Tú no matarás

Julia Navarro

Fragmento

cap-1

Agradecimientos

Mi gratitud a todos los que hacen posible que las historias se conviertan en libros.

A mis editores y, en especial, a Virginia Fernández.

También a los libreros y a los lectores que me han acompañado hasta hoy.

A Lola Travesedo, una vez más, por ayudarme a comprender el laberinto de la mente.

Y a Fermín y Álex, por estar siempre cerca.

Durante la escritura de este libro he tenido dos compañeros inseparables: la guía de Alejandría de E. M. Forster y mi querido Argos.

 

Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca,

pide que tu camino sea largo,

rico en experiencias, en conocimiento.

A Lestrigones y a Cíclopes

o al airado Poseidón nunca temas,

no hallarás tales seres en tu ruta

si alto es tu pensamiento y limpia

la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.

A Lestrigones ni a Cíclopes,

ni al fiero Poseidón hallarás nunca,

si no los llevas dentro de tu alma,

si no es tu alma quien ante ti los pone.

CONSTANTINO CAVAFIS, «ÍTACA»

cap-2

imagen

cap-3

1

Madrid, mayo de 1941

El sonido de las campanas sofocaba las voces que llegaban desde la arboleda. Reconoció su voz. Sí, estaba seguro. Era la del americano. ¿Con quién estaba? Sin duda con alguna mujer: a aquella hora y en aquel lugar y después de un buen rato de fiesta…, como en otras ocasiones él mismo se había refugiado bajo los árboles buscando intimidad para poder deslizar la mano sobre el cuerpo de alguna muchacha. Esta vez no. Ahora buscaba la soledad para vomitar. Había bebido demasiado. Le costaba caminar y el vino le subía desde el estómago hasta la boca presionando para ser expulsado.

Se recostó en un árbol. Estaba demasiado mareado para seguir caminando y se dejó caer. Escuchó al americano hablar más alto de lo normal y le pareció ver a alguien ocultándose entre los árboles cercanos.

La cabeza le daba vueltas. Vació el estómago y creyó sentirse mejor así, de manera que se puso de nuevo en pie y se aproximó cauteloso. No quería resultar indiscreto.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

—¿Fernando? —respondió una voz.

El tono apremiante le alarmó. Se acercó tambaleándose y encendió una cerilla que rasgó las sombras de aquel rincón sombrío.

El americano sujetaba entre sus brazos el cuerpo de Catalina. Con una mano le sostenía la cabeza y con la otra le estiraba de la falda intentando tapar sus piernas desnudas.

Ella estaba diciendo algo, pero no alcanzaba a entender sus palabras. Se sujetó al tronco de un árbol observando con atención la escena. Sí, el americano tenía entre sus brazos a Catalina; junto a ellos, en el suelo, las medias…

—¿Qué le has hecho? —preguntó Fernando alarmado.

—Nada…

Se agachó y encendió otra cerilla que iluminó el rostro de la joven. Un moratón le desfiguraba el pómulo izquierdo, tenía la blusa desgarrada y la falda estaba sucia de barro.

—¡Dios Santo! Pero ¿qué le has hecho?

—Nada, no te preocupes, creo que está bien… —contestó mientras le acariciaba el rostro.

Ella abrió los ojos y los volvió a cerrar. Alcanzó a ver una sonrisa en sus labios mezclada con una mueca de dolor. No entendía nada o… sí; empezó a despejarse recordando que había bebido tanto precisamente por culpa de ella.

Habían ido juntos hasta la Pradera de San Isidro, allí se encontraron con los amigos del barrio. Antoñito cumplía años y los había invitado a celebrarlo aprovechando que en aquellos días de mayo se había instalado un soplo de primavera. El padre de Antoñito, don Antonio, era estraperlista. Tenía una tienda de ultramarinos en la que durante la guerra se había podido encontrar algo de comer. Ahora presumía de sus buenas relaciones con los vencedores y por eso Antoñito les había prometido llevar unas cuantas botellas de vino para celebrar sus veinticuatro años. ¿De dónde habría sacado aquellas ristras de chorizo? ¿Y el vino? No es que fuera muy bueno, pero servía para divertirse y olvidarse de la guerra. Ningún joven del barrio se había atrevido a rechazar la invitación. No había familia que no tuviera deudas con la tienda de don Antonio salvo la de Pablo Gómez. Su padre, Pedro Gómez, era funcionario del Ministerio de Hacienda. Antoñito y Pablo decían ser amigos, aunque en realidad no dejaban de rivalizar por cualquier cosa, pero sobre todo por Catalina.

Pensó que no tenía que haber ido; no tenía derecho a divertirse mientras su padre estaba en la cárcel, pero no había tenido valor para decirle a Catalina que no la acompañaría. Quería estar con ella y, además, temía que algún otro se la quitara. Sabía que Pablo y Antoñito estaban al acecho.

Alguien le había dado un vaso de vino; ella al principio se había resistido a beber, pero el atardecer era cálido e invitaba a dejarse llevar. La vio beber dos o tres vasos de vino que la transformaron en otra mujer. Bailó con él y sintió su cuerpo pegarse al suyo, pero después bailó con otros con la misma intimidad.

Sobre todo con el americano. Sí. En realidad, Catalina le había suplicado que la acompañara a la Pradera porque le gustaba el americano. Se lo había dicho tiempo atrás. Y ahora estaba allí, tendida sobre la hierba, borracha, sin medias, con la falda subida dejando sus muslos al descubierto mientras el americano intentaba incorporarla.

—Ayúdame —le pidió el americano.

—¿A qué? Dejadme en paz…

Escuchó la voz de Catalina. Hablaba con dificultad, o eso le pareció.

—Marvin…, no me dejes… me duele mucho… —susurró.

—No te preocupes, no te voy a dejar… pero tienes que hacer un esfuerzo y levantarte… Te llevaré a casa… Fernando, ¿por qué no quieres ayudarme?

No, no quería ayudarle. En realidad, a él también le costaba moverse. Sintió una oleada de rabia. ¿Cómo habían podido hacer lo que habían hecho? Siempre había tenido a Catalina por una chica formal, hasta esa noche no había permitido que nadie se sobrepasara con ella; sabía poner a los chicos en su sitio, incluso a él, pese a que se conocían desde que eran unos críos.

Pero allí estaba medio desnuda en brazos del americano. Era eviden

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos