Los diarios del viagra

Barbara Rose Brooker

Fragmento

1

La noche estrellada de Van Gogh me deja alucinada. Es increíble: remolinos de estrellas, emociones desbocadas, colores vibrantes. Y es que no hay nada como el arte.

Bueno, me llamo Anny Applebaum. Tengo sesenta y cinco años y escribo una columna en el San Francisco Times sobre estilo de vida destinada a las personas mayores. Estoy en el Museo de Arte Contemporáneo de San Francisco, tomando notas para mi siguiente artículo. Normalmente escribo sobre restaurantes, gimnasios, acontecimientos sociales y cosas parecidas, y espero que una columna sobre arte sea más motivadora.

Se está haciendo tarde, así que bajo a toda prisa la escalera hasta el enorme vestíbulo de mármol donde están las impresionantes esculturas móviles de Calder y salgo a la calle. Llueve a mares; como he perdido el paraguas echo a correr, intentando no caerme con mis botas de cuero con tacón de diez centímetros. Es la hora punta y la gente se precipita hacia los tranvías con los paraguas abiertos. Dios mío, qué bonito es San Francisco, con las colinas que rodean la bahía. Soy de aquí, y nunca me canso de la ciudad. Es como vivir en una de esas bolas de cristal que se agitan.

Empapada, voy hacia Union Square, pegada a los edificios, pensando en coger el siguiente autobús para volver a casa, pero se pone a llover con más fuerza y los relámpagos rayan el cielo. Decido meterme en una cafetería hasta que pase la tormenta.

El local es pequeño y acogedor. Hay unas cuantas personas sentadas a las mesas, con sus portátiles. Me quito el abrigo y el sombrero, los sacudo para que caigan las gotas de lluvia y me acomodo al lado de la ventana. Pido un café, pensando en escribir unas notas para mi siguiente artículo, y en ese momento suena el móvil. Es Monica, la directora de mi periódico. Llevo cinco años escribiendo la columna y raramente me llama, así que sé que tiene que ser algo importante.

—¡Hola! —digo con entusiasmo.

—Malas noticias —replica Monica cortante, sin dejarme añadir nada. Está hablando por un manos libres, y me la imagino fumando un cigarrillo—. Las ventas del periódico están bajando a lo bestia.

—La columna de mañana será estupenda —me apresuro a decirle en el tono más convincente de que soy capaz—. Estoy escribiendo sobre Van Gogh, y explico que el museo es un sitio donde los mayores...

—Nuestros mayores llevan pañales, Anny. No tienen ni idea de quién es Van Gogh. No hay mercado para los ancianos. A no ser que encuentres otro enfoque, algo polémico, tendré que suprimir la columna —dice Monica en su tono cortante.

—Los mayores me escriben diciéndome que están cansados de que los clasifiquen y los discriminen por la edad y esas cosas —replico, intentando disimular que me siento molesta.

—Si el San Francisco Times no gana dinero, de nada vale que tenga seguidores —me espeta Monica—. De nada. No puedo publicar «Los mayores y la política». Casi siempre hablas de tu postura antibelicista y de lo mal que anda el mundo.

—Solo he dicho que pensaba que la guerra de Irak fue inútil y que los mayores deberían intervenir y protestar.

—No eres Christiane Amanpour. Si quisiéramos un comentarista político, contrataríamos a uno. Ya te he avisado de que tienes que moderar tus opiniones. ¡Has acusado a Asilo Feliz de mantener a la gente en condiciones terribles! Me ha llamado la propietaria del periódico. Y es una imbécil.

Me muerdo la lengua, tragándome la necesidad de decir a Monica que yo también soy mayor y que no me gusta cómo habla de los mayores, pero me digo que no debo quemar mis naves.

—Detesto la etiqueta de tercera edad. Detesto todas las etiquetas: gay, hetero, ciudadano de la tercera edad —razono en el tono más calmado que puedo—. Tengo sesenta y cinco años, pero no soy una anciana. Soy una persona. En cuanto cumples los cincuenta, si no eres una de esas amas de casa ñoñas y ricas, te relegan a la ayuda a domicilio. Me gustaría escribir sobre la discriminación por razón de edad. Eso es polémico.

—Mira, chica, la gente no quiere leer nada sobre hacerse viejo, y a nuestros lectores no les interesan las personas de la tercera edad que actúan como John Travolta en Fiebre del sábado noche. La mayoría de nuestros mayores llevan pañales y se recuperan de una apoplejía. Como no se te ocurra algo polémico y de actualidad, tendré que despedirte.

—Claro, claro. No te lo tomes a mal, Monica, pero tú tienes treinta y ocho años y no te discriminan por tu edad. En fin, ya se me ocurrirá algo.

—Oye, Anny, yo creo en ti. Hace casi seis años que trabajamos juntas. Me caes bien, pero obedezco órdenes de Bunny Silverman, que se cree que esto es el New York Times. Así que presenta algo que produzca una reacción enorme. Tengo que dejarte.

Después de colgar me entra el pánico y me tiembla todo el cuerpo. Ojalá tuviera una bolsa de papel. Cuando me pongo nerviosa soplo en una bolsa de papel. Me aprieto una servilleta contra la boca. Dios mío, por favor, no puedo perder esta columna. Necesito el dinero. Tal y como están las cosas, y a pesar de la Seguridad Social y Medicare y de que de vez en cuando vendo un cuadro, apenas gano lo suficiente. Y aquí me tienen: una columnista de sesenta y cinco años, divorciada y sin dinero que duerme en un sofá cama. Pero quiero fama, fortuna y amor eterno. Lo quiero todo. Y estoy harta de que todo el mundo me diga que soy demasiado vieja. La edad no tiene nada que ver con los sueños.

Desde que tengo uso de razón siempre he querido escribir, incluso me imaginaba ser una periodista famosa como Diane Sawyer, en algún país dejado de la mano de Dios, en medio de la lluvia, con el pelo chorreando, mientras el mundo se venía abajo y yo volvía corriendo a la redacción para escribir sobre eso. A veces es duro reconocer que ha pasado mucho tiempo y que no ha ocurrido nada importante.

Pido más café y me pongo a observar los tranvías que suben penosamente las colinas, recordando los años en que escribí una novela, que guardé en un cajón cuando me casé, y después me acuerdo de cuando tenía treinta y tantos años e iba a la Escuela de Posgrado para hacer el máster en escritura creativa. Tras el divorcio, escribí artículos para periódicos sin importancia sobre gente de la alta sociedad y reseñas de restaurantes y de inmuebles. Me iba fatal hasta que hace cinco años le entré a Monica; irrumpí en su despacho con varias listas de ideas sobre los mayores, y al final me dijo: «Vale. Te contrato. Me gustan tus ideas».

Mientras observo cómo se deslizan las gotas de lluvia por las ventanas recuerdo el día en que Donald me dijo que quería divorciarse. Yo había encontrado Viagra en uno de sus bolsillos, y cuando le interrogué, reconoció que se acostaba con Conchita, nuestra asistenta de veinte años, y me pidió el divorcio. Para colmo, se declaró insolvente. Conseguí una pequeña asignación y me mudé al apartamento de San Francisco en el que

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