El derecho de los lobos

Stefano De Bellis
Edgardo Fiorillo

Fragmento

libro-3

Masacre en La Vaina del Gladio

Roma, año 673 ab Urbe condita, tercer día antes de las nonas de enero

(3 de enero del año 80 a. C.)

El sonido de la piedra de afilar contra el hierro acariciaba los tímpanos del hombre de la cicatriz y lo ayudaba a concentrarse. Cuidaba de sus sicas como un león de sus garras: acompasándose con las sacudidas del carro dejaba que la piedra corriese con estudiada lentitud sobre las hojas curvas, disfrutaba del momento y repasaba para sus adentros, mientras tanto, las cosas que tenía que hacer, distribuyéndolas en una secuencia precisa.

Afilaba su determinación de matar.

Tenía una misión, y los tres que lo acompañaban para llevarla a cabo seguirían sus órdenes, en cumplimiento de la ferina jerarquía que se había instaurado entre ellos.

El más joven, al que todos llamaban Puer, dormitaba en un rincón, envuelto en un manto oscuro; los otros dos charloteaban.

—Habrá mujeres —dijo el ibérico, recogiéndose el pelo en una corta coleta.

El germánico se rio.

—Mira qué bien… Vamos a estropear una fiesta. ¿Cuántas putas habrá, eh? ¿Cuántas habrá?

El hombre desfigurado se pasó el dedo índice por la cicatriz irregular que le recorría la cara desde la mandíbula hasta la frente pasando por la órbita derecha, vacía como un pozo sin fondo. Dio un último repaso a las sicas y se las cruzó por detrás de la espalda, metiéndolas en el grueso cinturón de cuero que le ceñía la túnica por la cintura. Aflojó los hombros, giró el cuello de toro, se inclinó hacia el hombre que estaba sentado frente a él y lo agarró por la barba. El otro gimió de dolor sujetándose, con las dos manos, al gigantesco brazo que tiraba de él hacia abajo.

—Ya te diré yo cuándo puedes dirigirme la palabra. —Se volvió y señaló con el dedo directamente al rostro del ibérico—. Si se os ocurre rozar siquiera a las mujeres con algo que no sea vuestra espada…

—Ya os lo había dicho —rio con malicia Puer, estirándose.

—Muérete, lameculos —le susurró el germánico, masajeándose la mandíbula.

Puer se encogió de hombros y se tapó la cara con la capucha.

El carro se detuvo con un crujido; las mulas del tiro resoplaron y el conductor murmuró algo a alguien a pie, quien a su vez le contestó. La confirmación de un acuerdo. Los cuatro comprendieron que habían llegado a uno de los puestos de guardia a las puertas de la Urbe. Hubo un rápido intercambio de palabras más y, luego, con una sacudida, empezaron a moverse de nuevo. Puer apartó apenas la cortina de piel de la parte trasera del carro y vio los muros de las casas de Roma desfilar lentamente.

—Ya estamos. —Los músculos del ibérico se contrajeron, adentellados por la excitación.

Al cabo de unos minutos volvieron a pararse. Los cuatro esperaron la señal, tres golpes de bastón contra un costado, y se bajaron.

Emanaban vaho en la noche.

El conductor llamó al coloso tuerto.

—Todo seguido hasta el final por esta calle. Doblad a la derecha; el cuarto a la izquierda es el callejón del lupanar. La Vaina del Gladio es la última casa que hace esquina. No os costará encontrarla. Hay un letrero, suponiendo que sepáis leer… Sin embargo, no tiene pérdida, es el único edificio que no parece a punto de derrumbarse de un momento a otro, y el único con más de un piso. Subid al primero. El resto ya lo sabéis. Ninguno con vida —concluyó.

El hombre de la cicatriz sonrió en la oscuridad de la capucha.

—Dame tu jarra —ordenó.

—¿El qué?

—Tu jarra.

—Está vacía. No tiene vino.

—Tú dámela.

El conductor se la entregó.

—Os espero aquí —dijo—, daos prisa.

Su mortífera carga desapareció entre los callejones de la Suburra.

Él se envolvió en una manta de lana y cerró los ojos.

A la entrada de La Vaina del Gladio cinco esclavos, hombres robustos, trataban de calentarse en torno a un pequeño brasero, bebiendo cerveza y un vino horrendo; un par de ellos jugaban a la morra. El frío del invierno atenuaba los olores de la calle embarrada, impregnada de lluvia, y de las aguas residuales que sus habitantes lanzaban por las ventanas, una costumbre que hacía de aquel vecindario un lugar peligroso también por lo que podía lloverte de repente sobre la cabeza. Por lo demás, ¿qué era la Suburra sino un intestino retorcido de callejones tenebrosos en los que fermentaban los desechos de la Urbe?

La calleja a la que daba el burdel estaba inmersa en la oscuridad. Para los cinco esclavos era una velada cómoda, al fin y al cabo: había tareas peores que escoltar a los amos en busca de placeres.

Concentrados en la morra, no prestaron demasiada atención a los cuatro borrachos que avanzaban zigzagueando por la calle, pasándose una jarra y mascullando cantos tabernarios. Seguro que eran clientes de la popina de Aviculus, no muy lejos de allí, en el callejón paralelo. Nada raro, pues. Salvo que los cuatro iban encapuchados y, al llegar a la altura del lupanar, hicieron ademán de entrar.

—¡Eh, alto, amigos! Está cerrado. —Uno de los esclavos, agarrando un bastón, les impidió el paso. Los otros siguieron con el juego: no eran aquellos los primeros peregrinos a los que rechazaban esa noche.

La refriega se extinguió en unos instantes, produciendo apenas un poco de jaleo y el grito ahogado de una de las víctimas, la última en morir.

Nada que pudiera llamar la atención de ningún habitante de la Suburra.

El ibérico y el germánico arrastraron los cadáveres al atrium. Puer entrecerró la enorme puerta de madera, dejando un resquicio para vigilar la calle. El hombre de la cicatriz revisó las habitaciones de la planta baja. Vacías. Les habían dicho que el lupanar había organizado una fiesta privada y que, por lo tanto, excepto la escolta y los invitados, estaría desierto; más valía asegurarse, en todo caso. Se asomó a las escaleras y oyó la voz de dos hombres, por lo menos. Uno, pequeñajo, apareció en el umbral de la habitación iluminada del primer piso: lo vio, titubeó un momento —lo suficiente como para distinguir una sonrisa en la cara desfigurada— y desapareció de nuevo dentro.

El sicario se bajó la capucha, restregó las sicas entre sí, produciendo un sonido escalofriante, y ordenó al ibérico y el germánico que lo siguieran arriba.

De guardia en la entrada, Puer oyó gritos de mujeres, muebles volcados, vajilla que se hacía añicos y un ruido sordo que venía de la calle. El germánico, con su acento nórdico, gutural, le gritó:

—¡Chico, uno ha saltado a la calle, atrápalo!

Puer salió corriendo. El ibérico, asomado a una ventana, lo llamó con un silbido.

—Está al otro lado de la casa. Cojea, pero ¡anda que no corre el mamarracho!

El barro había amortiguado en parte la caída, pero también había servido para que Medio As pareciera un porquerizo samnita. Como consecuencia del salto desde la ventana, su tobillo izquierdo había quedado maltrecho y le provocaba atroces punzadas solo con apoyarse en él.

—¡Que Júpiter me fulmine! De esta no me libro. Soy hombre muerto —repetía.

El aire frío le encogía los pulmones mientras el corazón le estallaba en el pech

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