Estado crítico

Robin Cook

Fragmento

1

A la edad de treinta y siete años, Angela Dawson sabía qué eran la adversidad y la angustia, pese a haberse criado en una familia de clase media alta en las ricas afueras de Englewood, New Jersey, donde había disfrutado de todas las ventajas materiales, además de una educación selecta. Dotada de una licenciatura en medicina y otra en económicas, y una excelente salud, su vida en aquellas primeras horas de esa noche de abril en plena ciudad de Nueva York podría haber sido relativamente despreocupada, sobre todo teniendo en cuenta que gozaba de todas las ventajas de un estilo de vida adinerado, incluido un fabuloso apartamento en la ciudad, y una maravillosa casa en la playa en Martha’s Vineyard. Pero no era este el caso. Por el contrario, Angela se enfrentaba al mayor desafío personal de su vida y en aquel momento padecía una creciente ansiedad y angustia. El Angels Healthcare SRL, que ella había fundado y levantado durante los cinco años anteriores, se balanceaba en el borde de lo que podía ser un éxito extraordinario o un completo fracaso, y el resultado debía decidirse en las próximas semanas. El resultado recaía totalmente sobre sus hombros.

Como si aquel enorme desafío no fuese suficiente, la hija de diez años de Angela, Michelle Calabrese, estaba pasando por una crisis. En consecuencia, mientras el director financiero, el director de gestión, los presidentes de los tres hospitales de Angels Healthcare, y la recién contratada especialista en control de infecciones la esperaban impacientes en la sala de juntas, Angela tenía que ocuparse de Michelle, con la que llevaba hablando por teléfono más de quince minutos.

—Lo siento, cariño —dijo Angela, con un esfuerzo para mantener la voz calmada pero firme—. ¡La respuesta es no! Lo hemos discutido, lo he pensado, y la respuesta es no. Para que quede claro: ene, o.

—Pero mamá —sollozó Michelle—. Todas las chicas lo tienen. —Eso es difícil de creer. Tú y tus amigas solo tenéis diez años y estáis en quinto grado. Estoy segura de que muchos padres opinan lo mismo que yo.

—Papá dijo que podía. Eres muy mala. Quizá tendría que irme a vivir con él.

Angela rechinó los dientes y venció la tentación de replicar al cruel comentario de su hija. En cambio, se volvió en su sillón para mirar a través de la ventana de su despacho que daba a dos calles. Angels Healthcare tenía su sede en el piso veintidós de la Trump Tower en la Quinta Avenida. Su despacho privado daba al sur y al oeste, con la mesa orientada al norte. En aquel momento miraba hacia el sur, a la avenida, donde los coches estaban atascados. Las luces rojas de los pilotos traseros parecían miles de rubíes resplandecientes. Sabía que su hija estaba respondiendo a su propia ira contra la vida por tener unos padres divorciados e intentaba utilizarla para salirse con la suya. Por desgracia, esos comentarios hirientes respecto a su ex marido habían funcionado varias veces en el pasado y habían hecho que Angela perdiera los estribos, pero estaba dispuesta a evitar que volviera a ocurrir. Sobre todo, dada la tensión que soportaba, debía hacer todo lo posible para mantener la calma; estaba a las puertas de una importante reunión. Hacer de madre y ocuparse de un negocio multimillonario eran dos cosas que a menudo estaban reñidas, y ella debía mantenerlas separadas.

—¿Mamá, estás ahí? —preguntó Michelle. Sabía que se había pasado y ya lamentaba su comentario. De ningún modo quería vivir con su padre y todas sus novias locas.

—Sigo aquí —respondió Angela. Se volvió de nuevo para contemplar su moderno despacho con escaso mobiliario—. Pero no me ha gustado nada tu último comentario.

—Pero estás siendo injusta. Dejaste que me hiciera agujeros en las orejas.

—Las orejas son una cosa y ponerse un piercing en el ombligo es otra cosa muy distinta. Además, no quiero seguir hablando de esto, al menos por el momento. ¿Has cenado?

—Sí —contestó Michelle en tono triste—. Haydee preparó paella.

«Gracias a Dios que está Haydee», pensó Angela. Haydee Figueredo era una encantadora colombiana que Angela había contratado de niñera inmediatamente después de separarse de su esposo Michael Calabrese. Michelle solo tenía tres años, y a Angela le faltaban seis meses para acabar la residencia como médico interno. Haydee había sido un regalo del cielo.

—¿Cuándo volverás a casa? —preguntó Michelle. —Todavía tardaré un par de horas —respondió Angela—. Tengo una reunión importante.

—Siempre dices lo mismo.
—Puede que sí, pero esta es más importante que la mayoría. ¿Tienes deberes?

—¿El cielo es azul? —replicó Michelle.

A Angela no le gustó nada la falta de respeto que desprendían el comentario y el tono de Michelle, pero no dijo nada.

—Si necesitas ayuda con cualquiera de las materias, te ayudaré cuando llegue a casa.

—Creo que estaré durmiendo.
—¡Vaya! ¿Por qué?
—Tengo que levantarme temprano para la visita a The Cloisters.

—Oh, sí, lo había olvidado —se excusó Angela con una mueca exagerada. Detestaba olvidar acontecimientos que eran importantes para su hija—. Si estás durmiendo cuando llegue a casa, entraré sin hacer ruido, te daré un beso y te veré por la mañana.

—Vale, mamá.

A pesar de la tensa conversación anterior, madre e hija se despidieron cariñosamente antes de colgar. Por unos momentos, Angela permaneció sentada a su mesa. Pero la conversación telefónica con su hija le había traído a la memoria un episodio que había sido al mismo tiempo un desafío y le había creado un desasosiego familiar similar al de la situación actual. Fue cuando tuvo que enfrentarse al juicio de divorcio y a la bancarrota de su consulta de medicina privada en la ciudad; recordar que entonces había sobrevivido le daba confianza en las actuales circunstancias.

Con un poco más de optimismo que a principios de la tarde, Angela se levantó, recogió sus notas y salió del despacho. Se sorprendió al ver a su secretaria, Loren Stasin, todavía sentada a su mesa. Angela no se había acordado de la mujer en las últimas tres horas.

—¿Por qué estás aquí todavía? —le preguntó con un leve remordimiento.

Loren encogió sus hombros estrechos.
—Creí que podía necesitarme.
—Cielos, no. ¡Vete a casa! Te veré por la mañana. —¿Debo recordarle que mañana por la mañana tiene una cita en el Manhattan Bank and Trust, y luego una reunión con el señor Calabrese en su despacho?

—No es necesario. Pero gracias de todas maneras. ¡Ahora, largo de aquí!

—Gracias, doctora Dawson —dijo Loren mientras guardaba con disimulo una novela.

Angela caminó por el desnudo pasillo. Por infinidad de razones, no le entusiasmaban las reuniones del día siguiente. Siempre le parecía degradante tener que pedir dinero, y en aquel momento, en su desesperada situación, sería aún mucho más humillante. Para colmo, una de las personas a las que pediría dinero era su ex marido. Siempre que se encontraba con él, con independencia del motivo, le evocaba todo el conflicto emocional del divorcio, para no hablar de la irritación que sentía hacia sí misma por haberse casado con él. No tendría que haber sido tan tonta. Había habido demasiados sutiles indicios de que él se convertiría en alguien como su padre, molesto por su éxito hasta el punto de adoptar un mal comportamiento.

Al llegar a la puerta cerrada de la sala de juntas, Angela hizo una pausa, respiró profundamente para darse ánimos y entró. En el mismo estilo que su despacho privado, el interior era moderno y espartano, y dominado por una gran mesa central que consistía en un crista

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