El salto del tigre

Victoria Holt

Fragmento

DENTON SQUARE

Al mirar hacia atrás rememorando la serie de acontecimientos que me trajeron a aquella casa llena de amenazante misterio, siniestras arenas movedizas y perturbadores ecos, donde era necesario estar siempre alerta contra latentes peligros, me detengo un momento para maravillarme de la ingenuidad e inexperiencia de mi juventud y de que, siendo aun todavía una muchachuela en aquella otra casa, una casa convenientemente situada cerca de los teatros, nunca se me ocurriese reflexionar sobre el insólito estilo de vida que me rodeó desde el mismo instante de mi nacimiento.

Recuerdo cómo al anochecer esperaba la llegada del farolero para verle encender, desde mi ventana, las farolas de la plaza, y cómo me despertaban cada mañana los ruidos de la calle, el clop clop de los cascos de los caballos sobre el empedrado, la súbita risa de una sirvienta que bromeaba con el lechero mientras este llenaba las jarras, el barrido de los escalones de la puerta de entrada y el pulimento del latón, cosas que debían hacerse discreta y silenciosamente para que los señores pudiesen creer —suponiendo que llegaran a pensar alguna vez en ello— que cuanto contribuía a su comodidad se realizaba por arte de magia.

Era rigurosamente necesario que en nuestra casa de Denton Square reinara el más absoluto silencio por las mañanas a causa de mi madre. Raramente se levantaba antes del mediodía, pues siempre se acostaba de madrugada. Su descanso era importante porque era el centro de la familia y de cuantos vivían en nuestro hogar. Nuestra existencia dependía de ella, y su humor determinaba la atmósfera de la casa. Cuando estaba alegre, todos estábamos alegres; cuando estaba triste y deprimida, todos andábamos de puntillas y hablábamos en voz baja, como si viviéramos, según dije un día a Meg Marlow, en el borde de un volcán que fuera a entrar en erupción de un momento a otro. Yo leía sin parar, lo que me había permitido enterarme recientemente de la destrucción de Pompeya.

Meg solía decir: «Hemos de ser condescendientes. Son cosas de su arte». Sí, era cierto que cuando no estaba «descansando» su arte se la llevaba al teatro cada noche y algunas tardes. Eran estos períodos de descanso los que yo definía como momentos de amenaza de erupción, si bien temíamos tanto su cólera como sus depresiones. Por fortuna sus arranques de mal humor no duraban mucho.

«Tendré que recordarte quién es», decía Meg siempre que alguno de nosotros no mostraba hacia mi madre la adoración de costumbre.

Mi madre era Irene Rushton; al menos este era su nombre profesional. En realidad era Irene Ashington, esposa de Ralph Ashington, a quien dejó cuando yo tenía dos años.

Meg, doncella de mi madre, cocinera a ratos y siempre devota esclava de ella, me hacía sentir orgullosa y feliz cuando me contaba las circunstancias en que mi madre abandonó a mi padre: «No podía soportarlo más. El milagro fue que te llevara con ella. Fue algo estupendo; sí, lo fue. De poco podía servirle en su carrera una criatura de tan corta edad, ¿no te parece? ¡Pero te llevó con ella!».

Aquellas palabras se convirtieron en la frase preferida de mi juventud: «Te llevó con ella».

Pero cierta vez me dijo:

—Sin embargo, habría sido mejor que no lo hubiese hecho.

Quedé desconcertada y preguntándome qué habría sido de mí si mi madre me hubiese abandonado.

—Pues te habrías quedado con tu padre —me dijo cuando le reproché su manera de hablar—. En alguno de esos sitios tan raros del extranjero. No debió haberse marchado nunca con tu padre a aquel lugar. Aquello no era vida, sobre todo teniendo en cuenta sus gustos. No, no lo era. Con aquel calor... Y con nada que le recordara Inglaterra. Con aquellos bichos que serpenteaban y se arrastraban por todas partes... ¡Y las arañas! ¡Qué miedo, y qué asco!

Meg tenía horror a las arañas. Cierta vez, en una de las giras de mi madre por provincias, la doncella descubrió una araña en su cama, y nunca se cansaba de volver a contar el horror que sintió en tal ocasión. «A mí que me den Londres», siempre acababa diciendo, como si hubiera una ley que proscribiese la existencia de arañas en la capital.

—Así pues, volvió a Inglaterra y te trajo con ella. Antes de que se fuera a aquellas tierras ya tenía su renombre, por supuesto, y fueron varios los empresarios que recibieron encantados la noticia de su regreso.

—¡Y me trajo con ella!

Sé que mi madre nunca se arrepintió de ello. Una vez me dijo: «Siempre me gusta regresar a nuestro país, pero aquella vez no me habría sentido realmente en casa si no hubiera llevado conmigo a mi Pequeña Siddons».

En efecto, yo me llamaba Sarah Siddons Ashington, pues mi madre me puso el nombre de una colega suya a quien consideraba como a la más grande enaltecedora de la profesión: Sarah Siddons.

Cuando estaba de buen humor, me llamaba Pequeña Siddons. A veces, esto me producía cierta aprensión porque temía que entrara en sus proyectos hacer que yo siguiera sus pasos en el mundo de las candilejas, profesión para la que, estaba segura de ello, no tenía aptitudes.

Meg podía decirme muy poco sobre la vida de mi madre durante su matrimonio, pues entonces no estaba a su servicio. Meg había sido su doncella antes de que mi madre se casara y volvió a ocupar su puesto cuando su antigua señora regresó a Inglaterra. El intervalo fue de tres años.

—Si hubiese pensado como yo, no se habría marchado nunca de aquí —dijo Meg—. Casarse, sí, claro..., pero no una boda como aquella. Yo siempre me había figurado que elegiría a alguien con título que poseyera una mansión en el campo y una espléndida casa en la ciudad. Esto sí que habría sido magnífico. Pero nada, va y se decide por ese Ralph Ashington... De buena familia, no creas. Con una gran finca en el campo. Aunque sin casa en la ciudad... y con lo que fuera allá, en el extranjero. No suele hablar mucho de ello, lo que quiere decir algo —«y esta es Irene Rushton», me dije yo—. Con la boda que habría podido hacer... No me habría sorprendido nada que se hubiera prendado de ella un duque..., con lo que el señor Ralph Ashington, y perdona, se habría quedado plantando té o lo que fuese en el otro lado del mundo.

—Con todo, es mi padre.

—Sí, es tu padre, no puede negarse. —Me miró con expresión de fastidio—. Y tampoco tenía nada de joven. Un viudo. No me explico cómo tu madre pudo...

—¿Lo has visto alguna vez? ¿Llegaste a ver a mi padre?

—En dos ocasiones. Una vez a la puerta del escenario y otra en el camerino. No era el único. Siempre tenía por allí un montón de adoradores. Era el último por el que yo habría apostado. Pero se decidió de pronto por él..., así, sin pensarlo más. Ya la conoces. «Voy a hacer eso», dice. Y ahí la tienes como un caballo desbocado..., corriendo sin mirar adónde va.

—Debía de ser muy atractivo para que lo escogiera entre todos esos duques y demás...

—Pse... Nunca pude entenderlo. Ni lo entiendo todav

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