El instituto Topeka

Ben Lerner

Fragmento

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Darren imaginó que rompía el espejo con la silla metálica. Por lo que había visto en la tele, sabía que detrás, en la oscuridad, podía haber personas que lo observaban. Creyó notar en la cara la presión de sus miradas. Una lluvia de cristales rotos, a cámara lenta, las presencias ahora a la vista. Detuvo la imagen, rebobinó, lo vio caer de nuevo.

El hombre del bigote negro le preguntaba una y otra vez si quería algo de beber y al final Darren pidió agua caliente. El hombre fue a por la bebida y el otro, este sin bigote, preguntó a Darren cómo lo llevaba. Estira las piernas si quieres.

Darren permaneció inmóvil. El hombre del bigote regresó con el vaso de papel marrón humeante y un puñado de pajitas rojas y sobrecitos: Nescafé, Lipton, Sweet’n Low. Escoge tu veneno, le dijo, pero Darren sabía que hablaba en broma; allí nadie iba a envenenarle. En la pared colgaba un póster: conoce tus derechos, y luego una letra pequeña que no alcanzaba a leer. Aparte de eso, no había nada a lo que mirar mientras el hombre sin bigote hablaba. Las luces de la sala eran como las del colegio. Dolorosamente intensas en las contadas ocasiones en que reclamaban su atención. («La Tierra llamando a Darren», la voz de la señora Greiner. Luego las consabidas risas de sus compañeros de clase.)

Bajó la mirada y vio iniciales y estrellas y cifras grabadas en el enchapado de madera. Las recorrió con los dedos, manteniendo las muñecas juntas, como si las tuviese aún esposadas. Cuando uno de los hombres pidió a Darren que lo mirara, obedeció. Primero a los ojos (azules), luego a los labios. Que ordenaron a Darren que repitiera lo ocurrido. Así que volvió a contar cómo había lanzado la bola blanca en la fiesta, pero el otro hombre lo interrumpió, aunque con delicadeza: Darren, tienes que empezar desde el principio.

Pese a que se quemó un poco la boca, tomó dos sorbos de agua. Personas reunidas detrás del espejo en su cabeza: su madre, su padre, el doctor Jonathan, Mandy. Lo que Darren no podía hacerles entender era que él no la habría arrojado, solo que sí lo había hecho. Mucho antes de que la alumna de primero le espetara los insultos de costumbre, antes de que él sacara la bola blanca de la tronera de la esquina, la sopesara, percibiera la frialdad y la tersura de la resina, antes de que la arrojara hacia la atestada oscuridad… esa bola se hallaba suspendida en el aire, en lenta rotación. Como la luna, había estado ahí toda su vida.

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