Existiríamos el mar

Belén Gopegui

Fragmento

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En el piso de una calle del mundo se comparten vidas, grifos, bombillas de luz fría y de luz cálida. Lena, pelo corto, un poco más alta de lo frecuente, cuarenta y dos años, mete la llave en el portal 26 de la calle Martín de Vargas, sube las escaleras hasta el tercero C y deja las dos bolsas, una de naranjas, otra con pan, cebollas y media calabaza. Se quita el abrigo y se sienta.

Hay silencio en la casa. Dentro de un rato llegará Ramiro, tiene cuarenta y tres años, el cuerpo grande, suele vestir de negro; en el pelo, negro también, se abren camino las primeras canas. Ramiro trabaja en una gran cadena especializada en construcción, decoración y bricolaje, hace unas semanas que rompió con su última pareja. Enseguida llegará Camelia, de cuarenta y un años, madre de una hija de nueve que pasa este curso en Valencia con su padre. Camelia, o Camila o Cami, como la llaman a veces, es responsable administrativa en una gran empresa constructora y dedica sus horas sindicales a trabajar dos o tres días a la semana en las oficinas del sindicato. Luego, si no hubiera pasado lo que ha pasado, llegaría Jara, pero Jara se ha ido; y, más tarde, Hugo, desarrollador web, flacucho, cuarenta recién cumplidos. Nunca supuso que a su edad viviría así, en un piso colectivo. Aparte de Raquel, la hija de Camelia, dos sobrinos de Hugo están temporadas con ellos, y también acogen a la sobrina de Lena de vez en cuando. Tienen una especie de hueco-habitación en el salón y camas grandes en sus habitaciones. En el cuarto de Camelia, hay una cama de más para Raquel. El cuarto de Jara está vacío. Ha pasado ya una semana desde que se fue.

Muchas veces Lena ha pensado que le gustaría que su vida fuera emocionante. No como las cosas pequeñas, cotidianas, que a veces la emocionan, sino como esa clase de emoción cercana a la aventura y a lo extraordinario. Y no como los días peores de la epidemia, aquello no fue emocionante, fue difícil para la mayoría, muy difícil para un grupo enorme de gente, y lo sigue siendo. Las cosas emocionantes tienen resultados inciertos con promesas, pero no cualquier promesa: la promesa de que pase algo nuevo, un poco increíble y transformador, seguramente bueno. En una historia, los crímenes también son lo que se suele entender por emocionante, al menos algunos crímenes en algunas historias. Porque hay misterio, supone Lena, en el proceso de averiguar, y hay poder en el hecho de quitar la vida y en el de lograr aunque sea una restitución mínima. Además, hay enfrentamientos acabados, completos, y lo que se consuma es emocionante.

En su vida, sin embargo, y es una descripción más que una queja, hay bruma, complicaciones, las cosas suelen girar en torno a la necesidad de no perder, que no se parece a ganar, sino a mantenerse en esa zona donde no hay victorias ni derrotas absolutas y donde la tensión cansa. Eso no es lo que ella entiende por una promesa.

Y ahora, ¿el que Jara se haya ido, el que no puedan encontrarla y sientan inquietud y miedo por lo que le haya podido pasar es emocionante, o es solo un fallo más entre todos los que aparecen en las vidas de vez en cuando?

Lena creyó que investigar en un laboratorio sería emocionante, que la promesa de descubrir algo, de hacer avanzar la ciencia y la lucha contra la enfermedad la colmaría. Cuando eligió sus estudios tenía un modelo, Jonas Salk, el que donó la vacuna de la polio a la humanidad, y ante la pregunta de por qué no la había patentado, contestó: ¿Acaso se puede patentar el sol? Pero todo eso está tan lejos de lo que ella hace. Tampoco con la epidemia ha podido contribuir en nada. Les obligaron a trabajar más días de lo que hubiera sido prudente y en ningún momento pensaron siquiera en poner ese trabajo al servicio de lo que estaba ocurriendo. No pudo participar entonces, ni puede ahora, en la decisión de lo que van a investigar, apenas tiene autonomía para opinar sobre cómo hacerlo, y no tiene ninguna para elegir a quién beneficiará. Ha trabajado en la universidad y en tres empresas distintas, y eso nunca ha cambiado. Si está pronto en casa es porque ayer pasó la noche en el laboratorio y hoy solo ha ido tres horas por la tarde. Tenía tantas ganas de llegar pronto y darle una sorpresa a Jara, que pasa, pasaba, se corrige, allí sola casi todo el día. Ya no, hace cuatro días que no. Y aún no entiende por qué no se ha despedido. Jara no es su pareja; es su amiga, indecisa, obsesiva, amada.

Ramiro y Camelia habían desayunado con ella. Por la noche, al ver que no volvía ni respondía a las llamadas, aunque no era lo habitual supusieron que estaría con alguien. Pero al día siguiente Ramiro entró en su habitación buscando una grapadora, entonces lo vieron. Jara había dejado su móvil sobre la cama y había borrado el contenido, según comprobarían más tarde. Le había quitado las tarjetas. Las encontraron en la papelera, cortadas. Sobre la mesa había dejado su tarjeta de crédito además de doscientos noventa euros, el precio aproximado de un mes de alquiler de su habitación, pues al estar en paro ella pagaba menos que los demás. Se había llevado algunas cosas. Todo parecía indicar que Jara no solo quería irse; también quería, de algún modo, de­saparecer. Se preocuparon. Jara no era la persona más estable del mundo. Pero irse así, de esa manera, sin un motivo. Cuando huyes, dijo Ramiro, es porque alguien te persigue. No siempre, dijo Camelia y sus mejillas, cubiertas a menudo por dos alas de mariposas rosadas, parecieron más rojas, y más brillante su melena de pelo crespo.

Esperan recibir un mensaje en cualquier momento, incluso una carta, o que alguien les vaya a ver y les diga algo. No han avisado a la policía, aunque sí han hablado con su médica pues es también amiga de hace años y, por ese lado, están tranquilos. «Creo que no quiere que la encuentren, ni que la encontremos», dijo Hugo ayer. Lena no contestó. En cierto modo puede que Hugo tenga razón: habría sido tan fácil para Jara dejar una nota. Pero Lena duda: tal vez el motivo de que no haya dejado esa nota no es que no quiera que la busquen; tal vez solo obedezca a que las cosas que son fáciles para muchas personas, para Jara no lo son. Si Jara estuviera oyéndola pensar ahora, sacudiría, piensa Lena, la cabeza. Le gustaba contar la historia de un estudio según el cual las niñas y niños menores de dos años que dormían con luces nocturnas tenían mayor propensión a la miopía. «Sin embargo… —continuaba poniendo voz de gran suspense—, más tarde, otras investigaciones mostraron a su vez que las madres y padres miopes tenían mayor propensión a mantener las luces encendidas durante la noche. De manera que… ¿la propensión a la miopía sucedía por la luz encendida en la noche, por la herencia de los progenitores, por ambas? ¿Tal vez la luz encendida no tenía nada que ver y era solo un factor de confusión? Y Lena, Lena, tú me lo contaste: ¿qué hay de esos miles de personas a quienes les dolía el estómago, les detectaron una úlcera y se sintieron culpables por su estrés o angustiadas por no poder abandonar la situación que, al provocarlo, destruía su estómago? Se guiaban por una explicación equivocada. Después alguien descubre la bacteria causante de la úlcera. Ah, ahora sí que tenemos explicación exacta. Y sin embargo: no. Tenemos una parte, sabemos cómo solucionar los principales inconvenientes. Pero cualquier día se encuentra una explicación que contenga piezas que hoy nos faltan: entonces creeremos que esa sí que es la correcta.»

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