Manuscrito hallado en la calle Sócrates

Rupert Ranke

Fragmento

cap-3

II

Entren ustedes, yo los espero allí. —Indiqué, a mis espaldas, el Coffee Lab en la esquina de la calle Marni y la Veintiocho de Octubre, frente al Museo Arqueológico Nacional. Sincronizamos nuestros relojes—. ¿Dentro de una hora está bien?

Los vi entrar en el museo con alivio y di media vuelta para atravesar la calle y sentarme en uno de los banquillos de la terraza del pequeño café. En la pared detrás de la barra podía verse, por los ventanales, un mapamundi de cartón piedra en cuyo centro, escrito en grandes letras en griego y en inglés, aparecía el nombre de Grecia, y, conectados por medio de líneas de distintos colores y dispersos por el mapa, los de Kenia, Etiopía, Brasil y Guatemala. Yo necesitaba un tsípuro, pero me tuve que conformar con un espresso triple —guatemalteco, en honor a mis clientes.

El matrimonio que me había contratado para hacer una gira por el Peloponeso y las islas griegas era gente llevadera; al menos así me lo pareció durante la primera etapa. Nos habíamos encontrado en el puerto de Patras, adonde llegaron procedentes de Igumenitsa y Ancona un día sábado. Dormimos la primera noche en la elegante aunque desvaída Nauplia, sede del gobierno de la Grecia moderna hacia sus inicios, y donde el primero de sus primeros ministros, Kapodistrias, fue asesinado en 1831 por rebeldes lacónicos reacios a pagar impuestos. Visitamos el palacio de Agamenón en la antigua Micenas, «bien construida y rica en oro», y vimos un ensayo general de la Electra de Eurípides en el gran anfiteatro de Epidauro. Dormimos otra noche en Pilos; los llevé a nadar en el agua helada de la bahía circular de Navarino, con su arena blanca y sombra de tamarindos, donde se libró la batalla en la que Grecia ganó la independencia y la armada otomana sufrió una derrota abrumadora en 1827; y donde, en la Antigüedad, los atenienses consiguieron la rendición incondicional de los espartanos, cuya tradición ordenaba pelear a muerte, como escribió Tucídides. Visitamos el hermoso palacio del rey Néstor, donde los invité a imaginar la escena de La Odisea en que Telémaco, que iba en busca de su padre, fue lavado y ungido en una tina de terracota (similar a la que desenterraron ahí los arqueólogos hace más o menos un siglo) por una hija del sabio y pacífico rey, la hermosa Policasta, y convertido en inmortal. Nos bañamos otro día en las cascadas del Neda, entre Arcadia y Mesenia, junto a una de las puertas del Hades (existen otras en Elefsina, Ática, la antigua Eleusis, estancia de Deméter, diosa de la amapola, madre del opio, y de su hija Perséfone, reina del mundo de los muertos; y en Ioánina, a orillas del Aqueronte, «el río sin alegría», donde está el Necromanteion de Épiro, oráculo de los muertos; otra cerca de un afluente de este río, en Paramythiá, que puede significar tanto cuento como consuelo, y en el cabo Ténaro, en la península de Mani, por donde Orfeo bajó para pedir la resurrección de Eurídice), y evitamos la ruidosa ciudad de Kalamata. Atravesamos los montes de la Arcadia y vimos en la distancia la cima del Taigeto, donde los espartanos sacrificaban delincuentes, caballos y recién nacidos minusválidos. Caminamos por las profundas gargantas del Lousio —el río helado, rápido y traicionero, donde los dioses olímpicos hacían sus abluciones—, flanqueado por monasterios y acantilados. Nadamos en el Alfeo, hijo del dios Océano y acosador de ninfas transformado en río, que abraza la colina de Cronos y atraviesa la llanura donde están las ruinas de Olimpia. Almorzamos en Delfos, el nicho rocoso entre los riscos imponentes del Parnaso. Un águila dorada sobrevoló por encima de nuestras cabezas cuando nos acercábamos al sitio en que Apolo mató a la serpiente Pitón y donde están las ruinas de su primer templo. (Esto me dio pie para contar a mis clientes la versión de Hesíodo sobre la fundación mítica del oráculo y la ubicación en ese sitio preciso del centro del universo helénico. Con el fin de resolver la cuestión de dónde habría de erigirse un templo que marcaría el centro del mundo, Zeus libertó dos águilas en los confines opuestos de la Tierra, y fue en el cielo por encima del Parnaso donde las aves sagradas cruzaron sus vuelos. Aquí se colocó, y puede verse todavía, el onfaló de mármol que según la leyenda Rea dio a tragar a Crono, devorador de sus propios hijos, para matarlo y salvar a Zeus, hijo de ambos.)

La pareja decía y repetía que estaban encantados.

Bebido el café, me puse a revisar cuentas y a consultar los pronósticos meteorológicos. El plan original era pasar dos noches en Atenas para proseguir la gira por las Cícladas y el Dodecaneso, y quería asegurarme de que los horarios no sufrirían variaciones debido al mal tiempo, ocurrencia común en los servicios de transporte de los mares griegos, sobre todo entre los meses de diciembre y marzo.

Siendo suizo y extranjero en estas tierras, desde el inicio tuve problemas con algunos guías locales, que resienten la competencia por parte de metecos, sobre todo en los grandes museos. Además, el último año yo no había podido renovar a tiempo mi licencia (que ya daba por perdida en el laberinto de despachos que son los ministerios de Turismo y de Cultura y Deportes) y si era detectado corría el riesgo de una prohibición indefinida para ejercer como guía en Grecia. Expliqué esto a la pareja de guatemaltecos, y simpatizaron conmigo. Creo que hasta les pareció divertido el juego que propuse que jugáramos. Yo los instruía sobre las diferentes salas y secciones de cada museo que íbamos visitando; les recomendaba que vieran detenidamente algunas obras clave y que pasaran por alto muchas otras, por la escasez de tiempo. Mantenía mi teléfono a mano para que me llamaran si tenían preguntas acerca de alguna pieza —y podían enviarme imágenes si les parecía necesario— o si había algún dato que quisieran verificar.

Transcurrida la hora exacta, poco antes del cierre del museo, pagué el café y me dirigí hacia el pórtico. Vi a la señora salir con las mejillas húmedas y los ojos llenos de lágrimas. No quise hacer preguntas y regresé al lado de la pareja por la calzada frente al café terraza del museo entre las palomas que, impávidas, picoteaban el suelo, y allí tomamos un taxi para ir al Elektra, donde ellos se alojarían una noche más. Durante el corto trayecto el marido me explicó que los planes para el día siguiente cambiarían. En vez de ir por la mañana a la plaza Síntagma, a pocas calles del Elektra, para presenciar el cambio de guardia frente al Palacio del Parlamento y visitar el museo Benaki antes de embarcar en el Pireo hacia la isla de Sifnos, habían decidido regresar al MAN, y esta vez querían que yo ingresara también. Necesitaban que les diera explicaciones detalladas, y no de manera remota, sobre una estatua que habían visto y que había interesado a la señora a tal punto que no quería dejar Atenas antes de resolver algunas dudas al respecto.

Detesto que me hagan cambiar planes a media gira casi tanto como tener que jugar al zorro y los perros con los guías y guardias de museos y sitios arqueológicos, pero no podía objetar, de modo que acordamos que a primera hora de la mañana siguiente pasaría a buscarlos al hotel para regresar juntos al MAN, que estaba abierto a partir de las ocho.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos