El hombre en suspenso

Saul Bellow

Fragmento

Hubo un tiempo en que los hombres tenían la costumbre de dirigirse a sí mismos con frecuencia y por ello no les avergonzaba dejar constancia de sus transacciones interiores. Pero llevar un diario hoy en día se considera una especie de complacencia para consigo mismo, una debilidad, y de mal gusto, porque vivimos en una era en la que priva el endurecimiento. Hoy en día, el código del atleta, del muchacho duro (creo que una herencia norteamericana del gentleman curiosa mezcla de esfuerzo, ascetismo y rigor, cuyos orígenes se remontan según algunos a Alejandro Magno) es más fuerte que nunca. ¿Tienes sentimientos? Existen formas correctas e incorrectas de indicarlos. ¿Tienes vida interior? Eso no es asunto de nadie más que tuyo. ¿Tienes emociones? Estrangúlalas. Hasta cierto grado, todo el mundo obedece a este código. Y lo cierto es que admite una clase de sinceridad limitada, una franqueza con la boca cerrada. Sin embargo, tiene un efecto inhibidor de la sinceridad más auténtica. La mayor parte de las cuestiones serias son inaccesibles para las personas de carácter duro. Carecen de práctica en la introspección y, en consecuencia, están mal equipados para enfrentarse a adversarios contra los que no pueden disparar como si fuesen caza mayor ni superar en atrevimiento.

Si tienes dificultades, lidia con ellas en silencio, dice uno de sus mandamientos. ¡Al diablo con eso! Me propongo hablar de las mías, y si tuviera tantas bocas como Shiva tiene brazos y las hiciera hablar todas a la vez, seguiría sin poder hacerme justicia. En mi estado actual de desmoralizació llegado a serme necesario llevar un diario —es decir, hablar conmigo mismo— y no me siento en absoluto culpable ni demasiado indulgente hacia mi persona. Los hombres de cacter duro reciben una compensación por su silencio: pilotan aviones o torean o se dedican a la pesca del tarpó
tras que yo no suelo abandonar mi cuarto.

En una ciudad donde uno ha vivido casi toda su vida, no es probable que alguna vez sea un solitario, y, sin embargo, en un sentido muy real, eso es precisamente lo que soy. Me paso a solas diez horas diarias entre las cuatro paredes de una haón. El cuarto no está mal, la verdad sea dicha, aunque tiene las molestias habituales de las casas de huéspedes: olores de cocina, cucarachas y vecinos peculiares. Pero en el transcurso de los años me he ido acostumbrando a esas tres

Estoy bien provisto de libros. Mi mujer siempre me trae tulos nuevos con la esperanza de que los lea. Ojalá
En el pasado, cuando teníamos un piso propio, leía constantemente. Siempre estaba comprando nuevos libros, más r
do, lo reconozco, de lo que mi capacidad de lectura me pera leerlos. Pero mientras estuviera rodeado de ellos, eran garantes de una vida más amplia, mucho más preciosa y necesaria de la que me veía obligado a llevar cada dí imposible mantener siempre esa vida superior, por lo menos a tener sus signos al alcance de la mano. Cuando se vola insustancial, podía verlos y tocarlos. Ahora, sin embargo, ahora que estoy ocioso y debería ser capaz de dedicarme a los estudios que en otro tiempo comencé, descubro que soy incapaz de leer. Los libros no me sostienen. Al cabo de dos o áginas o, como sucede a veces, párrafos, sencillamente no puedo continuar.

Han pasado casi siete meses desde que renuncié
to de trabajo en la agencia de viajes Inter-American para presentarme cuando el ejército me llamara a filas. Todaví
toy esperando. Parece tratarse de algo trivial, una especie de comedia burocrática encorsetada por las formalidades. Al principio yo mismo adopté esa actitud hacia el asunto. Emó como unas vacaciones, un breve aplazamiento, en mayo pasado, cuando me enviaron a casa debido a que mis papeles no estaban en regla. Llevo viviendo aquí dieciocho añ
n soy canadiense, súbdito británico, y aunque sea un extranjero amistoso, no me podían reclutar sin una investigaci previa. Esperé cinco semanas y entonces le pedí al se Mallender, de la Inter-American, que volviera a aceptarme temporalmente, pero me dijo que el negocio ha decaí
to que se había visto obligado a despedir a los señ
y Bishop, a pesar de sus largos años de servicio, y no ten ninguna posibilidad de ayudarme. A fines de septiembre reuna carta en la que me informaban de que habí vestigado y aprobado y de nuevo, de acuerdo con las normas, me indicaban que me sometiera a un segundo aná
gre. Al cabo de un mes me notificaron que figuraba en 1A y me dijeron que debía estar preparado. Esperé una vez m Finalmente, cuando llegó noviembre, empecé a hacer averiguaciones y descubrí que, debido a una nueva clá
afectaba a los hombres casados, mi reclutamiento habí pospuesto. Pedí que volvieran a clasificarme, aduciendo que ía visto imposibilitado de volver al trabajo. Al cabo de tres meses de explicaciones me transfirieron a 3A. Pero antes de que pudiera actuar (una semana después, para ser exacto), me dieron cita para un nuevo análisis de sangre (cada uno de ellos solo es válido durante dos meses). Y así volvió
sarse mi incorporación a filas. Esta tediosa situació terminado todavía, estoy seguro de ello. Se prolongará
te otros dos, tres o cuatro meses.

Entretanto, mi mujer, Iva, me mantiene. Afirma que eso no es ninguna carga y que desea que disfrute de esta libertad, que lea y haga todas las cosas agradables que no podré ército. Hace más o menos un año, di comienzo, lleno ón, a varios ensayos, en especial biográficos, sobre

ósofos de la Ilustración. Estaba en medio de uno sobre Diderot cuando me detuve. Pero quedó vagamente entendido, cuando empecé a estar en suspenso, que seguirí ellos. Iva no quería que consiguiera un empleo. Al fin y al cabo, dada mi clasificación de 1A, tal vez no encontrarí

Iva es una chica silenciosa. Tiene una manera de ser que no estimula la conversación. Hemos dejado de confiar el uno en el otro; lo cierto es que son muchas las cosas que no puedo mencionarle. Tenemos amigos, pero ya no los vemos. Unos pocos viven en lugares distantes de la ciudad. Hay algunos en Washington, otros están en el ejército y uno en el extranjero. Mis amigos de Chicago y yo nos hemos ido distanciando sin cesar. No he tenido muchas ganas de verlos, aunque de haberlo hecho es posible que hubiéramos podido superar algunas de nuestras diferencias. Pero, tal como yo lo veo, el perno principal que nos mantenía unidos se ha roto, y hasta la fecha no he tenido ningún incentivo para sustituirlo. Y por eso estoy muy solo. Me paso el tiempo sentado en mi habin sin hacer nada, dedicado a prever las pequeñas crisis de la jornada, los golpecitos en la puerta de la muchacha de servicio, la llegada del cartero, los programas de la radio y las angustias infalibles y cíclicas de determinados pensamientos.

He pensado en trabajar, pero soy reacio a admitir que no s hacer de mi libertad y me someto a la esclavitud del trabajo porque carezco de recursos; en una palabra, de carácter. La tima vez que volvieron a clasificarme intenté enrolarme en la Marina, pero el reclutamiento parece ser el único canal abierto a los extranjeros. No puedo hacer más que esperar, o permanecer en suspenso, y me siento cada vez más desanimado. Tengo perfectamente claro que me estoy deteriorando, que voy haciendo acopio de una amargura y un rencor que, como si fuecidos, corroen mi dotación de generosidad y buena voluntad. Pero el retraso de siete meses es solo una de las fuentes de mi agobio. Una vez más, a veces lo considero como el ten de fondo contra el que se me ve oscilar. No es solo eso. Antes de que pueda evaluar con precisión el dañ
hecho, tendrán que cortar la cuerda de la que pendo.

He empezado a observar que, cuanto más activo se vuelve el resto del mundo, con tanta mayor lentitud me muevo, y que mi soledad aumenta en la mism

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