El rastreador de conchas

Anthony Doerr

Fragmento

cap1

El rastreador de conchas

El rastreador de conchas restregaba lapas en el fregadero cuando oyó que el taxi acuático venía rozando el arrecife. Se arrastró para escuchar... El casco pulía los cálices de Milleporars y las minúsculas cavidades de los conductos orgánicos de coral, destrozaba las formas de flores y helechos tersos, dañaba también las conchas. Perforaba agujeros en ostreros, cañadillas y caracoles marinos espinosos, en Hydatina physis y Turris babylonia. No era la primera vez que trataban de encontrarlo.

Oyó chapotear los pies en la costa, alejarse el motor del taxi de vuelta a Lamu y el leve ritmo cantarín de su golpeteo. Acurrucada bajo el catre, Tumaini, su pastora alemana, dejó escapar un ligero aullido. Él soltó la lapa en el fregadero, se enjuagó las manos y salió de mala gana a recibirlos.

Los dos se llamaban Jim. Periodistas de un tabloide de Nueva York que pesaban más de la cuenta. El apretón de manos fue breve y desmadejado. Les sirvió chai. Ocupaban una asombrosa cantidad de espacio en la cocina. Dijeron estar allí para escribir sobre él: se quedarían solo dos noches y le pagarían bien. ¿Qué tal 10.000 dólares? Sacó una concha del bolsillo de la camisa —una sigua— y la hizo rodar entre los dedos. Le preguntaron por su infancia: ¿de verdad había matado un caribú de niño? ¿No hace falta tener mucho ojo para hacerlo?

Les contestó la verdad. Todo tenía un deje de alucinación, de irrealidad. Esos dos Jims grandullones no podían estar de veras sentados a su mesa, haciéndole preguntas, quejándose de la fetidez de los mariscos muertos. Al final le preguntaron por las conchas cónicas y el poder del veneno cónico; le preguntaron cuántos visitantes había tenido. No le preguntaron en absoluto por su hijo.

Hizo calor toda la noche. Los relámpagos veteaban el cielo más allá del arrecife. Desde el catre oía el festín que las hormigas siafu se daban con los hombretones y los oía aferrarse a las bolsas de dormir. Antes del amanecer les dijo que sacudieran los zapatos para deshacerse de los posibles escorpiones. De uno de ellos salió tambaleándose un escorpión. El animal hizo ligeros ruidos de rozaduras mientras resbalaba para meterse bajo la nevera.

Cogió el cubo donde metía las conchas, le abrochó a Tumaini la correa y ella los guio por el sendero hasta el arrecife. La atmósfera olía a tormenta. Los Jims resoplaban para mantener el paso. Dijeron que les impresionaba la velocidad con que se movía.

—¿Por qué?

—Bueno... —balbucearon—, porque es usted ciego. El sendero no es nada fácil. Hay tantas zarzas...

A lo lejos oyó la voz aguda y amplificada del muecín llamando a la oración.

—Estamos en Ramadán —dijo a los Jims—. La gente ayuna mientras el sol alumbra. Hasta que se haya puesto el sol solo beben chai. Entonces comen. Si quieren podemos dar una vuelta esta noche. Asan carne en las calles.

A mediodía se habían adentrado un kilómetro en el espinar del arrecife. Detrás se ondulaba en silencio la laguna, las olas bajas rompían frente a ellos. Estaba subiendo la marea. Ya suelta, Tumaini jadeaba con medio cuerpo fuera del agua en el saliente rocoso con forma de hongo. Agachado, el rastreador de conchas movía los dedos, los agitaba en busca de conchas por la zanja arenosa. Arrancó una rota en forma de huso y recorrió con la uña las espirales grabadas.

Fusinus colus —dijo.

Al aproximarse la siguiente ola, el rastreador de conchas levantó automáticamente el cubo para evitar que se anegara. Apenas pasó la ola volvió a meter los brazos en la arena, tanteó con los dedos el hueco entre las anémonas, se detuvo para identificar la cabeza de un coral y los hizo correr tras una culebra que se escondía en su madriguera.

Uno de los Jims tenía máscara de bucear y la usaba para mirar bajo el agua.

—Mire ese pescado azul —dijo jadeante—. Mire ese «azul».

En ese preciso momento el rastreador de conchas pensaba en la indiferencia de los nematelmintos. Hasta después de muertas las diminutas células descargan su veneno: un único tentáculo seco en la costa, seccionado ocho días antes, picó a un chiquillo de la isla el año anterior y le hinchó las piernas. La mordida de un torito le hinchó a un hombre todo el lado derecho, le ensombreció los ojos y lo dejó color púrpura oscuro. Hacía años el aguijón de un escorpión corroyó y arrancó la piel de la planta del talón del mismo rastreador de conchas, dejándosela lisa y sin huellas plantares. ¿Cuántos aguijones de erizos de mar, quebrados pero todavía soltando veneno, había sacado de las patas de Tumaini? ¿Qué les pasaría a estos Jims si una bandada de serpientes marinas se deslizara entre sus fornidas piernas? ¿Si una escorpina les bajara por el cuello?

—Aquí está lo que han venido a ver —anunció.

Y del túnel que se desmenuzaba arrancó la culebra cónica.

La hizo girar y la balanceó por el extremo chato entre dos dedos. Incluso en ese momento lo buscaba, estirando el hocico venenoso. Los Jims se apartaron dando gritos.

—Es del género Conus —dijo—. Come pescados.

—¿«Eso» come pescados? —preguntó uno de los Jims—. Si hasta mi meñique es más grande.

—Este animal —contestó el rastreador de conchas, dejándolo caer en el cubo— tiene doce clases de veneno en los dientes. Puede paralizarlo y ahogarlo aquí mismo.

Todo empezó cuando, en la cocina del rastreador de conchas, un escorpión cónico le clavó el aguijón a una budista palúdica nacida en Seattle, llamada Nancy. Se deslizó desde el océano, se abrió paso laboriosamente cien metros bajo las palmeras de cocos y a través de los arbustos de acacias, le clavó el aguijón y se encaminó a la puerta.

O quizá empezara antes de lo de Nancy, a lo mejor nació del mismo rastreador de conchas, como crece una concha, formando espirales desde dentro, enroscándose alrededor de su morador, sin dejar nunca de desgastarse por las inclemencias del mar.

Los Jims tenían razón: el rastreador de conchas sí había cazado el caribú. A los nueve años estaba en Whitehorse, Canadá, y el padre le pidió que se asomara por la cabina redondeada de su helicóptero en medio de la punzante aguanieve, para sacrificar al caribú enfermo con la carabina de mira telescópica. Pero luego se produjo la coroiditis y la degeneración de la retina. Al año le disminuyó la vista, salpicada por halos coloreados como el arco­íris. Alrededor de los doce años, cuando el padre lo llevó seis mil kilómetros rumbo al sur hasta Florida para que lo viera un especialista, su capacidad visual se había reducido a las tinieblas.

El oftalmólogo supo que el muchacho estaba ciego apenas cruzó la puerta y vio que se aferraba con una mano al cinturón del padre y estiraba el otro brazo con la palma extendida para evitar los obstáculos. En vez de examinarlo —¿qué quedaba por examinar?—, el médico lo condujo al despacho, le quitó los zapatos y salió con él por la puerta trasera al sendero de arena que conducía a una lengüeta de playa. El muchacho no había visto nunca el mar y luchaba por absorberlo: los manchurrones que eran olas, las sombras que eran algas entrelazadas en la línea que marcaba la altura de la marea, la yema borrosa del sol. El médico le enseñ

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