Historias naturales

Jules Renard

Fragmento

El cazador de imágenes

Salta de su cama de buena mañana y sólo parte si su mente está clara, su corazón puro y su cuerpo ligero cual prenda estival. No lleva consigo provisión alguna. Beberá aire fresco por el camino y aspirará los olores saludables. Los ojos le sirven de red en la que caen presas las imágenes.

La primera que cautiva es la del camino que muestra sus huesos, guijarros pulidos, y sus rodadas, venas hendidas, entre dos setos ricos en moras y endrinas.

Apresa seguidamente la imagen del río. Blanquea en los recodos y duerme acariciado por los sauces. Espejea cuando un pez se voltea sobre el vientre, como si se hubiera lanzado una moneda, y en cuanto llovizna se le pone carne de gallina.

Atrapa la imagen de los trigales móviles, de la apetitosa alfalfa y de los prados bordeados de riachuelos. Y al vuelo caza el aleteo de una golondrina o de un jilguero.

Se adentra en el bosque. Él mismo ignoraba que poseyera tan delicados sentidos. Al cabo de poco, impregnado de perfumes, no se le escapa ningún rumor, por sordo que éste sea, y para comunicarse con los árboles sus nervios se enzarzan con las nervaduras de las hojas.

Pronto se siente tan vibrante que le parece que perderá el sentido, percibe demasiado, fermenta, tiene miedo, abandona el bosque y sigue a distancia a los leñadores que regresan al pueblo.

Fuera contempla durante un instante, hasta que le estalla el ojo, el sol que al ponerse se desprende de sus luminosos ropajes sobre el horizonte y esparce nubes aquí y allá.

Finalmente, de nuevo en su casa, con la cabeza repleta, apaga la luz y antes de dormirse se recrea contando sus imágenes durante un buen rato.

Renacen dóciles a merced del recuerdo. Cada una de ellas despierta a otra y las recién llegadas hacen que aumente sin cesar ese tropel fosforescente, al igual que las perdices perseguidas y divididas durante todo el día cantan al atardecer, al abrigo del peligro, y se llaman las unas a las otras desde los surcos.

La gallina

En cuanto le abren la puerta, salta del gallinero con las patas juntas.

Es una gallina corriente, modestamente engalanada y que jamás pone huevos de oro.

Deslumbrada por la luz, titubeante, da unos pasos por el corral.

Lo primero que ve es el montón de cenizas en el que tiene por costumbre retozar cada mañana.

Se revuelca y se sumerge en él y, con un enérgico batir de alas, las plumas henchidas, se sacude las pulgas de aquella noche.

Luego se acerca a beber del cuenco que la última lluvia llenó.

Sólo bebe agua.

Bebe con breves tragos y yergue el cuello, manteniendo el equilibrio sobre el borde del cuenco.

A continuación busca su alimento esparcido por doquier.

A ella pertenecen las finas hierbas, los insectos y las semillas perdidas.

Infatigable, picotea una y otra vez.

De vez en cuando, se detiene.

Tiesa bajo su gorro frigio, ojo avizor, con su buche prominente, escucha con una y otra oreja.

Y, una vez ha comprobado que no hay novedades, se lanza de nuevo a su búsqueda.

Alza muy alto sus patas rígidas, como los que padecen gota. Separa los dedos y los posa con precaución, sin hacer ruido.

Diríase que camina descalza.

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Gallos

I

Jamás ha cantado. Nunca ha dormido en un gallinero ni ha conocido a una gallina.

Es de madera, tiene una pata de hierro en medio del vientre y, desde hace muchísimos años, vive en lo alto de una de esas antiguas iglesias que ya nadie osa construir. Parece una granja y el caballete de sus tejas está alineado tan recto como el lomo de un buey.

De repente, al otro extremo de la iglesia aparecen unos albañiles.

El gallo de madera los contempla, mas de golpe una ventolera le obliga a volverse de espaldas.

Y, cada vez que se da la vuelta, nuevas piedras le obstruyen un poco más su horizonte.

Al cabo de poco, de una sacudida, alzando la cabeza, vislumbra en la cima del campanario que acaban de terminar a un joven gallo que aquella mañana no estaba allí. Ese extraño luce su cola erguida, abre el pico como los que cantan y con un ala al costado, flamante, centellea al sol.

Primero los dos gallos se enfrentan en combate para ver cuál de ellos tiene mayor movilidad, pero el viejo gallo de madera se cansa pronto y se rinde. La viga bajo su único pie amenaza ruina. Se inclina, rígido, a punto de caerse. Rechina y se detiene.

Y en ésas, llegan los carpinteros.

Derriban esa esquina carcomida de la iglesia, bajan al gallo y lo pasean por el pueblo. Todos pueden tocarlo a cambio de un obsequio.

Unos dan un huevo, otros dinero, y la señora Loriot una moneda de plata.

Los carpinteros beben unos buenos tragos y, tras disputarse el gallo, deciden quemarlo.

Prenden fuego al nido de paja y de leña que le han preparado.

El gallo de madera chisporrotea y su llama asciende al cielo que tanto se merece.

II

Cada mañana, al saltar del palo, el gallo mira para ver si el otro aún está allí… y el otro siempre está allí.

El gallo puede vanagloriarse de haber derrotado a todos sus rivales sobre la tierra… pero el otro es el rival invencible, fuera de su alcance.

El gallo grita y grita, llama, provoca, amenaza… pero el otro no responde más que cuando le conviene y al principio no responde.

El gallo se pavonea, hincha su nada desdeñable plumaje, con unas plumas azules y otras plateadas… pero el otro, sobre fondo azur, es de oro reluciente.

El gallo reúne a las gallinas y marcha a la cabeza de éstas. Así son las cosas: le pertenecen, todas le aman y le temen… pero al otro lo adoran las golondrinas.

El gallo se prodiga. Deposita aquí y acullá sus vírgulas de amor y celebra triunfalmente con un tono agudo esas nimiedades. Pero el otro se casa y las campanas repican a boda pueblerina.

El celoso gallo se yergue sobre sus espolones para un combate supremo; su cola parece la esquina de una capa que una espada levanta. La sangre le ha subido a la cresta y desafía a todos los gallos del cielo… pero el otro, que no teme enfrentarse a los vientos de tormenta, juguetea en ese momento con la brisa y le da la espalda.

Y el gallo se exaspera hasta que el día acaba. Una a una, regresan sus gallinas. Se queda solo, ronco, reventado, en el corral ya a oscuras… mientras el otro aún resplandece bajo los últimos destellos del sol y canta, con su voz pura, el pacífico ángelus vespertino.

Patos

I

La pata se dirige la primera, cojeando de las dos patas, a chapotear al agujero que conoce.

El pato la sigue. Lleva las puntas de las alas cruzadas a su espalda, y también cojea de las dos patas.

Y el pato y la pata caminan taciturnos como si se dirigieran a una cita de negocios.

Primero la pata se deja resbalar hasta el agua fangosa en la que flotan plumas, excrementos, una hoja de parra y paja. Casi ha desaparecido.

Espera. Está lista.

Y el pato, a su vez, entra. Ahoga sus ricos colores. Sólo puede verse su cabeza verde y el caracol trasero. Ambos se encuentran ahí la mar

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