El pájaro pintado

Jerzy Kosinski

Fragmento

A posteriori

En la primavera de 1963 visité Suiza con Mary, mi esposa, de nacionalidad norteamericana. En ocasiones anteriores habíamos pasado nuestras vacaciones en ese país, pero ahora estábamos allí por otra razón: hacía meses que ella se debatía contra una enfermedad presuntamente incurable, y viajamos a Suiza para consultar a otro grupo de especialistas. Puesto que proyectábamos quedarnos bastante tiempo allí, nos instalamos en una suite de un hotel palaciego que dominaba el litoral lacustre de un antiguo y refinado centro turístico.

Entre los clientes fijos del hotel había una camarilla de opulentos europeos occidentales, llegados a la ciudad inmediatamente antes que estallara la Segunda Guerra Mundial. Todos habían abandonado su respectiva patria antes que la matanza comenzara realmente, y nunca habían tenido que luchar a brazo partido. Una vez instalados en su oasis suizo, se convencieron de que, para ellos, el instinto de conservación no implicaba otra cosa que ir sobreviviendo de día en día. La mayoría de ellos frisaban los setenta o los ochenta años, y se trataba de gentes sin objetivos vitales, que durante todo el día parloteaban obsesivamente sobre su envejecimiento y tenían cada vez me nos fuerzas o voluntad para abandonar el refugio del hotel. Pasaban el tiempo en los salones y restaurantes o paseando por el parque privado. A menudo los seguía, deteniéndome a su lado frente a los retratos de estadistas que habían visitado el hotel entre ambas guerras, y leyendo, al mismo tiempo que ellos, las oscuras placas que conmemoraban las diversas conferencias de paz internacionales celebradas en las salas de convenciones del hotel después de la Primera Guerra Mundial.

Ocasionalmente conversaba con algunos de estos exiliados voluntarios, mas cada vez que aludía a los años de guerra en Europa central u oriental, tenían la precaución de recordarme que, como habían llegado a Suiza antes que estallara el conflicto, solo la conocían por referencias vagas, a través de informaciones de prensa y radio. Hablando de un país donde se habían instalado la mayoría de los campos de exterminio, señalé que entre 1939 y 1945 solo habían muerto un millón de personas como consecuencia de las acciones militares directas, en tanto que los invasores habían matado a cinco millones y medio. Más de tres millones de víctimas fueron judíos, y la tercera parte de estos tenían menos de dieciséis años. La proporción de muertos ascendía a doscientos veinte por cada mil habitantes, y sería imposible calcular el número de los que habían resultado mutilados, traumatizados, lesionados física o espiritualmente. Mis interlocutores asintieron amablemente, y confesaron que siempre habían pensado que los periodistas, apremiados por el exceso de trabajo, habían exagerado mucho las informaciones acerca de los campos de concentración y las cámaras de gas. Les aseguré que, por haber pasado mi infancia y adolescencia en Europa oriental durante los años de la guerra y la posguerra, sabía que la realidad había sido mucho más brutal que las fantasías más extravagantes.

Durante los días que mi esposa permanecía en la clínica para someterse al tratamiento, yo alquilaba un automóvil y viajaba sin rumbo fijo. Rodaba por las carreteras suizas pulcramente cuidadas, que discurrían sinuosamente entre campos erizados de obstáculos antitanques, de acero y hormigón, plantados durante la guerra para impedir el avance de los grandes carros blindados. Continuaban allí, como barreras ruinosas contra una invasión que jamás se había producido, tan superfluos e inútiles como los anacrónicos exiliados del hotel.

Muchas tardes alquilaba un bote y bogaba sin rumbo por el lago. En esos momentos experimentaba intensamente mi soledad: mi esposa, el nexo emocional que me unía a mi vida en Estados Unidos, estaba agonizando. Solo podía comunicarme con lo que quedaba de mi familia en Europa oriental mediante cartas esporádicas, crípticas, que siempre debían pasar por manos del censor.

Mientras navegaba a la deriva por el lago, me sentía hostigado por la desesperanza. No solo por la soledad, ni por el miedo a la muerte de mi esposa, sino también por una angustia que derivaba directamente de la vacuidad de las vidas de los exiliados y de la inutilidad de las conferencias de paz de posguerra. Cuando pensaba en las placas que adornaban los muros del hotel, ponía en duda que los autores de los tratados de paz los hubieran firmado de buena fe. Los hechos que habían seguido a las conferencias justificaban, desde luego, mis dudas. Sin embargo, los ancianos expatriados que residían en el hotel seguían convencidos de que la guerra había constituido una aberración inexplicable en un mundo de políticos bienintencionados cuyo humanitarismo estaba fuera de toda discusión. No podían admitir que determinados garantes de la paz se hubieran convertido posteriormente en los iniciadores de la guerra. Por obra de esta ingenuidad, millones de seres, como mis padres, y como yo mismo, que no tuvimos la oportunidad de escapar, nos vimos obligados a participar en episodios mucho más atroces que aquellos que los tratados habían prohibido con tanta grandilocuencia.

La acentuada discrepancia entre los hechos tal como yo los conocía y la cosmovisión nebulosa, poco realista, de los exiliados y los diplomáticos, me preocupaba profundamente. Empecé a revisar mi pasado y a pasar de los estudios de ciencias sociales a la ficción. Sabía que esta podía mostrar la vida tal como la vivimos auténticamente, a diferencia de la política, que solo ofrece promesas extravagantes de un futuro utópico.

Cuando llegué a Estados Unidos, seis años antes de realizar aquel viaje a Suiza, estaba resuelto a no volver jamás al país donde había pasado los años de la guerra. Solo había sobrevivido por casualidad, y siempre había tenido la conciencia acuciante de que otros centenares de miles de niños habían sido sentenciados a muerte. Sin embargo, pese a que me indignaba esta injusticia, no me veía como un traficante de culpas personales y reminiscencias íntimas, ni como un cronista del desastre que asoló a mi pueblo y mi generación, sino simplemente como un narrador.

«... la verdad es lo único en que la gente no difiere. Todo el mundo está subconscientemente dominado por el anhelo espiritual de vivir, por la inspiración de vivir a cualquier precio; queremos vivir porque vivimos, porque todo el mundo...», escribió un judío internado en un campo de concentración poco antes de morir en la cámara de gas. «Henos aquí en compañía de la muerte —escribió otro internado—. Tatúan a los recién llegados. A cada cual le corresponde un número. A partir de ese momento pierdes tu personalidad y te transformas en un número. No eres lo que eras antes, sino un número ambulante desprovisto de valor... Nos aproximamos a nuestras nuevas tumbas... aquí en el campo de la muerte impera una disciplina de hierro. Nuestro cerebro se ha embotado, los pensamientos están numerados: no es posible asimilar este nuevo lenguaje...»

El objetivo que perseguía al escribir una novela fue el de examinar «este nuevo lenguaje» de la brutalidad con su consi

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