La sonrisa del cordero

David Grossman

Fragmento

1

No, no. Fui yo quien los inventó a todos. Tienes que creerme, Jilmi. Así será más fácil para ambos. A Shosh, la mujer a la que amé, y a la que abandoné hace tres días; y a Katzman, que se quedó muy lejos, en Italia; y también al muchacho que murió de amor, del que ni siquiera sabía cómo se llamaba. A todos. Incluso a ti, Jilmi. Verás como para ti es mejor ser una fantasía mía. Porque conmigo estarás tranquilo y seguro, conmigo las cosas son exactamente lo que parecen ser. No hay sorpresas. No estoy proponiéndote que seas parte de mi vida. Es muy peligrosa y picaresca, y en ella nada es lo que parece ser. Pero ¿por qué no como si fuera un cuento, Jilmi, como si fuera un kan-ya-ma-kan, un érase una vez?

Si estás de acuerdo, podemos empezar. Es mejor hacerlo ahora, antes de que yo llegue a tu casa, a la aldea, y te cuente lo que me da tanto miedo contar. Pero sería mejor que nos ocultáramos, que nos cubriéramos con una manta, y entonces, Jilmi, kan-ya-ma-kan, había o no había, como empiezan todos tus cuentos, aunque nosotros solamente decimos, había una vez en un país muy lejano...

Siempre pensé que estas cosas solo podían pasar al lado de tu limonero, en la oscuridad de tu cueva, entre las pequeñas grúas, las ruedas dentadas y las cortinas de telaraña, solo entre las jarras de arcilla que un día llenarías de un aire muy liviano para intentar otra vez volar hacia algún lugar. Así lo había pensado siempre, pero parece que me equivoqué. Puede ser que también exista un kan-ya-ma-kan de Tel Aviv, bajo la fuerte luz del sol, bajo la luz brillante del neón, en limpias habitaciones pintadas de blanco, en lugares donde se graban y luego se transcriben cada una de las palabras que tú pronuncias, también allí.

Así pues, kan-ya-ma-kan, Jilmi; debo modular estas palabras como tú lo haces, apoyando la cabeza en el tronco del limonero, cerrando los ojos, respirando profundamente, gimiendo un poco, como estirando una larga cuerda del vientre, así, kan-ya-ma-kan, había una vez, había una vez una muchacha que apenas me llegaba al hombro. Tenía el rostro claro y transparente, la nariz pequeña y recta, el cabello rubio recogido, y llevaba unas gafas redondas y limpias. Se llamaba Shosh.

Había una vez una muchacha bondadosa que fue a visitarse a ella misma al bosque. Para encontrar el camino de regreso había esparcido —escucha atentamente— semillas de amor, pero se perdió. Y para poder regresar a sí misma tuvo que excavar túneles entre la gente más cruel, y ante ellos arrastrarse y pasar por el aro, como decía ella, kan-ya-ma-kan.

Basta. Estoy dando un espectáculo. No me quedan fuerzas para esta historia. No me siento con ánimos para ir a contar a Jilmi lo que ocurrió. Debería dar media vuelta al coche que le robé a Katzman, ir a Tel Aviv y entrar en la historia de Shosh. Ella sola no puede resistirlo, incluso Katzman me dijo, me suplicó: Ves a verla, Uri, por ahora solamente tú puedes arreglar lo que se estropeó.

No, no puedo. Ahora necesito todas mis fuerzas para destruir. Para borrar todo lo que me unía a ella. Las cosas que dijimos, todos los proyectos que soñamos; mas esto parece que no es fácil, porque ya casi hace tres días que la abandoné, que tra to de luchar y de destruir, que me burlo de nuestros secretos y de las pequeñas promesas que nos hicimos, que doy patadas a los muebles que hice para nosotros, y que, con todas mis fuerzas, borro las maravillosamente-sencillas-palabras, como las llamaba ella, pero sin éxito; me extraña, porque podría pensarse que estas cosas, los falsos sueños y las mentiras, son muy frágiles, que basta tocarlas con un dedo para que se caigan. Pero no es así. Y cuando trato de hacerlas salir de mí, noto exactamente dónde están mis raíces, me doy cuenta de que una o dos mentiras consiguieron disfrazarse, como si fueran mi dolor particular o una palabra que solamente puede traducirse en mi cuerpo, y no tengo la más mínima idea de lo que quedará de mí después de la destrucción y de esta borradura.

Kan-ya-ma-kan, había una vez, en realidad aún existen, aldeas despertando a ambos lados de un angosto camino, y princesas de antaño, vestidas con ricos trajes bordados, que salían al atardecer a recoger boñigas y prepararlas para encender sus tabuni, sus antiguos hornos de leña, y el humo empezaba a ondular, y también campos todavía completamente en la penumbra; pero que en unos minutos, a la salida del sol, arderán en enormes llamas.

Como las aldeas italianas. Quizá por eso me atraen estos lugares. Quizá por eso siento añoranza de mí mismo; esto es como mi Santa Anarella despertando de otra noche de terremoto; también aquí los olivos palpitan por la mañana, bostezan desde las cavidades de sus raíces, y el color de sus hojas es azul grisáceo. Allí la catástrofe fue corta y rápida. Aquí hace ya cinco años que dura, adormecida. Aquí —como dice Avner— el tiempo se ha infiltrado entre los poros de la injusticia, es como un veneno que paraliza el cuerpo y descompone las células grises. Lo ha dicho Avner.

Mira, un asno. ¡Hola, asno! Eres solo un borriquillo. ¿No te han dicho que tienes que tener miedo de los coches, que tienes que apartarte cuando veas venir un coche? Bien. Esperaré a que te muevas. ¿Te han atado las patas? ¡Ah..., veo que te intereso! ¿No? Entonces, ¿por qué me miras así? Tu peque ña crin está empapada de rocío. Vete a casa y tu madre te la la merá. Yo tengo prisa. No, no. No te muevas. No vas a poder con las patas atadas. Te rodearé con cuidado. ¡Qué bien que hayas pasado para embellecer mi historia! Ay, borriquillo, acabo de ver a tu hermano muerto, pudriéndose y descomponiéndose en el camino, en la barriada de Saadia, así que me re sulta un poco difícil estar frente a ti haciéndote muecas mientras puedo ver tu interior. Perdóname, de verdad, parece que algo se me ha alterado. No siempre supe que también es necesario observar el otro lado de las cosas.

¿Adónde voy? Jilmi es solo un kan-ya-ma-kan, solo una fantasía que inventa fantasías. ¿Cómo puedo creer en sus desatinos? ¡Por favor, son fantasías de un loco! Estas historias sobre Darío, su liberador y benefactor, o la del cazador que dibujaba leones en la arena, o incluso la del hijo muerto de Jilmi, Yazdi, un pobre idiota, también él es una fantasía incomprensible.

Todo es incomprensible. Shosh dijo que lo que nosotros somos capaces de comprender, los hechos que nos son conocidos, son como los más primitivos animales de un rebaño imaginario. Ella lo llama «ley darwinista del conocimiento». Así se protegen los otros animales del rebaño del contacto mortal con nuestra inteligencia, y nosotros —como ella me explicó— tenemos la obligación de quedarnos con los peores alimentos y sin el placer de la caza.

Sucedió en un viaje que hicimos al extranjero, cuando ella empezó a hablar de la caza puliendo conceptos, sin que yo entendiera nada de lo que me decía. ¿Por qué mencionaba la caza, si ambos somos —éramos— granjeros, al menos así nos lo prometimos siempre, uno al lado del otro, felices con una sopa de patatas y con una colcha de matrimonio bordada? ¿Cómo nos convertimos en cazadores? ¿A quién debíamos cazar?

Kan-ya-ma-kan, la muerte está terriblemente cerca. Murieron el Yazdi de Jilmi, el asno en el camino y el hijo de Shosh. Todos son como cerillas ya utilizadas, pero si las juntáramos se convertirían en una llama, y con su luz podría saber quién soy y qué me sucedió. Hace tres días puse en marcha el magnetófono que estaba sobre la mesa de Shosh y la escuché diciéndole al chico: Mordi, no sabes ni lo que eres ni lo que hay en tu

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