La marca del agua

Montserrat Iglesias

Fragmento

cap-1

 

No sé lo que les van a decir a los muertos los que se han ido, quién les va a explicar que se quedarán aquí como los trastos que no se pueden llevar o vender. Yo, desde luego, no subiré a decírselo, aunque alguien tendrá que hablar con ellos. Madre dice que los muertos no escuchan. Qué va a saber. En ningún sitio está escrito que no atiendan razones. Una vez le pregunté a don Rufino y me dijo que los muertos ya no nos oían, pero don Rufino no es un cura leído; en realidad, es un ignorante, así que bien podrían hacerlo y que él no lo supiera. Y ahora los van a dejar aquí y sin ninguna explicación.

La casa no ha notado que nos tendremos que marchar en menos de media luna. A la luz del candil, todo está como lo dejé: la puerta abierta, el zaguán en penumbra y Noble agitándose en la cuadra. Patea, relincha. Luego tengo que ir a ver lo que le pasa a ese animal.

—¡Sara! ¡Hermana!

Me he debido de hacer daño al arrojarme sobre la marca y otra vez no me dobla esta rodilla. Parece que voy a echar abajo los escalones. Mira que no despertarse con la escandalera que estoy montando, pero la puerta sigue cerrada al final del pasillo.

—¡Sara!

No contesta.

—¿Hermana? ¿Puedo pasar?

No hace falta encender la luz. La llama temblona y las contraventanas abiertas dejan ver una habitación vacía. Ordenada. La cama hecha. No hay ropa fuera de los armarios. Todo sigue en su lugar. El crucifijo, el cromo de la Anunciación, la lamparita, la cajita de nácar y plata, la foto de estudio con madre y conmigo, el devocionario que le regaló don Rufino por su santo, una libreta con dibujos de Gabriel, la pila de los libros que se fueron dejando los huéspedes. Es como si se hubiese ido de viaje, pero en el armario sigue toda su ropa. Parece recién planchada y huele a ramilletes de lavanda frescos.

—¡Sara!

Ni en la habitación de Juan, ni en la de madre, ni en el cuarto de Gabriel.

—¡Sara! ¡Sara!

Los golpes de las puertas de los huéspedes al abrirse suenan cada vez más fuertes. Ni en las cinco piezas que dan a la calle. Ni en las seis habitaciones que dan al corral. Sara, Sara, Sara, Sara. La llama está a punto de apagarse. La escalera vuelve a crujir. A lo mejor está haciendo el desayuno. De nuevo la cocina. La despensa. O arregla la cama de mi dormitorio. Nada. Habrá entrado en el zaguán para seguir cosiendo. Pero la silla está vacía. Noble cocea en la cuadra. En el comedor de huéspedes tampoco hay nadie.

—¡Sara! ¡Sara!

No, no está dentro de casa. Puede que haya salido al corral. Es la Vitoria quien echa a las gallinas, y a Sara no le gusta que las tareas de otros se queden sin hacer. Aunque la puerta que da al corral sigue cerrada. Los goznes parece que gritan, y las gallinas se asustan y cacarean. Sara, Sara. Ni rastro de nadie en el espacio abierto del patio, ni en la cochera, ni en el granero. ¿Dónde estás, Sara? Tal vez la migraña la haya aturdido tanto que ahora esté vagando casi en la oscuridad por el pueblo, por los cortados, por el agua... La puerta de la cuadra está abierta. Estoy seguro de que la atranqué antes de acostarme. Noble relincha y cocea. Espero que no se haya soltado.

Pero Noble sigue amarrado al pesebre, pegado a la pared. Es raro. Suele ponerse en la otra punta de la cuadra, junto a la ventana de detrás de la puerta. La Vitoria siempre me recrimina dejarle la rienda demasiado larga: «Un día se enredará y tendremos un disgusto». Pero si lo atara corto al pesebre no llegaría a la ventana. Los caballos no son como las gallinas o los cerdos; no les basta con comer, también necesitan mirar. Si la Vitoria lo viese ahora se enfadaría conmigo: se le ha liado la rienda por las patas y el cuello y, al verme, se encabrita aún más y tensa la cuerda. ¡Dios, que se me ahorca! ¿Quién ha dejado el candil nuevo en el clavo? Por eso no lo encontré esta mañana. Cuelgo este para poder palmearle a Noble el lomo, las ancas, el vientre, el morro.

—¡Eh! Noble. ¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? ¿Otra vez los ratones? ¿Se ha metido un erizo? Pero si tú eres mucho más grande, amigo. Tranquilo, tranquilo. ¡Eh!

Sus entrañas laten fuerte y el pelaje está húmedo, como si llegase galopando de muy lejos. Le sube hasta la piel el olor a bosta, como el vaho que se forma en la cuadra en las noches de hielo. Poco a poco se amansa.

—Eso es. Tú sí que me entiendes. Y yo a ti. Mejor que nadie.

Se deja desenredar la cuerda de las patas, del cuello.

—¿Qué te pasó, amigo? ¿Ya estás bien?

Bufa. Al entrar la primera claridad del alba por la ventana de la cuadra se forma una mancha. No es una humedad repentina, hay algo detrás de la puerta. Tal vez lo que le asusta a Noble.

Veo sus botines de charol, pero no en el suelo. Más arriba sus medias negras, su vestido azul marino, el de tablas anchas, el de lana, el que estrenó hace dos domingos para la misa de Pascua. Más arriba, sus manos blancas, abiertas, flojas, separadas del cuerpo, como si no quisiesen ensuciar la ropa, sus hombros protegidos por el cuello redondo del vestido, de seda negro. No hay otro tan elegante como ese en todo el pueblo. Ella sola lo hizo. Su trenza negra, larga, volcada hacia delante como las manos blancas. Arriba del todo su cabeza ladeada, la piel solo un poco azul, los labios oscuros, los ojos abiertos sin un punto fijo. Es Sara y está muy quieta y no es posible. Nadie se sostiene en el aire. Más arriba, una de mis cuerdas de esparto atada a un machón. La cuerda acaba en el machón y empieza en Sara, o termina en mi hermana y empieza en el machón. Atada ahí, cualquier cosa puede sostenerse en el aire. Pero no vivo, y Sara no puede estar muerta.

cap-2

 

Todavía no puedo abrir los ojos. Ojalá esto fuese un mal sueño, como ese que me despierta en las madrugadas y en el que unos buitres pelean por la carroña de una oveja muerta, mientras chillan y baten las alas. El sueño de buitres que tendría un hombre que no los conociera como yo, que los veo cada día volando en espiral, las alas extendidas en el aire caliente, en silencio, subiendo como un séquito de ángeles en una estampa del catecismo, ordenados.

Pero esto no es un sueño ni tampoco duermo porque noto bajo el cuerpo el suelo duro de la cuadra. Siento la paja, la tierra. Huelo el estiércol. Noble bufa cerca de mí y me echa su resuello de bestia en la cara. No, no es un sueño. Sara está colgada del machón y temo abrir los ojos y que sea ella lo primero que aparezca. Como esa sea mi primera visión, no podré levantarme nunca, me quedaré pegado al suelo y atado con ella. Mejor que Noble me pateara aquí mismo. Sería la manera de no tener que marcharnos. O colgarme con ella. Si Sara pudo, yo también podría. Pero no nos quedaríamos aquí porque aquí no será nada. Algo sumergido bajo el agua no es un sitio. No habrá pueblo, solo agua estancada y fango.

Noble me zarandea con la testuz. Ven aquí, amigo, que me tienes que llevar fuera como a un ciego su perro. ¡Qué mal huele este animal! ¿Qué es lo que tiene? Me da lo mismo, no voy a abrir los ojos. Estas son sus patas, su tripa, su lomo

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