París. Medianoche
Abir
Nunca he dormido con ninguna mujer. No puedo permitírmelo. Podría soñar, decir en voz alta cualquier cosa que me pudiera delatar. Mi vida se resume en matar y huir. Matar y huir. Matar y huir.
La mujer que conocí anoche me ha despedido en la puerta mientras bostezaba. Parecía aliviada de verme marchar. Dentro de unos minutos no recordará mi rostro ni yo su nombre.
Siempre busco profesionales, puesto que lo único que pretendo es un desahogo rápido. En alguna ocasión han querido alargar la noche, pero yo no me lo he permitido por temor a caer en el sueño.
Disfruto del paseo en soledad. Me cruzo con mujeres que exhiben su carne en las esquinas mientras los hombres para los que trabajan aguardan fumando en cualquier portal.
Me pregunto cómo será dormir con una mujer la noche entera. Quizá no lo llegue a saber nunca. Cuando era adolescente soñaba con un futuro en el que compartiría las noches y los días con Marion.
Camino hacia el distrito X, pasaré cerca de la casa donde ella vivía con su hermana Lissette. No es que espere verla. Hace años que se marchó, pero pisar su calle consigue que la sienta cerca.
Marion… pronto nos volveremos a ver. Le prometí que haría algo grande.
Esta noche el pasado me visita como tantas otras noches y me cuesta reconocerme en el adolescente que fui. Aún siento un temblor cuando recuerdo el día en que llegué a París con mi hermano y el tío Jamal…
Abir e Ismail, dos huérfanos asustados que no podíamos elegir. Era consecuencia de la tragedia. Mi tragedia. El asesinato de nuestros padres en Ein el-Helwe. Aquel comando israelí nos dejó huérfanos.
Cierro los ojos para recordar mejor, aunque temo revivir lo que sucedió entonces y que en el presente forma parte de la pesadilla que me impide dormir.
Abir respiró hondo y dejó que los recuerdos le arrastraran al pasado.
Seguía reteniendo en la retina aquella madrugada en Ein el-Helwe cuando los judíos irrumpieron en el sueño de la familia. No los buscaban a ellos, sino al jeque Mohsin. El jeque visitaba a un cuñado de su madre.
Su padre, Jafar, les ordenó que huyeran y Abir cogió de la mano a Ismail mientras su madre, Ghada, los seguía con su hermana pequeña en brazos, la dulce Dunya. Saltaron por una ventana. El ruido de los disparos envolvía la madrugada. Su madre tropezó y cayó de bruces. La cabeza de Dunya se estampó contra el suelo y empezó a manar sangre mientras su madre gritaba. Abir se dio la vuelta y quiso socorrerlas, pero en ese momento escucharon disparos seguidos de una explosión y al jeque Mohsin chillándoles que corrieran. Pero él se agachó e intentó tirar de la mano de su madre. Vio con horror que estaba herida, porque cuando el jeque disparó a los judíos, ella se interpuso para evitar que le mataran. Y allí murió. Entonces Abir cogió una piedra y, levantando el puño, gritó a los perros judíos que los mataría. Cumpliría su promesa. La estaba cumpliendo.
Después del asesinato de sus padres, siguieron viviendo un tiempo en Ein el-Helwe, un pueblo mísero, pero donde se sentían seguros porque nada les resultaba ajeno. Más tarde la familia decidió que estarían mejor en Beirut. Sus primos, Gibram, Sami y Rosham, hicieron lo posible por aliviar su dolor.
Allí estuvieron hasta que los reclamó Jamal Adoum, tío de su padre. Cuando se enteró de lo sucedido no dudó en regresar al Líbano para hacerse cargo de los dos huérfanos de su sobrino Jafar, casado con Ghada. Era su obligación para con la familia.
Su tío Jamal era un hombre humilde con un oficio, electricista. Primero había emigrado a Francia en busca de trabajo y luego… luego, a causa de Noura, tuvo que probar suerte en Bélgica, asentándose en Bruselas. La tía Fátima era una buena mujer y el primo Farid se había ganado el respeto de la familia por su piedad y sabiduría. En cuanto a Noura, Abir no podía dejar de querer a su prima, por más que le avergonzara su comportamiento indecente.
Se sentía agradecido a su tío porque los había adoptado. Les dio sus apellidos y les enseñó a ser buenos creyentes temerosos de Alá. Puso especial empeño en que ni Abir ni el pequeño Ismail faltaran a la mezquita. Cuando alguno de ellos enfermaba y su esposa le pedía que les permitiera quedarse en casa, Jamal ni siquiera la escuchaba. No había excusa para no acudir cada viernes a rezar junto a los hermanos que mantenían su fe en aquella ciudad pecadora.
Su tío no creía que tuviera que estarle agradecido a los infieles. Le habían permitido vivir entre ellos, sí, pero bien que se ganaba el pan. Nada le habían regalado, así que nada debía. Trabajaba duro y le pagaban. No le consideraban uno de ellos ni tampoco él quiso sentir que pertenecía a aquel lugar. Algún día Europa caería como fruta madura en las manos de los creyentes.
Jamal nunca perdonó a los judíos y educó a sus hijos y a sus dos sobrinos en el odio a los asesinos. Nunca les permitió olvidar, ni siquiera sanar las heridas.
Y él, Abir, en París tuvo que aprender a sobrevivir. Procuró sacar buenas notas para contar con el aprecio de los profesores, se esforzó por hacer lo mismo que hacían los otros chicos; incluso, sin que su tío lo supiera, llegó a fumar y a beber. No quería confesárselo ni a él mismo, pero aún recordaba lo mucho que le gustaba el sabor del vino. Sus amigos del liceo se reían de él porque no se atrevía a intentar meter la mano bajo las faldas de las compañeras de clase. Hasta que un día lo hizo.
En realidad imitó el comportamiento de aquellos muchachos para sentirse parte de ellos, y llegó a evitar a otros musulmanes como él. No quería ser diferente. Se empeñó en que le consideraran un buen francés, pero aquellos chicos nunca dejaron de verle como un «árabe», decían, y se reían de él. Su color de piel, su ropa, su acento gutural al hablar francés… Por más que lo intentara, no lograba ser como los demás. Incluso había pasado una etapa de rebeldía en la que se negaba a hablar árabe en casa. Sólo quería hablar francés y abominaba de las comidas de su tía Fátima. En unas cuantas ocasiones su tío le castigó pegándole con el cinturón. Aún le quedaba alguna marca en la espalda. Jamal le conminaba a comportarse como un buen musulmán y a no pretender convertirse en lo que nunca sería.
«¿Por qué hemos de renunciar a nuestras creencias y a nuestras costumbres para agradarles? Algún día toda Europa será nuestra y los infieles se convertirán.»
Cuánta razón tenía su tío. Ahora estaba seguro de que lo conseguirían. Los europeos eran débiles, pusilánimes. Estaban demasiado ensimismados en parecer lo que creían ser. A regañadientes, habían abierto las puertas del continente y antes de que se dieran cuenta formarían parte del islam.
Encendió un cigarrillo y aspiró el humo para que se fundiera con los pulmones. Volvió a hablar consigo mismo permitiendo que fluyeran sus pensamientos.
Le hubiera gustado acercarse hasta la casa donde antaño vivió con sus tíos. Pero alguien podría reconocerle y eso le pondría en peligro.
Metió la mano en el bolsillo y palpó la llave de la casa donde podría descansar. Pertenecía a un hombre que ni siquiera conocía. Era el encargado de buscar lugares seguros a los «hermanos» que formaban parte de alguno de los grupos del Círculo en Europa.
El hombre alquilaba apartamentos y casas para los combatientes y los integrantes de las células dormidas.
Abir se había convertido en uno de los lugartenientes del jeque Mohsin, que era quien guiaba a los combatientes del Círculo. El jeque no olvidaba que los padres de Abir habían sacrificado sus vidas para protegerle. Además, como les unían lejanos lazos de parentesco, confiaba en él, tanto como para permitirle organizar atentados en los que a veces participaba y en otras se marchaba antes de que se llevaran a cabo. El jeque Mohsin decía que «aún» le quería vivo, que ya llegaría el momento del martirio.
Él se sentía orgulloso de contar con la confianza del jeque; esto suponía que los hombres le respetaran, pero también le obligaba a exhibir su valor sin flaquear.
Había caminado casi dos horas y se sentía cansado. Llegó a la calle donde se encontraba su escondite. Se paró a encender otro cigarrillo para observar si veía algo que le llamara la atención. La calle estaba desierta y se dirigió con paso tranquilo hasta el portal. Abrió la puerta y con aire sigiloso subió las escaleras. Sintió alivio al hallarse a salvo.
En unos días viajaría a Bruselas, pero antes tenía que preparar minuciosamente los pormenores de la operación que iba a llevar a cabo. El mundo entero se doblegaría ante él. Iba a humillar a los infieles como nunca nadie se había atrevido a hacerlo, y Marion, a su pesar, le admiraría por ello.
Tel Aviv. 5 de la mañana
Jacob
«¡Te encontraré! ¡Os mataré a todos y pagaréis por lo que habéis hecho…!» Aquellos gritos que retumbaban en su cabeza le despertaron. Entre las sombras de la habitación creyó ver dibujarse el rostro de aquel adolescente desesperado mientras él sostenía un arma en la mano.
Era un sueño recurrente que nunca lograba vencer. Aún temía la mirada cargada de lágrimas y dolor de aquel crío con el puño cerrado amenazante.
No había vuelto a ser el mismo. No podía serlo. Se cuestionaba quién era, qué hacía, qué quería. Sin embargo, no encontraba las respuestas y sentía que había perdido las riendas de su vida, si es que en algún momento realmente las tuvo en sus manos.
Se reprochó la tendencia que tenía a revisar cada hecho vivido por insignificante que fuera. Intentó despejar los pensamientos del pasado. Le sucedía muy a menudo. Se abstraía pensando en lo que era y en lo que podía haber sido, y desmenuzaba cada instante seguro de que su vida había tomado un rumbo que sabía equivocado. No dudaba de que el nuevo Silicon Valley era Tel Aviv y, por tanto, para su trabajo era el mejor lugar, sólo que no era una ciudad normal, porque Israel no era un país normal, aunque los israelíes parecían no darse cuenta y habían hecho de la anomalía que se vivía en el país su normalidad. Aun así, los admiraba.
Lo que más le preocupaba era perder la perspectiva y terminar siendo parte de ellos, porque eso significaría renunciar a ser lo que siempre quiso ser. De ahí que no dejara de reprocharle a su madre que hubiera decidido dejar atrás París para instalarse en Israel. No es que recordara París con nostalgia. Tampoco se había sentido parte de la ciudad, aunque en realidad su madre no le dio tiempo ni opción para intentarlo y construirse una vida propia.
Le hubiera gustado tener una actitud igual de despreocupada que la de tantos otros compañeros suyos de trabajo. Pero no podía evitarlo: necesitaba desmenuzar cada minuto vivido para entenderse, aunque no era el momento de pensar en el pasado. A las siete y media tenía una cita en el departamento de psiquiatría del hospital Sheba de Tel Aviv. Le costó decidirse a hablar con la psiquiatra, hasta que su jefe, Natan Lewin, le convenció de que debía hacerlo. «Te ayudará a enfrentarte con los fantasmas. Además, tiene autorización para conocer información confidencial. A ella puedes decirle cualquier cosa. A mí me trató durante algún tiempo. No serás ni el primero ni el último de nosotros que necesita poner su cabeza en orden, y te aseguro que la doctora Tudela es especial.»
De acuerdo, iría, pero si resultaba ser una charlatana, no perdería ni un minuto con ella.
Se dio una ducha rápida y se sentó ante el ordenador. Tenía que terminar de perfilar un programa informático antes de ir al hospital. No le importaba; le gustaba su trabajo, y si no fuera por los fantasmas que poblaban su cerebro, casi podría llegar a ser feliz.
Pasó un buen rato antes de que mirara el reloj. Llegaría tarde. Esperaba que la doctora Tudela no se lo tomara a mal si se presentaba con aquel viejo pantalón de cuando estaba en el ejército. Era cómodo y servía para combatir el frío y la humedad de las primeras horas del día.
Cuando llegó al hospital ya habían pasado cinco minutos de la hora convenida. Le indicaron dónde estaba la consulta de la doctora Tudela y corrió por los pasillos hasta dar con ella.
Nada más golpear la puerta con los nudillos escuchó una voz agradable y rotunda: «Adelante». Entró y se encontró con una mujer de la edad de su madre, o al menos eso le pareció. Llevaba el cabello corto, sin teñir; debió de ser castaño, pero en ese momento estaba salpicado de canas. Los ojos oscuros y el color del rostro aceitunado. Ni guapa ni fea, pero su mirada atraía como un imán.
—¿Jacob Baudin?
—Sí… Disculpe el retraso.
—No se preocupe. ¿Dudaba en venir?
—No… Bueno, la verdad es que no estoy del todo seguro de que hablar con usted sirva para algo.
—Tendrá que averiguarlo.
La respuesta le desconcertó. No había acritud en el tono, pero sí la firmeza de una mujer que no estaba dispuesta a ser cuestionada.
—Usted sabe a qué me dedico, pero ¿qué hace usted en realidad? ¿Curar almas enfermas? —preguntó Jacob con un deje de impertinencia.
—Almas… Le recomiendo una novela, El maestro de almas, escrita por Irène Némirovsky. Le gustará.
—No sé quién es Irène Némirovsky.
—Lea el libro y la conocerá. Es una novelista extraordinaria, de gran sensibilidad. Murió en Auschwitz.
Se quedaron en silencio y de nuevo la doctora le hizo regresar de dondequiera que estuvieran sus pensamientos:
—Necesitamos que nos escuchen. A veces, cuando trasladamos a palabras nuestros problemas, nuestros pensamientos más íntimos, estamos iniciando el camino para conocerlos y en algún caso abordarlos.
—Así que usted es una «maestra de almas»…
—Bueno, espero que no, o al menos no querría que me compararan con el personaje de la novela de Némirovsky. Aunque no todo era malo en él… Engañaba a sus pacientes, pero también ayudó a algunos a salvarse de sí mismos. Le aseguro que yo no engaño a mis pacientes.
—No quería molestarla.
—No lo ha hecho… Bien… Trabaja usted en IAI. Tiene suerte, es una de las mejores empresas tecnológicas del mundo. ¿Qué hace exactamente?
—Diseño, ordenadores, drones, programas… Un poco de todo.
—Debe de ser muy bueno; su jefe, Natan Lewin, sólo contrata a los mejores.
Jacob se encogió de hombros. No iba a contradecirla. Sí, era bueno en su trabajo, muy bueno. Comprendía mejor los algoritmos que a las personas.
—Bien… no ha venido a hablar de drones, o eso creo.
—No… En realidad… bueno, mi problema son los sueños.
—No le gusta lo que sueña.
—Son un auténtico tormento.
—¿Porque forman parte de algo que ha vivido o que tiene miedo de vivir?
—Puede que las dos cosas.
—El pasado nos acompaña en el presente y lo hará en el futuro. No podemos cambiarlo, pero sí intentar que ese pasado no se convierta en un problema sin resolver o al menos aprender a sobrellevarlo.
—Suena fácil… pero no lo es.
—No, no lo es. Por eso está usted aquí.
Se miraron. Él dudó, pero luego permitió que las palabras brotaran sin tiempo para pensarlas:
—Mi problema es que no entiendo este país. Soy judío, pero no sé qué es ser judío. Tengo enemigos que no he elegido. No sé si quiero estar aquí, pero tampoco sabría adónde ir.
—¿De dónde siente que es?
—De ninguna parte.
La doctora Tudela dejó que el silencio se instalara unos segundos entre ellos mientras parecía meditar sobre las palabras que acababa de escuchar.
—De ninguna parte… ¿Siempre ha sentido que no era de ninguna parte?
—Mis padres, André y Joanna, nacieron y se criaron en Francia; yo nací en Beirut y crecí allí porque mi padre trabajaba en esa ciudad. Mi idioma materno era el francés, pero mi mundo era libanés. La lengua en la que hablaba la mayor parte del día era el árabe. Mis amigos, mis maestros, la gente con la que se trataban mis padres, la ciudad, los sabores, los ruidos, el olor del mar… todo era parte de Beirut. Allí me sentía seguro, feliz. Para mí fue una tragedia que me llevaran a Francia.
—¿Qué sucedió?
Y entonces Jacob recordó para ella. Le habló sobre el desgarro que supuso dejar Beirut.
«Una noche su padre le explicó que sufría una enfermedad, un cáncer de páncreas, que a lo mejor no tenía solución, pero que iba a intentar hacer todo lo posible por sobrevivir. Por eso dejaban el Líbano para instalarse en París, donde, dijo, podría recibir un tratamiento adecuado.
Le costó adaptarse a la ciudad. Al principio los chicos del liceo se reían de él porque, decían, hablaba francés con «acento», pero hizo amigos y poco a poco fue acomodándose a vivir en una casa señorial del distrito XVI, aunque echaba de menos el mar. Además, la enfermedad de su padre ensombrecía cualquier atisbo de alegría que pudiera llegar a sentir. Le costaba admitir que aquel hombre fuerte y decidido apenas pudiera moverse de la cama. Que su rostro bronceado hubiera adquirido un tono amarillento, que los músculos de sus brazos se hubieran reducido dejándole sin fuerza.
Después llegó lo peor, cuando lo trasladaron al hospital y ya nunca regresó. Su padre murió el día en que él cumplía doce años y desde entonces no había vuelto a celebrar ni uno solo de sus cumpleaños. Sentía ese día como una maldición.
Recordó que su madre le despertó antes de la hora habitual pidiéndole que se diera prisa. «Tenemos que ir al hospital», le dijo. Apenas le habló durante el trayecto. Cuando llegaron, un médico los aguardaba en la puerta de la habitación donde se encontraba su padre.
—Siento haberla alarmado, pero me temo que no le queda mucho tiempo y su esposo nos ha rogado que la avisáramos y que trajera a su hijo… quiere despedirse de él. Acaba de confesarse y de recibir la extremaunción. El padre Antoine me ha dicho que está a su disposición… Ahora iba a la capilla a rezar por él. Sepa, señora, que al recibir la extremaunción ha recobrado el ánimo… —les informó el médico.
Su madre frunció los labios al tiempo que apretaba la mano del hijo y entró en la habitación, donde inmediatamente cambió el gesto de amargura por una sonrisa.
—André, aquí estamos, y Jacques ha venido a darte un abrazo… Ya sabes que hoy es su cumpleaños.
Su padre le acarició el rostro y, haciendo un gran esfuerzo, alcanzó a decir:
—Jacques, cuando yo no esté, tendrás que cuidar de tu madre. Sé bueno y paciente con ella… Los dos sabemos que tiene mucho genio, pero nos quiere bien. Ella… ella… ha sufrido mucho… Obedécela y no la dejes sola nunca. ¿Me lo prometes?
—Sí, padre… sí… Pero tú no te vas a ir, ¿verdad?
Su padre le cogió la mano y quiso incorporarse.
—¡Por Dios, André, no te muevas! —dijo su madre mientras intentaba ahuecar las almohadas ayudando a que su marido se incorporara.
—Hijo, no me queda mucho tiempo… He luchado, pero la enfermedad es más fuerte que yo… Pero he luchado, Jacques, y lo haré hasta el último minuto. Debemos pelear sin rendirnos, aunque sepamos que no podemos ganar.
—Padre… por favor, no te vayas…
Pero su padre cerró los ojos y el médico se acercó a la cama mirando a Jacques para que le dejara sitio. Luego hizo un gesto que sólo pareció entender la enfermera, que se aproximó con una jeringuilla en la mano.
Le pusieron una inyección y su padre se sumió en el sueño. Y allí permanecieron su madre y él durante el resto del día. De vez en cuando su padre abría los ojos y parecía querer sonreír. El médico le visitó varias veces a lo largo de aquel día interminable, que se convirtió en una noche más interminable aún, hasta que por fin expiró.
Su madre y él no se habían movido de aquella habitación acariciando su rostro, apretando sus manos, murmurándole palabras de cariño. Cada vez que él dejaba asomar las lágrimas, su madre le miraba con tanto enfado que lograba reprimirlas. No, no podía llorar, le susurró al oído, su padre tenía que marcharse en paz sintiéndolos a los dos junto a él. Y así fue.
La pérdida de su padre le trastornó de tal manera que estuvo unos días sin querer hablar. Su madre no insistía para que lo hiciera. Ella también se enfrentaba a su propio duelo. Cada uno hallaba alivio en el silencio de su habitación y ni siquiera hacían por compartir el almuerzo. Jacques iba a la nevera y se conformaba con lo que encontraba. En realidad no tenía hambre.
Y así fue durante una semana. Luego, un día, su madre irrumpió en su habitación. Le pareció que había envejecido.
—Nunca dejaremos de llorarle, pero ahora tenemos que seguir viviendo y acostumbrarnos a que él ya no estará. Mañana volverás al liceo.
—No quiero ir —se atrevió a decir.
—Pero irás. Y yo buscaré un trabajo. No tenemos otra opción que la de vivir, y puesto que es la única que tenemos, lo haremos de la mejor manera posible.
—¿Y si ya no quiero vivir?
—No tienes esa opción, Jacques, de modo que hazte a la idea de que deberás soportar la ausencia de tu padre.
—¿Cómo pudiste vivir cuando se murieron tus padres? Nunca me has contado nada de los abuelos…
Entonces ella calló y salió de la habitación. Pero al día siguiente le obligó a levantarse y le acompañó al liceo.
Tuvieron que pasar seis meses antes de que su madre le desvelara el «gran secreto»:
—Somos judíos, Jacob.
—¿Jacob? ¿Por qué me llamas Jacob, madre? Sabes que mi nombre es Jacques…
—Es lo mismo Jacques que Jacob.
—Pues si es lo mismo, llámame Jacques.
Ella le dijo que había llegado el momento de regresar a «casa». Para él no había más casa que aquella que habían dejado en Beirut. Pero entonces descubrió que, para su madre, su «casa» era Israel, donde, dijo, tenía un primo. No pudo negarse. Aún no había cumplido trece años, de manera que tuvo que acompañarla y emprender una vida nueva en un país en el que le resultaba extraño el idioma y, sobre todo, que el vínculo entre los israelíes fuera primordialmente la religión. Cuando sus padres se casaron habían pactado sus diferencias religiosas. Como hasta ese momento no supo que su madre era judía, tampoco sabía que había contado con el visto bueno de su padre para que le circuncidaran, aunque también le bautizaron. No fue fácil aceptar que era judío. Muchos de sus compañeros del liceo abominaban de ellos y, de repente, su madre le decía que él lo era. Se rebeló. Insistió en que era católico, que había hecho la primera comunión, que en Beirut había ido a un colegio católico, y por tanto no tenía ningún interés en convertirse en judío.
—No es que tengas que convertirte, Jacob, es que lo eres, y lo eres porque yo soy judía, y es a través de las madres como se adquiere la condición de judío.
—Pero yo podré elegir…
—No, no puedes, eres lo que eres.
—Soy católico como mi padre.
—Bueno, también eres católico, pero ahora serás judío.
En Israel, Jacob se sintió a disgusto desde el primer día. Todo le resultaba ajeno. La gente, directa y ruda, no perdía ni un segundo en circunloquios como en Beirut ni tampoco practicaba los buenos modales parisinos. El hebreo se le antojó imposible de aprender, aunque finalmente logró dominarlo. Pero en Israel, por primera vez, sobre todo supo lo que era sentirse solo. Al principio la lengua le separaba del resto de los habitantes, aunque su madre, para que no se sintiera perdido del todo, había decidido elegir lo que calificó como un «lugar cosmopolita», un kibutz en Galilea, el Ein Gev, «La perla del mar de Galilea», que funcionaba como hotel. Algo de razón tenía, puesto que allí se alojaban viajeros de todas las latitudes.
Su madre encontró trabajo en la recepción. Su elección estaba destinada a facilitar el aterrizaje de Jacob en un país que se le antojaba tan extraño como Marte. Ella dedicaba su tiempo al trabajo y a hacer de su hijo un «buen judío». Le obligó a que aceptara pasar el Bar Mitzvá. En cuanto cumplió los trece años, el rabino le explicó que había llegado el momento, puesto que su alma pasaría a otro nivel llamado neshamá; se trataba de empezar a asumir responsabilidades.
A la ceremonia del Bar Mitzvá asistieron algunos de los nuevos amigos de su madre; todos ellos pertenecían al kibutz.
De vez en cuando Jacob le preguntaba por su primo: «¿Por qué no viene a vernos o vamos nosotros a visitarle?». ¿Acaso no estaban allí porque aquel primo era su única familia? Ella respondía que su primo viajaba mucho y estaba muy ocupado, pero que algún día le conocería.
No era desgraciado, pero tampoco feliz. Admiraba a los fundadores del Israel reciente, pero no lograba dejar de sentirse un extraño. «Eres judío», le repetía su madre, y esa afirmación le abrumaba de tal manera que, si hubiese podido, habría huido.
Un día, mientras paseaba con ella por la orilla del mar, se atrevió a preguntarle por qué nunca le había dicho que era judía, pero sobre todo por qué cuando vivían en Beirut, y después en París, iba a la iglesia y participaba en sus ritos, incluso por qué quiso que él hiciera la comunión cuando cumplió los ocho años.
—Porque fui católica.
—O sea, ¿como yo? Eres judía y eres católica. No lo comprendo. ¿Cómo se pueden ser las dos cosas? A mí me educaste como católico y luego te has empeñado en que profese el judaísmo.
Fue entonces cuando ella, endureciendo el gesto para contener cualquier emoción, le desveló su secreto:
—Nací en París. Mis padres, cuando los nazis entraron en París, se escondieron en casa de una amiga de mi madre llamada Claudine, y aunque era mayor que ella, habían congeniado y se tenían un afecto sincero. Claudine se había quedado viuda y se había ido a vivir al campo, a la granja de sus padres. Al principio éstos no querían que mis padres se quedaran allí demasiado tiempo. Tenían miedo. Pero eran buena gente y terminaron por aceptar que se refugiaran en la granja. Los acomodaron en el altillo del granero, donde colocaron un colchón para que durmieran y una mesa con un par de sillas, un armario viejo… En fin, hicieron lo que pudieron para que mis padres estuvieran bien. Pero poco antes de que los nazis perdieran la guerra, mi madre, que se había quedado embarazada y había dado a luz, enfermó y tuvieron que buscar un médico que la asistiera. Aquel hombre los denunció… Cuando la policía fue a buscarlos, mi madre le pidió a su amiga que me salvara.
»Claudine me envolvió en un pedazo de sábana y mandó a su hija, que por aquel entonces tendría unos diez años, que me llevara al convento situado en un pueblo cercano. En aquella zona no eran pocos los huérfanos acogidos por las monjas. No era exactamente un hospicio, sino más bien un refugio en el que llegamos a vivir hasta una docena de niños… Aquella niña, Élise, la hija de Claudine, se jugó la vida por mí. Me llevó abrazada a su cuerpo y me depositó en la puerta del convento, llamó al timbre y después salió corriendo. Fue un 30 de mayo, el 30 de mayo de 1944… Faltaba muy poco para que los Aliados liberaran París. Mis padres y la familia de Élise tuvieron peor suerte.
»Las monjas me cuidaron y decidieron bautizarme con el nombre de la santa del día, nada menos que santa Juana de Arco, pero sobre todo guardaron una cadenita de oro de la que colgaba una estrella de David que mi madre me había colocado en el cuello. Naturalmente, las monjas me criaron como católica, no podría haber sido de otra manera. He de confesarte que incluso estuve tentada de ser monja. La vida en el convento siempre fue plácida y aquellas buenas mujeres nos dieron al resto de los huéspedes y a mí todo el afecto del que eran capaces.
»Cuando cumplí dieciocho años, la madre superiora me mandó llamar. Unos meses antes yo le había manifestado mi deseo de ser novicia y luego de convertirme en monja y quedarme allí para siempre. Pero sor María del Niño Jesús era una mujer sabia que sabía leer dentro de mí e intuía que yo tenía miedo a enfrentarme a la vida. Salir del convento me producía vértigo. Ella me convenció de que debía probar suerte “fuera” y si al cabo de un tiempo realmente sentía una vocación firme, podía regresar, pero eso sólo lo sabría si conocía la vida seglar. Antes de marcharme, la madre superiora me entregó la cadena con la estrella de David. La guardé sin saber qué hacer con ella e intenté que la superiora me desvelara algo sobre mis padres. Pero fue sincera al afirmar que sólo sabía que la noche de un 30 de mayo alguien había llamado a la puerta del convento y cuando abrieron encontraron un bulto en el suelo… Allí estaba yo, una criatura recién nacida… No podía darme ninguna información. Me tenía que conformar con esa cadenita y la estrella de David. Le pregunté con temor si creía que mis padres podían haber sido judíos. Me dijo que era probable. Así que me enviaron a París, a una residencia de señoritas donde me daban habitación y comida a cambio de hacerme cargo de la biblioteca. Era un lugar modesto, para chicas de provincias sin muchos medios económicos que querían estudiar en París. Yo me matriculé en Historia en la Sorbona… En realidad no tenía ninguna vocación definida salvo la de monja. Además de la biblioteca de la residencia de señoritas, encontré un empleo para cuidar por las tardes a unos niños. Sus padres trabajaban y necesitaban a alguien que los recogiera del colegio y los ayudara con sus tareas escolares. Eran un par de horas, pero suficientes para obtener unos cuantos francos. Yo tenía veinte años. Fue allí, en aquella casa, donde conocí a tu padre.
—Parece todo de novela lacrimógena —le dijo Jacob con cierta desconfianza.
—Sí, pero así fue. Tu padre estaba emparentado con la madre de aquellos niños… Eran primos, e incluso habían coincidido en la universidad estudiando en la ENA.
—¿Y os enamorasteis y os casasteis?
—Nos conocimos… nos empezamos a tratar… y sí, nos enamoramos, pero no inmediatamente. En realidad hubo un tiempo en el que dejamos de vernos. Tu padre viajaba mucho por Oriente Medio puesto que trabajaba para una empresa de importación y exportación con intereses en varios países, y yo terminé la carrera y dejé de cuidar a los niños, aunque no perdí el contacto con la familia. De cuando en cuando me invitaban a merendar, y habían pasado seis o siete años cuando en una de esas meriendas nos volvimos a encontrar. Fue a principios de los setenta. Así que no fue todo tan rápido como crees. Lo que sí sucedió es que cuando le conocí se había tambaleado mi decisión de ser monja. Se lo conté a sor María del Niño Jesús, que se rio diciéndome: «Ya lo sabía yo. Me alegro; lo único que deseo, y rezaremos por ello, es que cuando te cases, formes un hogar cristiano». Pero ya te digo que pasaron varios años antes de que nos volviéramos a ver. Aun así, tu padre no tardó en pedirme que nos casáramos. Tuve que sincerarme con él y contarle que en realid