Tratado de las pasiones del alma

António Lobo Antunes

Fragmento

La familia del Juez de Instrucción vivía al otro lado de la plaza de la feria (que visitada años después era mucho más pequeña de lo que de niño le parecía), más allá de los cipreses del colegio y de la casa del médico amparada por sombras y alhelíes, en la parte de la villa que creció, frente a las nieblas del Caramulo, en callejuelas más estrechas todavía, ahogando las ruinas de la sinagoga en un laberinto de pajares. Los inviernos lluviosos traían a la noche el paso menudo de los lobos de la sierra, de párpados angustiados de eremita, que olisqueaban vacilantes orines de cordero en los fragmentos de la muralla y en los arcos torcidos de los corrales. En el apartamento de Miratejo o en el gabinete de la Policía Judicial, interrogando a un preso, el Juez se acordaba a veces de las puertas cerradas de enero, de los pabilos de aceite que acrecían el volumen de la miseria y de las santas de escayola, de ver en los callejones veloz el viento arrastrando hojas, pedazos de papel, pinochas, desperdicios, nadie, y de pronto el loco de barba desmesurada subiendo la travesía, descalzo, arrimado a los alabeos de las paredes, con su bastón de peregrino y sus harapos de náufrago, parándose a gritar al temporal en las esquinas desiertas:

9

–Yo soy Don Juan, emperador de todos los reinos del mundo.

–Haga el favor de sentarse aquí, señor juez, en esta silla.

El Juez de Instrucción tocó con la punta de las nalgas el vértice del sillón que el Secretario de Estado le ofrecía, encima del Cais das Colunas, de la fatiga de los acordeones de los ciegos y del cangilón de los barcos de Cacilhas, y era la época de las vendimias ahora, las mujeres, de negro bajo la crudeza del sol, transportaban los cestos a los barriles que los bueyes llevaban al lagar, el patrón, con sombrero de paja, gesticulaba órdenes desde los bancales, y el loco surgía a grandes pasos, con la manta al hombro, de los gallineros vacíos, señalando con el dedo convulso la miseria de la villa, las cabras que pastaban guijarros, el vaho de talla de los ángeles de la capilla y el humo del tren de la Guarda en la linde del valle, tras los olivos del ingeniero que iban disminuyendo a la distancia:

–Yo soy Don Juan, emperador de todos los reinos del mundo.

El Secretario de Estado, valsando en sus zapatitos de charol con la extraña levedad de los gordos, se acercó a las botellas y a las copas de un aparatoso bar de cristales violetas engastado en un armario de códigos:

–El médico recurrió al pretexto del hígado para ponerme a dieta de hojas tiernas y agua mineral. ¿Quiere una? –preguntó él encogiendo el cuello resignado al Juez de Instrucción que se negó con una mueca difícil porque el whisky lo ofrece a las visitas importantes, pensó el Ilustrísimo perdido en una sala enorme, de techos altos con azafates de estuco roto en los ángulos, muebles taraceados, cortinas solemnes, una lámpara, ya torcida, despegándose: apuesto a que no le faltan puros de Venezuela ni cuchillos de plata de cortar papel. El

idiota tratándose a cuerpo de rey y yo que me las arregle en un cuartucho minúsculo, lidiando con carteristas de tres al cuarto y navajazos de chulos caboverdianos en Intendente.

Los lobos, con el lomo erizado por la lluvia, surgían en manadas de siete u ocho bolineando por las negruras del pinar de Zé Rebelo, daban un giro lento en la era midiendo el pavor de los animales encerrados y el sobresalto de los perros, escrutaban el granero del mudo y el alambre de los palomares, y desaparecían al trote, cabizbajos, en una mata de zarzas, esquivando al loco que soltaba discursos en los escalones de la picota, repitiendo sus títulos en la bruma. Roncaba en las zanjas y comía de las limosnas aunque la feligresía entera fuese suya, con sus áridos campos de patatas y cebollas y los fantasmas de los caserones abandonados, en cuyos vestíbulos desfallecían las fogatas de los gitanos. Los vagabundos preferían el convento en ruinas, con mártires desvaídos en las hornacinas de los altares, y elegían para dormir los túmulos de las infantas con trenzas y escarpines picudos esculpidas en las faces de la caliza, con hierba que les crecía, libre, en los agujeros de las orejas. Antes de tumbarse en un sofá floreado el Secretario de Estado puso una carpeta de cartón y un vaso de gaseosa en una mesita de mimbre que tenía encima un jarrón con flores de tela:

–Soy incapaz de discutir de cosas serias sin un mínimo de comodidad
y el Juez de Instrucción imaginó al abstemio en una vivienda del Restelo frente al río y a sus asmas de desaguadero, una casa con porche, palmeras enanas, antepasados de anticuario y leones de basalto en el pórtico, sin la densa respiración de las mulas de mi infancia en la planta baja justo debajo de mi cuarto, que calentaban la tarima con los belfos ardiendo. Claro que no viajó a Lisboa a los nueve años, como yo, al mando del patrón,

no el joven, de bigotitos, que llegaba a Nelas en agosto, uniformado, en un automóvil descapotable repleto de bolsas y maletas, y pasaba el verano en la Urgeiriça jugando al tenis con los ingleses del tungsteno, sino el tío, que vivía en la Beira el año entero quejándose de la helada, quejándose de los tordos de la huerta, quejándose de la vesícula, quejándose de la artrosis, que entraba de mañana por el anís después del café y las tostadas, y se quedaba quieto horas y horas, acodado en el mantel de hule, mirando el níspero del patio con una melancolía feroz. El Secretario de Estado, con gafas sujetas a una cadena sobre la nariz, subrayaba con lápiz rojo un informe obeso:

–Tengo aquí, en su currículum, una documentación que no se acaba nunca –le dijo al Juez balanceando el vaso entre los dedos y observando el aluvión de burbujas que subía del fondo–. En el Ministerio tienen muy buen concepto de usted, los resultados de las inspecciones son excelentes y ninguno de nosotros desea, Dios me libre, que su reputación sufra la menor mella. Hay muchísimo que esperar de magistrados como el señor juez y puede usted creer que el Consejo, donde no son todos tontos, se ha dado cuenta de ello: por ejemplo, mire, esta misma semana, en una recepción aburridísima en la Embajada Argentina, un juez de cámara me aseguró que, en los tiempos que corren, con media docena de muchachos así, iríamos lejos.

–Al final siempre acepto su agua –dijo el Juez de Instrucción pensando Qué conversación más tonta, y en ese momento le vino a la mente el patrón viejo tambaleándose en el pomar con un puro entre los dientes, mezclando el azúcar del anís con el olor de los cerezos. Vivía a cinco minutos de la estación en un edificio murmurador y oscuro, con veranda en semicírculo, en el cual los resplandores de lata de los santos de oratorio centelleaban en los anaqueles de los rellanos. Le vino a la mente el pa

trón viejo, ya instalado en el mantel de hule, con la miosotis de la copa de licor titilando en la palma, que les enviara, a las seis de la madrugada de un domingo de feria, a la criada con quien dormía sin vergüenza, hace veinte o treinta años, en la cama adamascada de los abuelos, y que les desembarcó en la puerta antes del estruendo de los morteros y de la filarmónica de Mortágua, tocando pasodobles heroicos en un tinglado. Del lado de la Serra da Estrela comenzaba a clarear, y se percibían las luces de los pueblos, heladas y fijas, en los recodos de los montes. La tísica tosía en el sótano vecino, palangana de esmalte en las rodillas y un pañuelo de alcanfor apretado en la boca.

–¿Lo mismo que yo? –se alegró el Secretario de Estado garrapateando cruces en un bloc–. Ahora bien, el Gobierno sabe, y no interesa la fuente,

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