Hildegarda

Anne Lise Marstrand-Jørgensen

Fragmento

cap-3

1

21 de julio de 1098

Bermersheim (Alemania)

Luz. Dolor.

El dolor nació con la luz.

Hay un techo. Pero todavía no hay techo. Hay palabras. Pero todavía no hay palabras. Cuerpo: no hay. La habitación, la luz, el fuego del hogar no existen. Un gemido, un grito vibrante que se propaga en todas las direcciones, que hiende el aire, se detiene en los cuerpos, la cama, la mesa, la ventana; blanco. El blanco sí existe.

La luz del sol se cuela por la rendija entre la cortina y el marco de la ventana como un cuchillo que corta el mundo; solo el grito sigue ascendiendo y descendiendo hasta que unos rayos brillantes sustituyen la luz, como cuando la recién nacida todavía era un feto y no sabía que existía otra cosa, que había contrarios y transiciones, los pulmones que respiran, rojo, negro, rojo, negro. Es la misma luz tenue, pero ya no da la seguridad de antes porque ahora es más frágil, frágil y rasgada, ¡chis! Solo son tus párpados, los abres y los cierras, no hay nada que temer.

Un cálido contacto en la nuca, el aire húmedo en el rostro, el miedo al suelo de piedra y al vacío. Un círculo de luz crece delante de la pequeña y va acercándose; hay paz en esa luz. Intenta concentrarse en ella, pero justo cuando consigue atraparla se escapa, se diluye en una corona brillante y húmeda. Los brazos colgando, la cabeza que empuja; no deben dejarla, eso lo sabe, aunque hasta ahora nunca ha tenido que preocuparse de si caía, pues antes flotaba, fluía, nadie la había tocado nunca.

cap-4

2

—Avisad al señor de la casa, hemos de bautizarla. No vivirá mucho.

La señora de la casa, Mechthild, lo oye y no lo oye. Su cuñada, Ursula von Sponheim, se dirige impaciente a la puerta, sin esperar a que a la gruesa sirvienta le dé tiempo a reaccionar. Deja la puerta abierta, se recoge la falda y se apresura escaleras abajo. La hija de Ursula, Kristin, quien junto con su madre y su séquito llegó el día antes al atardecer, le da a Mechthild un golpecito en la mejilla, pero su rostro redondo es un inexpresivo pozo de agua y lodo.

—¿Está...? —pregunta Mechthild con un hilo de voz.

Quiere incorporarse, pero un dolor lacerante como hierro candente le quema desde el abdomen hasta la espalda y la obliga a tumbarse de nuevo en la cama.

Kristin niega con la cabeza, grandes ojeras oscuras flotan en el pozo de agua, los labios rojos como una cereza se mueven sin decir nada. Es el primer nacimiento que ha presenciado; es como una preparación para lo que le espera. Kristin se casó en primavera y, siguiendo la fértil tradición familiar, ya está embarazada.

A Mechthild le da igual lo que Kristin intenta decirle; lo único que alcanza a entender es que el bebé está vivo. Pero Kristin continúa susurrando, aunque deduce que el mensaje no llega a Mechthild, que yace en la cama, tumefacta y sofocada. Ni ella misma sabe cómo ha llegado de la silla de partos a la cama, pero ahora descansa sobre varias capas de sábanas de lino bien remetidas bajo el colchón. La sala de la parturienta huele a suelo fresco de serrín, a humo de madera, a sudor y al ácido hedor del parto, de la sangre y el cuerpo.

El verano está en su apogeo, es el más caluroso que se recuerda, y no se sabe dónde hace más calor, si en el patio o entre los gruesos muros de la casa. En el hogar, las brasas incandescentes mantienen la caldera hirviendo. Las mujeres están sentadas en un banco a lo largo de la pared, con las manos en el regazo y los rostros encendidos. Han estado ahí desde muy temprano, ni siquiera han ido a la iglesia, aunque es domingo, y ya no queda mucho para el atardecer. Kristin reza en silencio por Mechthild, por la recién nacida, por ella misma y por el bebé que está en camino, que no se ha movido en todo el día, como si notara que se encuentran al borde de un abismo. Si Mechthild o la recién nacida no sobreviven será difícil no tomarlo como un mal presagio, y Kristin suspira de miedo.

Los pasos de Hildebert son un canto profundo y lento, un desafío a la llamada precipitada de Ursula. Mechthild no puede mantener los ojos abiertos, el embarazo ha sido difícil y el parto ha durado demasiado, más aún teniendo en cuenta que es la décima criatura a la que da a luz. Roricus, Clementia, Drutwin, Benedikta, Irmengard, Odilia, Hugo. Y los gemelos, que no llegaron a ser bautizados. Se estruja las manos bajo la manta. No puede ocurrir otra vez; no más almas de niño condenadas a vagar fuera del paraíso, a merced del diablo. Mechthild querría protestar: se dice que si un hombre asiste a un parto alguien morirá, pero la garganta seca le impide hablar. Si ella muere se las arreglará sin la extremaunción; al fin y al cabo, se confesó con el padre Cedric la semana antes de que empezaran los dolores. Con la recién nacida, en cambio, los demonios tendrán carta blanca. En tal caso, de nada sirve que Ursula haya metido amuletos sagrados entre las sábanas ni que haya cubierto las ventanas para que solo entrara un rayo de luz constante. Aferra la mano de Kristin, pero ella susurra ausente mientras mira a Mechthild, que jadea y se aclara la garganta.

—¿Vive todavía? —pregunta. Pero nadie responde.

Oye la voz de Hildebert, que pronuncia las palabras del bautizo, y piensa en el nombre. No han acordado nada al respecto, pero es obvio que la criatura necesita un nombre fuerte, y confía en que él piense en nombres de santa.

—Llamadla Margaretha —susurra ella.

Pero solo la oye Kristin, que se limita a mirarla con aire ausente mientras le enjuga la frente con un paño húmedo que ya no está ni frío ni caliente, solo le raspa la piel inútilmente.

—¡Hildegarda! —exclama entonces Hildebert.

Mechthild se estremece al pensar que la recién nacida se llamará como su padre y llevará un nombre pagano. Él nunca critica las férreas creencias de su mujer, y nadie podría acusarlo de no temer a Dios. Pero cada vez que ella menciona al padre Cedric o sus obligaciones con la iglesia, nota que a él se le enciende una lasca en el corazón, y una oscuridad emana de sus pupilas. Nadie puede comprender el sufrimiento de Hildebert, ni siquiera su esposa, una mujer confundida y pasional, que tiene visiones y que con su falta de sentido común permite que el demonio se acerque y rompa la paz del hogar. Sea como sea, Margaretha habría sido un nombre más adecuado; Hildegarda es uno guerrero, suena como la rueda de hierro contra el suelo de piedra, como el fuego y el hielo, que nunca serán uno.

Hildebert levanta a la recién nacida, que no se inmuta; simplemente cuelga de uno de los brazos de su padre. Ursula le acerca el recipiente con agua y supervisa con detalle cada uno de sus movimientos para asegurarse de que todo proceda como es debido. No le importa mucho lo que le pase a él, pero si la niña muere, será todavía más importante que durante el bautizo le hayan limpiado los pecados de sus ancestros. Hildebert se arrodilla con la niña en brazos, pesado como un oso, apoyándose en el dosel y evitando mirar a Mechthild, que yace en la cama sucia. Reza en voz alta y durante la plegaria oye la voz de su esposa, que solo alcanza a repetir p

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