Saliendo de la estación de Atocha

Ben Lerner

Fragmento

1

La primera fase de mi investigación implicaba despertarme entre semana en un ático apenas amueblado, el primer piso que vi al llegar a Madrid, o dejarme despertar por el ruido de la plaza Santa Ana, incapaz de asimilarlo del todo en mis sueños, y luego poner la cafetera oxidada al fuego y liarme un porro mientras esperaba a que saliera el café. Cuando el café estaba listo abría la claraboya, del tamaño justo para colarme por ella subido de pie en la cama, y me tomaba el café y el porro en el tejado con vistas a la plaza donde los turistas se sentaban a las mesas metálicas con sus guías de viaje y el acordeonista ejercía su oficio. A lo lejos: el palacio y largas hileras de nubes. A continuación mi proyecto exigía volver a entrar por la claraboya, cagar, ducharme, tomarme las pastillas blancas y vestirme. Luego cogía la bolsa, que contenía una edición bilingüe de los Collected Poems de Lorca, dos libretas, un diccionario de bolsillo, los Selected Poems de John Ashbery y drogas, y salía rumbo al Prado.

Desde el piso iba a pie por la calle de las Huertas, saludando a los barrenderos de uniforme verde lima, cruzaba el paseo del Prado, entraba en el museo, que me costaba solo un par de euros gracias al carnet de estudiante internacional, y enfilaba directo hacia la sala 58, donde me plantaba delante de El descendimiento de Roger van der Weyden. Normalmente tardaba unos cuarenta y cinco minutos en llegar y plantarme ante el cuadro, y por tanto el hachís, la cafeína y el sueño todavía competían en mi sistema mientras me encaraba a las figuras casi de tamaño natural y esperaba el equilibrio. María cae eternamente al suelo, desmayada; los azules de sus ropas no tienen parangón en toda la pintura flamenca. Su pose es casi un eco exacto de la de Jesús; Nicodemo y un ayudante sostienen el cuerpo aparentemente ingrávido de Cristo. Hacia 1435; 220 x 262 cm. Óleo sobre roble.

Un momento crucial de mi proyecto: una mañana, al llegar al Van der Weyden alguien ocupaba mi sitio. Estaba de pie exactamente donde solía colocarme yo y por un momento me sobresalté, como si me contemplara a mí mismo contemplando el cuadro, aunque el otro era más delgado y más moreno. Esperé a que siguiera adelante, pero no lo hizo. Me pregunté si me habría observado plantado frente a El descendimiento y si ahora se situaba ante el cuadro con la esperanza de ver lo que fuera que yo hubiese visto. Me irritaba, así que busqué otra tela para mi ritual matinal, pero estaba demasiado acostumbrado a las dimensiones y los azules del cuadro para aceptar un sustituto. Me disponía a dejar la sala 58 cuando el hombre rompió a llorar de pronto, con la respiración entrecortada. ¿Estaría de cara a la pared solo para ocultar su rostro mientras se enfrentaba a la pena, la que fuera, que lo había traído al museo?, me pregunté. ¿O estaría viviendo una «experiencia profunda del arte»?

Hacía tiempo que me preocupaba ser incapaz de experimentar el arte con profundidad y me costaba creer que alguien, al menos entre mis conocidos, pudiera hacerlo. Desconfiaba de la gente que aseguraba que un poema, un cuadro o una pieza musical les había «cambiado la vida», en especial porque a menudo conocía a esa gente de antes de dicha experiencia y no había notado el menor cambio. Aunque me las daba de poeta, aunque mi supuesto talento como escritor me había granjeado una beca en España, los versos tendían a gustarme solo cuando me los encontraba citados en un texto en prosa, en los ensayos que me habían recomendado mis profesores de universidad, donde los saltos de línea eran reemplazados por barras, de tal manera que lo que se comunicaba no era tanto un poema en particular como el eco de una posibilidad poética. En la medida en que me interesaba el arte, me interesaba la desconexión entre mi experiencia de las obras de arte reales y lo que se afirmaba en su nombre; lo más cerca que había estado de tener una experiencia profunda del arte probablemente era experimentar esa distancia, una experiencia profunda de la ausencia de profundidad.

En cuanto el hombre se calmó, lo que le llevó al menos dos minutos, se secó la cara y se sonó la nariz con un pañuelo que luego volvió a guardarse en el bolsillo. Al entrar en la sala 57, que estaba vacía salvo por la presencia de un vigilante larguirucho y adormilado, se dirigió inmediatamente a una pequeña imagen votiva de Cristo atribuida a San Leocadio: túnica verde, toga roja y expresión profundamente apenada. Fingí interesarme por otros cuadros mientras de reojo observaba al hombre analizar aquella pequeña obra. Durante un minuto permaneció en silencio y luego dejó escapar un sollozo. Lo cual puso en guardia al vigilante, y ambos cruzamos la mirada: la mía decía que lo mismo había pasado en otra galería, la del vigilante transmitía la pugna por tratar de determinar si el hombre estaba loco –quizá fuera la clase de individuo que ataca un cuadro, le escupe, lo arranca de la pared o lo araña con una llave– o pasaba por una experiencia profunda del arte. El hombre sacó el pañuelo y se encaminó tranquilamente a la sala 56, se plantó delante de El jardín de las delicias, lo contempló serenamente y luego perdió completamente los papeles. Esta vez había tres vigilantes en la sala: el larguirucho de la 57, la mujer bajita que vigilaba siempre la 56 y otro vigilante mayor con una melena plateada increíblemente larga que debía de haber oído el último arrebato desde el pasillo. El resto de los visitantes de la sala 56, uno o dos, estaban absortos en las audioguías y permanecían ajenos a la escena que tenía lugar ante el Bosco.

¿Qué debe hacer un vigilante de museo?, pensé; ¿qué es, en realidad, un vigilante de museo? Por un lado, formas parte de un cuerpo de seguridad encargado de proteger materiales de valor inestimable de los lunáticos, de los niños o de la lenta erosión de los flashes de las cámaras; por otro lado, habitas entre supuestos triunfos del espíritu y si algún prestigio tiene el cargo deriva precisamente de la creencia de que tales logros podrían, con razón, hacer llorar a un hombre. Había cierto patetismo en la indecisión de los vigilantes, vigilantes que pasan gran parte de su vida delante de pinturas eternas, pero a los que solo se les pregunta la hora, cuándo cierra el museo y dónde está el baño.* No podía compartir el éxtasis del hombre, si es que lo era, pero descubrí que el dilema de los guardias me conmovía: ¿debían pedirle al hombre que saliera al pasillo y tratar de determinar su estado mental, lo que sin duda le arruinaría la profunda experiencia, o debían arriesgarse a permitir que un lunático en potencia se paseara entre los tesoros de su cultura, lo que sin duda pondría en peligro, entre otras cosas, sus puestos de trabajo? La muda representación de tales tensiones me emocionó más que cualquier Pietà, Descendimiento o Anunciación, y me sentí uno de ellos mientras seguíamos al hombre de galería en galería. Quizá sea artista, me dije; ¿y si no siente los arrobamientos que interpreta?, ¿y si las escenas que interpreta buscan obligar a la institución a afrontar su contradicción en las personas de esos vigilantes? Estab

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