Una habitación en París

Corine Gantz

Fragmento

cap-1

Prólogo

París, dos años atrás

Annie se fijó en que últimamente Johnny vestía como un francés. El corte de su americana era más sofisticado que el de cualquier prenda que habría llevado en Estados Unidos. Ella, en cambio, desbordaba una vez más su vestido Chantal Thomass color burdeos con sus atractivas y no tan atractivas curvas, fiel a un estilo que poco tenía de francés.

Dieron un beso de buenas noches a los niños y pidieron a la canguro que los acostara antes de las diez. Luego Johnny abrió de un empujón la pesada puerta de su hôtel particulier parisino, y por la rigidez del gesto Annie supo que estaba enfadado. No tenía ni idea de con qué o con quién, solo esperaba que no fuera con ella.

El húmedo y cálido aire nocturno le acarició la piel mientras caminaban en silencio por la rue Nicolo bajo las farolas antiguas. Deslizó la mano en la de Johnny, pero él la soltó enseguida.

—Conduce tú —le dijo deteniéndose frente a la minifurgoneta de ella—. Aguantas mejor el alcohol.

Annie se sentó al volante mientras él lo hacía como copiloto. Bajó la ventanilla y sacó el brazo desnudo, y sintió el roce del aire a medida que avanzaban por la rue de Passy hacia Trocadero. Era 21 de junio, fecha en que se celebraba el solsticio de verano y el Día de la Música. Era una noche para bailar por las calles, una noche de ivresse y amour, y Annie tenía la esperanza de que hubiera algo de ambas cosas aquella velada.

Sentado en el asiento del pasajero, Johnny se encogió al ver el habitual desorden de envoltorios de caramelo y juguetes rotos de los niños.

—¿Estás bien? —le preguntó ella tímidamente.

Él se limitó a encogerse de hombros.

La rue de Boulainvilliers y la avenue Mozart estaban abarrotadas de transeúntes. La atmósfera que se respiraba en las calles era electrizante. Una mujer contoneaba las caderas al ritmo de unos bongos, mientras que el que los tocaba balanceaba los rubios rizos rasta que le caían sobre la espalda.

—Vayamos a bailar después de cenar —propuso ella—. Hay que bailar en una noche como esta.

Johnny no respondió.

De la place Rodin llegaban notas de jazz. En la place Costa Rica, el extraño tipo del esmoquin raído al que había visto silbar una ópera en el metro Ranelagh bramaba «Nessum Dorma» de pie en mitad de la acera.

—A mí no me parece que estés bien —insistió ella.

—Annie, tenemos que hablar.

Cuando terminaron de hablar toda ella temblaba. Johnny guardó silencio con las manos sobre el regazo y la barbilla baja al igual que un niño que finge estar arrepentido. Ella no se vio con fuerzas para ir a los Campos Elíseos. Aparcó la minifurgoneta lo mejor que pudo en la avenue Victor Hugo y apoyó los codos y la frente en el volante, con el corazón palpitándole con fuerza. Le costaba pensar o respirar con normalidad. Poco después se apoderó de ella la rabia. Se sorprendió a sí misma agarrando lo primero que encontró —un juguete, el móvil, un mapa viejo— y tirándoselo a Johnny. Él levantó los brazos, un gorila de ciento treinta kilos víctima de violencia doméstica.

—Annie...

—¡Bájate! —gritó ella.

—Escucha...

—¡Bájate del puto coche!

—Annie, será mejor que te calmes —dijo él con una voz cálida y razonable, semejante al vino tinto caro.

Pero ya tenía una mano en la manija de la portezuela.

Ella se arrojó contra él y le golpeó los hombros.

—¡Bájate, joder!

Johnny se apeó del coche, cerró la portezuela sin mirarla y se alejó.

—¡Cabrón! —gritó ella hacia la silueta que desaparecía.

Condujo sin rumbo. No le respondían los sentidos. Deambuló durante una hora o más sin ver las calles ni oír la música, llorando como una niña.

Durante lo que pareció una eternidad dio vueltas a la manzana de su casa, incapaz de localizar a través de las lágrimas un hueco donde aparcar. Estar en casa, eso era lo que necesitaba. Se quitó los Manolo Blahnik de doce centímetros de tacón que se había comprado especialmente para esa noche y echó a andar descalza hacia la casa, agradeciendo el frío del asfalto bajo sus pies desnudos. Se sentó al pie de la escalera de piedra y lloró un poco más antes de secarse los ojos y subir.

En el otro extremo de París, Johnny y Steve salían de un bar de la rue des Pyrénées. Se reían. Steve casi no se sostenía en pie. Johnny se sentó al volante del Jaguar de Steve y giró a la izquierda con un chirrido de neumáticos en dirección a la Périphérique.

Antes de que Annie entrara en casa, Johnny y Steve habían muerto.

cap-2

Janvier

1

Diez años atrás, en el país de las hamburguesas con queso y los donuts, a Annie le traía sin cuidado lo que ingería. Hoy día era la Comida con mayúsculas; pensar en ella, hablar de ella, prepararla y por último engordar unos kilos inaceptables —inaceptables, al menos, para los criterios parisienses—, todo ello se había convertido en una obsesión. De hecho, el día anterior debió de tocar fondo desde el punto de vista gustativo cuando compró con el estómago vacío la Bible du Beurre. Era un libro de cocina dedicado exclusivamente a la mantequilla, nada menos que una biblia en alabanza a ese producto. Después de acostar a los niños se armó de valor y consultó una receta de cruasanes. ¿Había titubeado al descubrir que esa bollería de aspecto inocente que había engullido sin la menor aprensión durante los últimos diez años estaba compuesta de un noventa y nueve por ciento de mantequilla? Desde luego. ¿Acaso eso la había disuadido de lanzarse a preparar sus propios cruasanes? Por lo visto no.

Tal vez esa era su terapia. La mantequilla. Necesitaba mantequilla, pensó, y en grandes cantidades. Necesitaba mantequilla porque estaba pasando por un duelo.

Aunque no estaba segura si lo que sentía era dolor, y no rabia. Prefería creer que era el dolor y no la rabia lo que la había inducido a engordar más de trece kilos desde la noche del accidente. Prefería creer que era dolor y no rabia lo que la había llevado a dejar de pintarse los labios o de ir a la peluquería.

Por muy ansiosa que mirara por la ventana, París se resistía obstinadamente a despertar. Eran las seis de la mañana y aún no había indicios de que clarease. Había vuelto a despertarse a las cuatro de la madrugada, sintiéndose desasosegada y sola. Lo bastante sola para plantearse en serio subir los tres tramos de escalera sin hacer ruido y despertar a los niños para disfrutar todos juntos de un desayuno temprano.

Seguía envuelta en su albornoz, despeinada y sin arreglar, pero la ducha tendría que esperar. Las cañerías aullaban como una gata en celo a la menor provocación y los niños necesitaban dormir. De modo que recorrió con la vista las paredes y los altos techos de la cocina buscando alguna tarea, a poder ser trabajosa, a la que dedicarse durante una hora. Sin embargo, el antiguo suelo de baldosas estaba impecable. Su original c

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