El examen

Julio Cortázar

Fragmento

I

—Il y a terriblement d’années, je m’en allais chasser le gibier d’eau dans les marais de l’Ouest —et comme il n’y avait pas alors de chemins de fer dans le pays où il me fallait voyager, je prenais la diligence…

«Que te vaya bien, y que caces muchas perdices», pensó Clara, apartándose de la entrada del aula. La voz del Lector dejó de oírse; estupendo lo bien aislados que estaban los salones de la Casa, bastaba retroceder un par de metros para reingresar en el silencio levemente zumbador de la galería. Caminó hacia el lado de las escaleras y se detuvo indecisa en el cruce de otro corredor. Desde ahí se oía distintamente a los Lectores de la sección A, novela inglesa moderna. Pero era difícil que Juan estuviera en uno de esos salones. «Lo malo es que con él nunca se sabe», se dijo Clara. Entonces quiso ir a ver, apretó con rabia la carpeta de apuntes y tomó a la izquierda, lo mismo daba un lado que otro. «Was there a husband?» «Yes. Husband died of anthrax.» «Anthrax?» «Yes; there were a lot of cheap chaving brushes on the market just then»

Nada de malo pararse un segundo para ver si Juan

«some of them infected. There was a regular scandal about it». «Convenient», suggested Poirot. Pero no estaba. Las siete y cuarenta, y Juan la había citado a las siete y media. El gran sonso. Estaría metido en alguna de las aulas, mezclado con los parásitos de la Casa, escuchando sin oír. Otras veces se encontraban en la planta baja, al lado de la escalera, pero a lo mejor a Juan le había dado por subir al primer piso. «Qué sonso. A menos que se le haya hecho tarde, a menos que…» Otras veces era ella la que llegaba tarde. «Vamos hasta la otra galería, seguro que anda metido por ahí»,

dans les mélodies nous l’avons vu, les emprunts et les échanges s’effectuent très souvent par-

y nada, no estaba. «Este Lector tiene buena voz», se dijo Clara, parándose cerca de la puerta. La sala estaba muy iluminada y se veía el cartelito con el título del libro: Le Livre Des Chansons, ou Introduction à la Chanson Populaire Française (Henri Davenson). Capítulo II. Lector: Sr. Roberto Chaves. «Éste debe ser el que leyó La Bruyère el año pasado», pensó Clara. Una voz liviana, sin énfasis, soportando bien el turno de cinco horas de lectura. Ahora el Lector hacía una pausa, dejaba caer un silencio como una cucharada de tapioca. Los oyentes sabían, por la duración del silencio, si se trataba de un punto y aparte o de una llamada al pie de página. «Una llamada», pensó Clara. El Lector leyó: «Voir là-dessus la seconde partie de la thèse de C. Brouwer, Das Volklied in Deutschland, Frankreich…». Buen Lector, uno de los mejores. «Yo no serviría, me distraigo, y después corro como un perro.» Y los bostezos nerviosos al rato de leer en voz alta, se acordó de que en quinto grado la señorita Capello le hacía leer pasajes de Marianela. Todo iba tan bien las primeras páginas, después los bostezos, el lento ahogo que poco a poco le ganaba la garganta y la boca, la señorita Capello con su cara de ángel oyendo en éxtasis, la pausa forzada para contener el bostezo —le parecía sentirlo otra vez, lo transfería al Lector, lo lamentaba por él, pobre diablo—, y otra vez la lectura hasta el siguiente bostezo, no, con toda seguridad no serviría para la Casa. «Aquél es Juan», pensó. «Ahí viene tan tranquilo, en la luna, como siempre.»

Pero no era, sólo un muchacho parecido. Clara rabió y se fue al lado opuesto de la galería, donde no había lecturas y, en cambio, se olía el café de Ramiro. «Le pido una tacita a Ramiro para sacarme la rabia.» Le molestaba haber confundido a Juan con otro. La gorda Herlick hubiera dicho: «¿Ves? Trampas de la Gestalt: dadas tres líneas, cerrar imaginariamente el cuadrado. Dado un cuerpo más bien flaco y un pelo castaño y una manera de caminar arrastrando un ocio porteño, ver a Juan». La Gestalt podía… Ramiro, Ramiro, qué bien me vendría una taza de su café, pero el café es para los Lectores y para el doctor Menta. Café y lecturas: la Casa. Y las ocho menos cuarto.

Dos chicas salieron casi corriendo de un aula. Cambiaban frases como picotazos, ni vieron a Clara en su apuro por llegar a la escalera. «Capaces de irse a escuchar otro capítulo de otro libro. Como si movieran el dial de la radio, de un tango a Lohengrin, al mercado a término, a las heladeras garantidas, a Ella Fitzgerald… La Casa debería prohibir ese libertinaje. De a uno en fondo, queridos oyentes, y a no prenderse de Stendhal hasta no acabar Zogoibi.» Pero en la casa mandaba el doctor Menta, siervo de la cultura. Lea libros y se encontrará a sí mismo. Crea en la letra impresa, en la voz del Lector. Acepte el pan del espíritu. «Esas dos son capaces de subir para oírle a Menghi alguna novela rusa, o versos españoles tan bien dichos por la señorita Rodríguez. Tragan todo sin masticar, a la salida comen un sándwich en la cantina de la Casa para no perder tiempo, y se largan al cine o a un concierto. Son cultas, son unas ricuras. En mi vida he visto pedantería más al divino botón…» Porque hubiera sido inútil preguntarle a una de esas chicas qué pensaba de lo que ocurría en la ciudad, en las provincias, en el país, en el hemisferio, en la santa madre tierra. Informaciones, todas las que uno quisiera: Arquímedes, famoso matemático, Lorenzo de Médicis, hijo de Giovanni, el gato con botas, encantador relato de Perrault, y así sucesivamente… Estaba otra vez en la primera galería. Algunas puertas cerradas, un zumbido de mangangá, el Lector. Les Temps Modernes, N.° 50, diciembre 1949. Lector, Sr. Osmán Caravazzi. «Yo debería hacer la prueba de oír revistas», pensó Clara. «Puede ser divertido, primero un tema y después otro, como cine continuado: La lectura empieza cuando usted llega.» Se sentía cansada, fue hasta donde la galería daba sobre el patio abierto. Ya había estrellas y lámparas. Clara se sentó en uno de los fríos bancos, buscó su tableta de Dolca con avellanas. Desde una ventana de arriba llegaba una voz seca y clara. Moyano, o quizá el doctor Bergmann que había leído todo Balzac en tres años. A menos que fuera Bustamante… En el tercer piso estaría la doctora Wolff, gangosa con su Wolfgang gangoso Goethe; y la pequeña Mary Robbins, lectora de Nigel Balchin. Clara sintió que el chocolate la enternecía, ya no estaba enojada con su marido; a las ocho no le molestaron las campanadas del gran reloj de la esquina. En el fondo la culpa la tenía ella por venir a la Casa, porque a Juan maldito sí le importaban las lecturas. En un tiempo en que resultaba difícil dictar cursos interesantes o pronunciar conferencias originales, la Casa servía para mantener caliente el pan del espíritu. Sic. Para lo que verdaderamente servía era para juntarse con algún amigo y charlar en voz baja, cumpliendo de paso el vistoso programa de trabajos prácticos combinado por el doctor Menta y el decano de la Facultad. «Pero claro, doctor, pero claro: la juventud es la juventud, no estudian nada en su casa. En cambio, si usted les hace oír las obras, dichas por nuestros Lectores de primera categoría (cobraban sueldo de profesores, esas cornucopia

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