Ecos del corazón

Maeve Binchy

Fragmento

Ecos1

PRIMERA PARTE

 

1950 - 1952

 

A veces la llamaban Brigid’s Cave, la cueva del eco, y si se hacían las preguntas gritando lo bastante alto en la dirección correcta, se recibía una respuesta en lugar de un eco. Durante el verano siempre había chicas haciendo preguntas a gritos, chicas que habían ido a pasar el verano a Castlebay. Chicas que querían saber si pescarían novio o si Gerry Doyle las miraría aquel verano. Clare creía que era una tontería contar los secretos a la cueva. Sobre todo porque había gente como su hermana Chrissie y su grupo que escuchaban las cosas íntimas que se preguntaban, y luego se reían y se lo contaban a todo el mundo. Clare afirmaba que, por desesperada que estuviera, nunca le preguntaría nada al eco, porque entonces dejaría de ser un secreto. Pero sí acudió a la cueva para preguntar por el premio de historia. Eso era distinto.

Era distinto porque era invierno y en invierno, en Castlebay, apenas había nadie aparte de ellos; y era distinto porque no tenía nada que ver con el amor. Además, era agradable volver del colegio por el camino del acantilado: no era necesario hablar con todos los de la ciudad y se podía mirar el mar. Y si bajaba por aquel sendero tortuoso, lleno de carteles de peligro, podría entrar en la cueva, hacer una pregunta rápida, ir por la playa, subir la escalera y estar en casa en el mismo tiempo que tardaría si cruzara la ciudad y se entretuviera hablando con unos y con otros. En invierno apenas había trabajo, así que la gente le hacía señas a uno para que entrara en las tiendas y le daba una galleta o le pedía que le hiciera un recado. Tardaría lo mismo si iba por la cueva del eco y la playa.

Como había hecho un tiempo seco, los tramos peligrosos no lo eran tanto. Clare se deslizó con facilidad por el acantilado hasta la arena. Esta estaba dura y firme; no hacía mucho que la marea se había retirado. La boca de la cueva era negra y daba un poco de miedo. Pero Clare se irguió; en verano también era oscura y daba miedo y, sin embargo, la gente entraba. Se colgó la mochila del colegio a la espalda a fin de tener ambas manos libres para guiarse y, una vez que se acostumbró a la penumbra, no le costó ver la pequeña cresta donde uno debía permanecer de pie.

Clare respiró hondo.

—¿Ganaré el premio de historia? —gritó.

—Ia, ia, ia, ia —contestó el eco.

—Dice que sí —respondió alguien a su lado. Clare se sobresaltó. Era David Power.

—No deberías escuchar lo que preguntan los demás; es como escuchar una confesión —dijo Clare, irritada.

—Creí que me habías visto —contestó David con sencillez—. No me escondía.

—¿Cómo querías que te viera, si he entrado deslumbrada y tú estabas metido aquí dentro? —Estaba indignada.

—No es una cueva particular, no es obligatorio gritar ¡«cueva ocupada»! —replicó David alzando la voz.

—Pada, pada, pada, pada —contestó la gruta.

Los dos se echaron a reír.

En realidad, David Power era un chico agradable; tenía la misma edad que su hermano Ned: quince años. Habían ido juntos al parvulario, y recordaba a Ned explicándoselo con orgullo a alguien, deseoso de poder contar alguna experiencia vivida con el hijo del médico.

Cuando volvía del colegio, David llevaba siempre traje y corbata, no solo los domingos cuando iba a misa. Era alto y pecoso. Tenía el cabello rebelde y solía ponérsele de punta en todas direcciones, y un mechón le caía sobre la frente. Su sonrisa era agradable y siempre parecía dispuesto a charlar, pero algo lo obligaba a marcharse. A veces se ponía una americana con una insignia en el bolsillo, y le quedaba muy bien. Tenía la costumbre de fruncir la nariz y de decirle a la gente que aquella americana solo quedaba bien cuando no se veían ciento ochenta iguales cada día en el colegio. Llevaba más de un año en un internado, pero aquellos días estaba cerrado debido a una epidemia de escarlatina. Solo las chicas Dillon, del hotel, iban a un internado, y, por supuesto las West y las Green, pero ellas eran protestantes y no tenían más remedio que estar internas en un colegio, porque no había nadie más que lo fuera.

—En realidad, no creía que me contestara. Solo lo he probado en broma —dijo Clare.

—Sí. Una vez yo también lo probé en broma —confesó él.

—¿Y qué le preguntaste en broma? —quiso saber ella.

—Ya no me acuerdo —contestó David.

—¡Esto no es justo! Tú has oído lo que yo he preguntado.

—No, no lo he oído. Solo he oído que la cueva contestaba ¡«ia, ia, ia»! —Lo dijo gritando, y la caverna lo repitió una y otra vez.

Clare quedó satisfecha.

—Bueno, será mejor que me vaya. Tengo que hacer los deberes. Supongo que hace semanas que tú no tienes que hacer deberes. —Había envidia y curiosidad en su voz.

—¡Claro que tengo que hacer deberes! La señorita O’Hara viene todos los días a darme clases. Debe de estar a punto de llegar.

Salieron a la arena húmeda y compacta.

—Clases particulares con la señorita O’Hara, ¡qué fantástico!

—Lo es. Explica muy bien las cosas, ¿verdad? Es decir, para ser mujer.

—Sí, bueno, a nosotras solo nos dan clase mujeres, maestras y monjas —explicó Clare.

—Lo olvidaba —dijo David con comprensión—. Pero a pesar de todo es fantástica, y es fácil hablar con ella, es como una persona de verdad.

Clare estuvo de acuerdo. Subieron juntos la escalera de la playa. Para David habría sido más rápido subir por el sendero de los carteles de peligro, ya que llegaba casi hasta el jardín de su casa, pero dijo que de todos modos quería comprar unos caramelos en la tienda de Clare. Cada uno le contó al otro cosas que no sabía. David le contó que habían fumigado los «sanitarios» después de que dos alumnos padecieran escarlatina; pero ella imaginó en todo momento que hablaba del gran sanatorio de la colina, adonde iba la gente cuando tenía tuberculosis. Clare le contó una larga y complicada anécdota en la que la madre Immaculata había pedido a una de las chicas que dejara los cuadernos en un sitio, y la chica entendió mal y, sin querer, entró en la parte del convento donde vivían las monjas. David no lo comprendía, pues no sabía que jamás, so pena de sufrir cosas terribles, se podía entrar en la parte del convento donde vivían las monjas. En realidad a ninguno de los dos le interesaba, pero charlaron con naturalidad y les resultó un cambio agradable porque Castlebay estaba lleno de tensiones. David entró en la tienda y, como no había nadie despachando, Clare se quitó la chaqueta, la colgó en una percha y bajó el bote de los caramelos. Contó los seis que por un penique él le había pedido y, antes de tapar el bote, le ofreció uno de regalo y cogió otro para ella.

David la miró con envidia. Debía de ser fantástico eso de poder subirse a una silla en una tienda, bajar un bote y poder ofrecerle algo gratis a un cliente. Durante el camino hacia su casa, David suspiró. Le habría gustado vivir en una tienda como la de Clare O’Brien, le habría gustado tener hermanos y hermanas, ir a buscar leche con una jarra cuando ordeñaban las vacas o recoger algas marinas para ve

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