Una familia normal

Mattias Edvardsson

Fragmento

Capítulo 1

1

Éramos una familia normal y corriente. Teníamos trabajos interesantes y bien remunerados, un nutrido círculo de amistades y una vida social activa, con espacio para el deporte y la cultura. Los viernes pedíamos comida a domicilio, cenábamos mientras veíamos «Factor X» y nos quedábamos dormidos en el sofá antes de que terminaran las votaciones. Los sábados salíamos a comer por la ciudad o a algún centro comercial. Íbamos a ver el balonmano o al cine, o quedábamos con amigos para disfrutar de una buena botella de vino. Por las noches nos dormíamos bien pegaditos. Los domingos salíamos a pasear por el bosque o íbamos a algún museo, hablábamos un buen rato con nuestros padres por teléfono, o nos arrellanábamos en el sofá cada uno con su novela. Muchas tardes de domingo acababan con los dos sentados en la cama entre papeles, carpetas y ordenadores para preparar la semana laboral que teníamos por delante. Los lunes por la tarde mi mujer iba a yoga y los jueves yo jugaba a unihockey. Teníamos una hipoteca que íbamos amortizando diligentemente, reciclábamos, poníamos el intermitente y respetábamos los límites de velocidad, y siempre devolvíamos a tiempo los libros que cogíamos prestados de la biblioteca.

Este año las vacaciones las hicimos tarde, desde principios de julio hasta mediados de agosto. Tras varios veranos de ensueño viajando por Italia, los últimos años decidimos postergar nuestras escapadas al extranjero a la temporada de invierno, y así dedicar el verano a desconectar tranquilamente en casa y hacer pequeñas excursiones por la costa para visitar a familiares y amigos. Esta vez incluso alquilamos una cabaña en Orust.

Stella trabajó en H&M todo el verano. Estaba ahorrando dinero para irse en invierno a viajar por Asia. Yo aún no he perdido la esperanza de que termine haciéndolo.

Se podría decir que este verano Ulrika y yo nos hemos redescubierto el uno al otro. Ya sé que suena a cliché, que roza lo ridículo, incluso. Nadie se cree que te puedas volver a enamorar de tu mujer después de veinte años de matrimonio. Como si los años con críos en casa sólo hubiesen sido un paréntesis en nuestra historia de amor. Como si esto fuera lo que habíamos estado esperando. Al menos así es como lo siento.

Los hijos son un trabajo de jornada completa. Primero son bebés y esperas que se hagan autónomos, te preocupa que se atraganten o se caigan de morros, luego llegan los años de parvulario y te preocupas porque ya no los tienes cerca, que vayan a caerse de un columpio o que el siguiente control pediátrico no vaya bien. Luego empiezan el colegio y te preocupa que no vayan a seguir el ritmo de la clase o que no hagan amigos. Toca hacer deberes y montar a caballo, jugar al balonmano e ir a fiestas de pijama. Empiezan el instituto y aparecen más amigos, fiestas y conflictos, charlas con el tutor y hacer de taxista. Te preocupan las borracheras y las drogas, que se junten con malas compañías. Los años de la adolescencia pasan como una telenovela, a ciento noventa kilómetros por hora. Hasta que, de repente, te ves con una hija adulta y te crees que ya no vas a tener que preocuparte más.

Este verano habíamos logrado pasar al menos varios períodos prolongados sin preocuparnos por Stella. Creo que nunca habíamos disfrutado de tanta armonía en nuestra familia. Luego todo cambió.

Un viernes a finales de verano, Stella cumplía diecinueve años y esa noche yo había reservado mesa en nuestro restaurante favorito. Siempre hemos tenido debilidad por Italia y su cocina, y hay un pequeño garito en el barrio de Väster donde sirven unos platos de pasta y unas pizzas celestiales. Me moría de ganas de disfrutar de una velada tranquila en familia.

Una tavola per tre —le dije a la camarera de ojos de corzo y con un piercing en la nariz—. Adam Sandell. Tenía una mesa reservada para las ocho.

La chica miró angustiada a su alrededor.

—Un momento —dijo, y se alejó por el local, que estaba repleto.

Ulrika y Stella se volvieron hacia mí mientras la camarera discutía con sus compañeros entre aspavientos y malas caras.

Por lo visto, la persona que había tomado nota de la reserva la había apuntado en la hoja correspondiente al jueves.

—Pensábamos que veníais ayer —explicó la camarera, y se rascó la nuca con el bolígrafo—. Pero lo solucionaremos. Dadnos cinco minutos.

Unos comensales tuvieron que levantarse para que el personal pudiera instalar una mesa nueva en el salón. Ulrika, Stella y yo estábamos de pie en mitad del restaurante tratando de hacer como que no nos enterábamos de las miradas de irritación que nos caían por todos los flancos. Casi me entraron ganas de decir algo, de explicarles que no éramos nosotros sino el restaurante quien se había equivocado.

Cuando nuestra mesa por fin estuvo puesta me sumergí rápidamente en la carta.

—Lo sentimos mucho, mucho —aseguró un hombre canoso que debía de ser el dueño—. Os lo compensaremos, sin duda. Dejad que os invitemos al postre.

—No pasa nada —le aseguré—: somos humanos.

La camarera garabateó nuestras bebidas.

—¿Una copa de tinto? —dijo Stella.

Me miró como pidiendo permiso y yo miré a Ulrika.

—Es un día especial —señaló mi mujer.

Así que le dije que sí a la camarera.

—Una copa de vino tinto para la cumpleañera.

Cuando terminamos de cenar, Ulrika le pasó a Stella un sobre con un estampado de Josef Frank.

—¿Un mapa?

Esbocé una sonrisita picarona ante la idea que habíamos tenido.

Acompañamos a Stella a la calle y doblamos la esquina. Por la tarde, yo me había escapado un momento para dejarle allí su regalo.

—Pero, papá, os dije... ¡Es demasiado cara!

Se llevó las manos a las mejillas y abrió la boca del todo.

Era una Vespa Piaggio de color rosa. La habíamos estado mirando por internet hacía unas semanas y era cara, sin duda, pero al final había logrado convencer a Ulrika para que se la compráramos.

Stella negó con la cabeza y soltó un suspiro.

—¿Por qué nunca me haces caso, papá?

Levanté una mano y sonreí.

—Basta con que me des las gracias.

Sabía que Stella quería dinero más que ninguna otra cosa, pero me parecía un regalo de cumpleaños muy aburrido. Con la Vespa podría bajar rápidamente al centro sin dificultades, o ir al trabajo o a casa de sus amigas. En Italia todos los adolescentes van en Vespa.

Stella se nos echó a los brazos y nos dio las gracias varias veces antes de volver al restaurante, pero no pude dejar de sentir cierta decepción.

La camarera nos trajo los tiramisús como compensación y los tres coincidimos en que en realidad no nos cabía nada más. Pero nos los comimos igualmente.

Con el café me tomé un limoncello.

—Creo que voy a ir tirando —dijo Stella, y se revol

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos