Planetario

Julián López

Fragmento

Obertura

Obertura

Unas manos tamborilean con sus dedos en el brazo de un sillón orejero. Son algo huesudas y acumulan muchos años. El resto del cuerpo cede su peso al sillón, que lo recoge como si se tratase de una masa de barro que busca acomodo.

Todo lo que le rodea es quietud. Es pura calma encapsulada dentro de la habitación. Solo afuera de la ventana, el leve movimiento de las hojas del manzano que hay plantado le muestra el discurrir de la vida. Lo mira y parpadea lento al hacerlo. Si no fuera por ese agitar de las ramas y ese movimiento de los párpados, parecería que el tiempo está detenido. Suspendido en un plano temporal.

Se oyen unos pasos ligeros al otro lado. La puerta se abre. Tras ella asoma la cabeza un chico, que entra con paso decidido, dejándola abierta. Se puede percibir un dulce olor a café y a galletas que viene del pasillo. Lleva algo en la mano: un dispositivo que introduce en un aparato. Junto a él, unos altavoces con la telilla negra y revestidos de madera clara esperan callados.

El chico se dirige al hombre que está sentado en el sillón y que sigue mirando hacia el manzano de fuera. Se coloca delante y sus miradas se cruzan. El chico sonríe, el hombre no. Su expresión parece imperturbable. Como si dentro no ocurriese nada. Un río seco por cuyo cauce hace tiempo que el agua no se abre camino. El chico se acerca y le da un beso en la mejilla mientras lo agarra de la mano. Es un saludo cálido. Habitual.

El chico pulsa un botón del aparato y unos sonidos emergen de los altavoces. Los dedos del hombre se estremecen. Pequeñas alteraciones, casi imperceptibles. Mínimas descargas eléctricas. Los dos pares de ojos vuelven a encontrarse. La boca del hombre, ahora sí, traza una sonrisa liviana. Mueve la cabeza hacia los altavoces. Un ligero candor se enciende en la mirada de sus ojos vaporosos. Como si un fuego estuviera prendiendo en el interior de una cueva. El chico sube el volumen del aparato consciente del protagonismo con el que quiere dotar a la música, que sale como un torrente de agua.

Una voz cálida entona una melodía arropada por instrumentos que llenan de distintos timbres y colores la estancia.

Los ojos.

Los ojos del hombre titilan. Chisporrotean. Miran hacia el otro lado del cristal, donde el manzano continúa meciéndose. Parece que lo hiciera al compás de la música que suena dentro. Los ojos van al cielo, que luce claro y resplandeciente. Ahora apuntan a una nube, que se desplaza con pereza. Más allá se fijan en la luna, que muestra su cuerpo, desnuda de la noche. Y van más allá.

Más aún.

Detrás.

Allende.

Solo que ahora lo hace con los ojos cerrados.

Preludio

Preludio

Se apagaron las luces. El silencio terminó por dominar el auditorio en el que me encontraba. Una voz anunció «a continuación, la Serenata para tenor, trompa y cuerda, Opus 31, de Benjamin Britten». El solista, tras un breve silencio, inspiró y atacó la primera nota. Era una nota aguda, que sonó lejana. Parecía una llamada ancestral. Sonidos que nacieron en otro lugar, otro tiempo, pero que resultaban familiares.

Y me arropaban.

Me arrullaban.

Me cautivaron.

Tras ese inicio, despertó la cuerda. Violines, violas y violonchelos hicieron su aparición, seguidos del tenor, Peter Pears. Cerré los ojos para captar aún mejor todas las armonías. Sentirlas bien adentro. De repente, una pequeña desafinación me hizo abrir los ojos. El tenor empezó a cantar de manera lánguida, bajando sospechosamente de tono. La sección de cuerda pareció contagiarse y cayó también su línea melódica. Tempo y tonalidad disminuyeron, precipitándose a una especie de abismo negro y sordo. Cuando el solista de trompa volvió a entrar, ya todo era un despropósito.

Encendí la luz y me incorporé en mi cama. Chequeé el walkman con un par de golpecitos. «Estos aparatos no practican el diálogo». Me di cuenta de que eran las pilas, que se estaban agotando. En ese instante, una voz llegó de una habitación cercana: «¿Qué haces con la luz encendía? ¡Venga a dormir!».

Entre el grito de censura y lo de las pilas, me quedé sin poder ponerme después una canción del grupo de mi vida, para despedir el día.

Capítulo 1

Capítulo 1

The show must go on

—¡Arribaaaa! —La persiana subida de golpe emitía su sonido fuerte, que ejercía de despertador—. Vamos, Jota. Vamos, Mar.

Mama nos despertaba así a mi hermana y a mí. Era su ritual de cada mañana para iniciar la jornada.

Ella ya estaba con el desayuno preparado, la estufa encendida y la ropa lista, mientras Mar y yo nos deslizábamos como almas en pena por el pasillo y entrábamos en busca del calor de la estufa con los ojos aún a medio abrir.

A mi hermana, mis padres le pusieron Mar para compensar la sequedad de vivir en un pueblo de interior. Tres años mayor que yo, en Mar confluían tres estados de naturalezas bien diferentes. Ella los combinaba con la destreza de un trilero: la irascibilidad, la inocencia y el sentimiento de responsabilidad como primogénita. Era alta y de cuerpo magro. Y casi siempre lucía una coleta que no paraba de deshacérsela y hacérsela de nuevo.

Lo que se sucedía en los minutos siguientes, una vez nos levantábamos de la cama, era una cadena de acciones mecánicas. Como si fuese un autómata: me quitaba el pijama, me ponía los pantalones y el jersey de cuello alto, mojaba una galleta en la leche, me ponía las zapatillas, mojaba otra galleta, estornudaba dos veces, me acababa la leche y chequeaba los libros y libretas de la cartera.

Todo ello con el blablabla monótono de la radio de fondo, que no faltaba

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