masturbándome con dificultad sobre una vieja mantilla que mi hermana extravió cierta tarde de octubre. Un día de éstos voy a largarme a Borneo. Ahora viene otra descarga.

Llámenme Antonio Escohotado. Estoy sentado en Baker Street, son las dos de la madrugada y yo aún reviso documentos: un pasaje donde el Inca Garcilaso habla de las ofrendas de coca; un prospecto en que el Dr. Freud recomienda el producto de Merck; un alegato contra el empleo clínico de morfina, láudano y heroína; un informe químico sobre el French Wine of Coca, Ideal Tonic que J. S. Pemberton le vendió años más tarde a Grigs Candler con un nombre chispeante: Coca-Cola. Y allá en la plazuela —casi logro espiarlos a través de los visillos—, dos chavales se dejan dar por el culo a cambio de una papelina. Estoy sentado en

Baker Street mirando pasar sobre la nieve las ruedas sucias de la historia.

Llámenme Yo. Estoy sentado en Baker Street. Gasto mi dinero en el true west que sube y baja mis pulmones. Todo oxígeno es un círculo nasal: el cesto lleno de Kleenex, los Kleenex llenos de sangre, los Kleenex llenos de mí. Enciendo la computadora. Juego Solitario hasta entumecer mi mano izquierda. Luego intento escribir. Luego miro el reloj: ya pasaron veinte minutos. Voy al baño, me siento a horcajadas en la taza, vacío sobre el espejo un poquito de polvo, luego un poquito más. Lo huelo, lo muelo con mi tarjeta de cheque automático Serfín, hago dos rayas largas y bien gruesas. Aspiro. Esto es todos los días. Va casi un tercio de onza, llevo no sé cuántas horas sin dormir, no sé cómo parar. Van a correrme del trabajo. Llámenme como quieran: perico, vicioso, enfermo, hijitoqueteestapasando yaparalecarnal vivomuertopaqué, llámenme escoria y llámenme dios, llámenme por mi nombre y por el nombre de mis dolores de cabeza, de mis lecturas hasta que amanece y yo desesperado. Soy el que busca una piedrita debajo del buró, encima del lavabo, en el espejo, en mi camisa, y amanece otra vez y sin dinero, y la sonrisa helada del vecino a través de la persiana, y a poco crees que no se han dado cuenta. Estoy sentado en Baker Street mirando pasar sobre la nieve las ruedas sucias de mi vida.

Llámenme Ismael: estoy sentado en Baker Street, junto a la chimenea, tratando de cazar con mis palabras a un animal blanco y enorme. Mide casi una legua, su cola es pura espuma, sus ojos tienen la pesadez y el brillo de la sal más brava. Es un animal que se asusta y enfurece, que mata ciegamente, que cuando no te mata parte tu vida en dos. Pero es también una bestia lúcida y hermosa, y respira música, y en el momento en que su cola te azota y arroja tu cuerpo por el aire no piensas ni en el dolor ni en la sangre que gotea: piensas solamente en la velocidad —que es como no pensar, o sentir el pensar, o estar sentado en medio de la purísima nieve mirando pasar las ruedas sucias.

Llámenme Ismael. Estoy aquí para contarles una historia.

RADIO MORIR

Recién me había mudado a la casa de Mina cuando le relaté mi única peripecia en el oficio de modelo.

—Fue para una revista. Para un artículo sobre el consumo de droga en la frontera.

Intenté hacer una leve descripción:
—Estoy frente a un espejo. Tengo los brazos encima del lavabo y la camisa remangada por encima del codo. Sostengo la jeringa con la mano derecha y estoy clavándola en mi brazo izquierdo. Me pusieron una liga de popote pero, como no los dejé que la apretaran mucho, las venas no se me saltaron. Es una foto mala: tengo el codo flexionado y, según me dijo alguien, para inyectarse hay que estirar el brazo. Y luego el baño: está más limpio que el de casa de mi madre. Hasta se nota, fijándose uno bien, el reflejo del fotógrafo en el muro de azulejos… A mí no se me ve la cara; eso es lo único bueno.

Se lo conté como un secreto, como una forma de agradecerle todo lo que entonces me daba: un techo, algo de ropa, un trabajo… Estábamos sentados en la sala, cada quien a un extremo de la mesa de centro. Ella tomaba el té de siempre y depilaba sus cejas. Cuando acabé la descripción guardó el espejo y las pinzas faciales en su bolso. Pintó en el rostro una expresión que quería ser divertida. Llenó de nuevo su taza con el verde pastoso de la flor de lavanda y preguntó:

—¿Qué es lo que había en la jeringa?
—Anilina —dije yo.

Soltó una carcajada.
—Mira nomás, chiquito. De seguro ellos andaban hasta el chongo y a ti te pusieron a jugar con anilina.

—No, deveras… —quise protestar. Contemplé sus arrugas: unas patas de gallo marcadísimas, una raya profunda en cada pómulo.

—Mira, chiquito: no hay cabrón periodista que se nos vaya limpio. El que no es coco o corrupto o alcohólico, es puto. Y tú no te los cogiste, ¿verdad?

—No, cómo crees.
—¿Ya ves? De seguro que andaban hasta el huevo y por eso les salió tan fea la foto. Y tú embarrado de anilina, mi rey. No me parece justo.

Miré el jardín a través de la ventana. Me sentí de verdad como un «chiquito» que le hacía confidencias a mamá.

—Pues sí… Pues… ¿Cómo ves?

Ella siguió riendo bajito. Luego se puso seria. Retiró el servicio de té y caminó hasta donde yo estaba. Se agachó y me besó la frente. Su aliento tenía ese perfume suavecito que siempre fue lo más rico de ella.

—Te voy a hacer algo que no vas a olvidar nunca. Quédate quieto en el sofá mientras regreso, ¿sí?

Asentí pero Mina ni lo supo; estaba ya subiendo la escalera. Me asomé nuevamente a la ventana. En medio del jardín el aspersor daba vueltas y más vueltas. Pensé que lo mejor sería salir, cerrar el paso de agua antes que el pasto se volviera un pantano. Pero no pude hacerlo: tuve la sensación de que ella aún me vigilaba.

(Era tan padre la casa… Además del jardín y la cochera, en la planta baja había

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