La vida nueva

Orhan Pamuk

Fragmento

La vida nueva

1

Un día leí un libro y toda mi vida cambió. Ya desde las primeras páginas sentí de tal manera la fuerza del libro que creí que mi cuerpo se distanciaba de la mesa y la silla en la que estaba sentado. Pero, a pesar de tener la sensación de que mi cuerpo se alejaba de mí, era como si más que nunca estuviera ante la mesa y en la silla con todo mi cuerpo y todo lo que era mío y el influjo del libro no solo se mostrara en mi espíritu, sino también en todo lo que me hacía ser yo. Era aquel un influjo tan poderoso que creí que de las páginas del libro emanaba una luz que se reflejaba en mi cara: una luz brillantísima que al mismo tiempo cegaba mi mente y la hacía refulgir. Pensé que con aquella luz podría hacerme de nuevo a mí mismo, noté que con aquella luz podría salir de los caminos trillados, en aquella luz, en aquella luz sentí las sombras de una vida que conocería y con la que me identificaría más tarde. Estaba sentado a la mesa, un rincón de mi mente sabía que estaba sentado, volvía las páginas y mientras mi vida cambiaba yo leía nuevas palabras y páginas. Un rato después me sentí tan poco preparado y tan impotente con respecto a las cosas que habrían de sucederme, que por un momento aparté instintivamente mi rostro de las páginas como si quisiera protegerme de la fuerza que emanaba del libro. Fue entonces cuando me di cuenta, aterrorizado, de que el mundo que me rodeaba había cambiado también de arriba abajo y me dejé llevar por una impresión de soledad como jamás había sentido hasta ese momento. Era como si me encontrara completamente solo en un país cuya lengua, costumbres y geografía ignorara.

La impotencia que me produjo aquella sensación de soledad me ató de repente con más fuerza al libro. El libro me mostraría todo lo que debía hacer en aquel nuevo país en el que había caído, lo que quería creer, lo que vería, el rumbo que seguiría mi vida. Ahora, pasando las páginas una a una, leía el libro como si fuera una guía que me mostrara el camino a seguir en un país salvaje y extraño. Ayúdame, me apetecía decirle, ayúdame para que pueda encontrar una vida nueva sin tropezar con accidentes ni catástrofes. Pero también sabía que esa vida nueva estaba formada por las palabras del libro. Mientras leía las palabras una a una intentaba, por un lado, encontrar mi camino, y, por otro, recreaba admirado cada una de las imaginarias maravillas que me harían perderlo por completo.

A lo largo de todo aquel tiempo, mientras reposaba sobre mi mesa y proyectaba su luz en mi cara, el libro me resultaba algo cotidiano, parecido al resto de los objetos de mi habitación. Lo noté mientras asumía maravillado y alegre la existencia de una vida nueva, de un mundo nuevo, que se abría ante mí: aquel libro capaz de cambiar de tal manera mi vida solo era un objeto vulgar. Mientras las ventanas de mi imaginación se abrían lentamente a las maravillas y a los terrores del mundo nuevo que me prometían sus palabras, volvía a pensar en la coincidencia que me había llevado hasta el libro, pero aquello era una fantasía que se quedaba en la superficie de mi mente y que no descendía hasta sus profundidades. El hecho de que me volcara en esa fantasía según leía parecía deberse a un cierto miedo: el mundo nuevo que me ofrecía el libro me era tan ajeno, era tan extraño y sorprendente que para no sumergirme por completo en él notaba la necesidad de sentir algo que se relacionara con el presente. Porque en mi corazón se estaba asentando el miedo a que, si levantaba la cabeza del libro, si miraba mi habitación, mi armario, mi cama, si echaba una ojeada por la ventana, no podría encontrar el mundo tal y como lo había dejado.

Los minutos y las páginas se sucedieron, pasaron trenes a lo lejos, oí cómo mi madre salía de casa y cómo regresaba mucho después; oí el estruendo habitual de la ciudad, la campanilla del vendedor de yogur que pasaba ante la puerta y los motores de los coches, y todos aquellos sonidos que tan bien conocía me parecieron extraños. En cierto momento creí que fuera llovía a cántaros, pero me llegaron unos gritos de niñas que saltaban a la comba. Creí que se abriría el cielo y que saldría el sol, pero en el cristal de mi ventana repiquetearon gotas de lluvia. Leí la página siguiente, otra más, otras; vi la luz que se filtraba desde el umbral de la otra vida; vi lo que hasta entonces sabía y lo que ignoraba; vi mi propia vida, el camino que creía que tomaría mi vida...

Pasando lentamente las páginas penetró en mi alma un mundo cuya existencia hasta entonces había ignorado, en el que nunca había pensado, que nunca había sentido, y allí se quedó. Muchas cosas que hasta entonces sabía y sobre las que había meditado se convirtieron en detalles en los que no valía la pena insistir y otras que ignoraba surgieron de sus escondrijos y me enviaron señales. Si mientras leía me hubieran preguntado qué era aquello, no habría podido responder porque sabía que leyendo avanzaba lentamente por un camino sin retorno, notaba que había perdido todo mi interés y curiosidad por ciertas cosas que había dejado atrás, pero sentía tal entusiasmo e ilusión por la nueva vida que se extendía ante mí que me daba la impresión de que todo lo que existía era digno de interés. Justo cuando me abrazaba entusiasmado a ese interés, cuando comenzaba a balancear nervioso las piernas, la profusión, la riqueza y la complejidad de todas las posibilidades se convirtieron en mi corazón en una especie de terror.

Acompañando a ese terror vi en la luz que el libro proyectaba en mi cara habitaciones decadentes, vi autobuses enloquecidos, gente cansada, letras pálidas, ciudades perdidas y vidas y fantasmas. Había un viaje, siempre, todo era un viaje. Y vi una mirada que me seguía continuamente en ese viaje, que parecía surgir ante mí en los lugares más inesperados y que luego desaparecía, y que conseguía que se la buscara precisamente por haber desaparecido; una mirada dulce, limpia de culpa y pecado mucho tiempo atrás... Quise poder ser esa mirada. Quise estar en el mundo que veía esa mirada. Lo deseé de tal manera que me dio la impresión de que creía vivir en ese mundo. No, ni siquiera había necesidad de creerlo; yo vivía allí. Y puesto que vivía allí, el libro, por supuesto, debía tratar de mí. Y eso era así porque alguien antes que yo había pensado y puesto por escrito mis pensamientos.

Y fue de esa manera como comprendí que las palabras y lo que me describían debían de ser cosas completamente distintas unas de otras. Porque desde el principio había notado que el libro había sido escrito para mí. Quizá fuera por eso por lo que cada palabra y cada frase se grababan de tal manera en mi interior mientras leía. No porque fueran frases extraordinarias ni palabras brillantes, no, sino porque me arrastraba la sensación de que el libro hablaba de mí. No pude descubrir cómo me había dejado llevar por esa sensación. Quizá lo descubrí y lo olvidé porque intentaba encontrar mi camino entre asesinos, accidentes, muertes y señales perdidas.

Y así, a fuerza de leer, mi punto de vista se transformó con las palabras del libro y las palabras del libro se convirtie

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