Prólogo
por María Belén Riveiro[1]
El presente libro compila textos de César Aira incluidos en publicaciones periódicas entre 1981[2] y 2010. Cuando en 2018 su obra superó los cien títulos, Ricardo Strafacce publicó César Aira, un catálogo (2018, Mansalva) donde, como en una muestra de arte, seleccionó una página de cada uno de ellos junto con la respectiva tapa. Menos conocido es que en revistas y suplementos culturales de diarios y periódicos también se pueden encontrar numerosos ensayos y reseñas de Aira. Aquí se recupera ese tipo de intervenciones para enriquecer el conocimiento tanto de su obra como de su figura. Esta compilación busca ser un aporte para expandir el estudio de su literatura, así como para disfrutar de sus escritos.
Entre 1981 y 2010, Aira publicó más de cien artículos[3]. Algunos de ellos, adelantos de novelas —incluso de aquellas que permanecen inéditas, como El estúpido reflejo de la manzana en la ventana— y relatos, como “Cecil Taylor” (1988, Fin de Siglo). Aquí publicamos una selección de los textos que no son de ficción.
Esos artículos y reseñas están organizados por orden cronológico en tres capítulos (1981-1990, 19911999, 2000-2010) que muestran cómo cambiaron las publicaciones, los intereses y los temas sobre los que escribió Aira en relación con la época y con su trayectoria.
El primer capítulo incluye textos publicados entre 1981 y 1990. El comienzo de la década estuvo signado por debates y redefiniciones en medio de un período de apertura política que también se tradujo en el mundo cultural y artístico[4]. Se crearon nuevos catálogos de editoriales de capitales nacionales —como la colección Narradores argentinos contemporáneos dirigida por Osvaldo Pellettieri de la Editorial de Belgrano, donde apareció Ema, la cautiva— y se fundaron revistas como Vigencia (1981-1986), El Porteño (1982-2000), Creación (1986) y Fin de Siglo (19871988). Ninguna de ellas se especializó en literatura. Abordaron temas de interés general, política y cultura y llegaron a tener una circulación masiva, como El Porteño, aunque otras se vincularon con círculos más restringidos, como el universitario (Vigencia fue una revista de la Universidad de Belgrano). En ellas escribió Aira.
Sus textos tampoco se limitaron a la narrativa, sino que también abordaron la poesía (“Tres maestros”, El Porteño, 1985, p. 43[5]), las discusiones sobre intelectuales (“Sin novedad en el frente”, El Porteño, 1986, p. 45; “Abril es un mes razonablemente cruel”, Creación, 1986; “El discurso del ‘posmodernismo’”, Creación, 1986, p. 81), la traducción (“Encuesta: la traducción poética”, Xul, 1982, p. 40), y cuestiones extraliterarias como la televisión (“¿La civilización de la imagen? De Fellini a García Márquez (con escala en la televisión)”, El Porteño, 1986, p. 72)[6].
En esta recopilación se pueden observar trazos de la trayectoria de Aira, como el rescate de José “Pepe” Bianco tras su fallecimiento en 1986 (“Abril es un mes razonablemente cruel”, Creación, 1986, p. 48). Bianco había presentado, dos años antes, Canto Castrato (1984, Javier Vergara editor, Buenos Aires), en lo que parece ser la única presentación de un libro de Aira[7]. El trabajo para el Diccionario de autores latinoamericanos[8] dejó rastros en “Los simulacros literarios del ‘boom’” (Creación, 1986, p. 55) y en “Desdeñosa ignorancia por la literatura del Brasil” (Creación, 1986, p. 62). Los escritos sobre Osvaldo Lamborghini (“Tres maestros”, El Porteño, 1985, p. 43; “De la violencia, la traducción y la inversión”, Fin de Siglo, 1987, p. 98) anticiparon los prólogos en los que Aira introdujo la obra completa de cuya transcripción y compilación se hizo cargo tras el fallecimiento en 1985 de quien definió como su maestro.
El segundo capítulo incluye textos desde 1991 hasta 1999. La universidad fue el lugar donde circularon. Se trató de revistas académicas[9] como Tigre (Grenoble), Tokonoma (Buenos Aires), Paradoxa y el Boletín del Grupo de Estudios de Teoría Literaria (Rosario). Desde los ochenta, Aira participó en la Universidad de Buenos Aires, como en el ciclo “Conversaciones en Puan” (1984), donde dialogó con Rodolfo Fogwill. En 1986 fue parte del encuentro “Los que conocieron a Osvaldo Lamborghini”; en 1988 dictó un curso sobre Copi; en 1992 dio charlas sobre Rimbaud y en 1996, sobre Pizarnik, todo ello en el Centro Cultural Ricardo Rojas (dependiente de la UBA). Pero fue en la Universidad de Rosario donde la literatura de Aira se volvió un objeto privilegiado de reflexión. Participó en numerosas ocasiones en congresos, revistas y cursos en su Facultad de Humanidades y Artes. Incluso el primer libro de la editorial Beatriz Viterbo, creada en 1991 por docentes de esa casa de estudios[10], fue la transcripción de las clases de Aira sobre Copi.
Los escritos son más extensos y tienen un carácter ensayístico en comparación con el tono de los anteriores cercano al de las reseñas. En lugar de versar sobre cuestiones puntuales que respondían a la coyuntura, como, por ejemplo, aquel sobre el fallecimiento de Simone de Beauvoir (“Abril es un mes razonablemente cruel”, Creación, 1986, p. 48), Aira se centró en autores que construyó como parte de su tradición: Manuel Puig (“El sultán”, Paradoxa, 1991, p. 131) y Roberto Arlt (“Arlt”, Paradoxa, 1993, p. 137). También desarrolló los procedimientos: conceptos que puso en juego en sus novelas y con los que propuso ser leído (“Exotismo”, Boletín/3, 1993, p. 164; “Ars narrativa”, Criterion, 1994, p. 176). Esto último con gran éxito, dado que constituye una de las claves con las que se suele analizar su producción.
El tercer capítulo abre en 2000 y cierra en 2010, cuando los libros de Aira llegaron a numerosos países. Desde 2001 no pasó un año sin que se tradujera alguno de sus títulos. En 2003 comenzó a trabajar con el agente literario Michael Gaeb, encargado de la circulación de sus obras en el extranjero, y para la segunda década del siglo XXI las traducciones superaban el centenar. Aira participa de los circuitos internacionales dominantes regidos por los vínculos entre las sucursales de las casas matrices de editoriales transnacionales. No obstante, a su vez desafía esa lógica al ser parte de editoriales de capitales nacionales de América Latina que se enfrentan con numerosos obstáculos para la comunicación con sus pares aun cuando pertenecen a la misma región idiomática. Sus títulos aparecieron en Era de México y en pequeños sellos con tiradas artesanales, numeradas y firmadas por el autor, como Hueders de Chile, entre otros. Participó también en publicaciones latinoamericanas, desde los noventa, como Criterion de Venezuela, Siempre! de México y El Malpensante de Colombia.
Desde los inicios del siglo XXI, Aira comenzó a participar en medios de comunicación masivos como La Nación de Argentina, Babelia, suplemento cultural de El País de España y El Mercurio de Chile. A la vez colaboró en aquellos leídos por públicos mucho más restringidos, como los que estuvieron vinculados con la poesía desde los noventa, Vox Virtual, o con las artes visuales, Ramona, ambos de Argentina.
En estos años Aira reflexionó sobre clásicos de la literatura (“Pasión y duelo mortal a bordo del Titanic II”, La Nación, 2000, p. 221); el mundo del arte (“Los cuadros de Prior”, Vox Virtual, 2001, p. 261)[11] y los modos de definir lo literario (“Braulio Arenas. Por una literatura modular”, Milenio, 2001, p. 246; “La utilidad del arte”, Ramona, 2001, p. 252). Estos temas se convirtieron en reflexiones sobre su propia tarea (“Los libros del pasado”, Guaraguao, 2002, p. 275; “Por qué escribí”, Nueve Perros, 2002/2003, p. 280; “¿Qué hacer con la literatura?”, Calidoscopio, 2003, p. 298).
Y si bien vemos que las preocupaciones fueron heterogéneas y cambiaron a lo largo de los años, hay líneas de continuidad. Una de ellas, las vanguardias. En los ochenta Aira reseñó la traducción de la poeta surrealista Unica Zürn (“Loca y con talento”, Fin de Siglo, 1987, p. 102). En 1990 elaboró una defensa de Emeterio Cerro como epítome de lo literario (“El test. Una defensa de Emeterio Cerro”, Babel, 1990, p. 126) [12]. En 1999 tomó a Kafka y Duchamp para pensar el ready-made como fábula (“Kafka, Duchamp”, Tigre, 1999, p. 208). Halló claves en la música de John Cage (“Lo incomprensible”, El Malpensante, 2000, p. 226) y también en la literatura de Pablo Katchadjian (“El tiempo y el lugar de la literatura”, Otra Parte, 2009/2010, p. 310)[13] y propuso que la radicalidad es inherente al arte (“La utilidad del arte”, Ramona, 2001, p. 252).
Los textos que se transcriben a continuación nos permiten descubrir autores y libros, releer a aquellos que ya conocemos con el tamiz de la mirada de Aira, explorar los debates de cada época, así como conocer desde otro registro su obra. No creo que sean opciones excluyentes. Como propuso Aira en un debate sobre Borges y las jerarquías literarias: “Como prenda de conciliación voy a citar a Mao Tse-Tung: ‘Que florezcan mil flores’. En realidad, la crítica insensata puede convivir con la crítica sensata. En realidad, no creo que haya una… Digamos, que sea un proceso de suma cero. De noves fora como dicen los brasileños, que lo que obtienen unos, lo pierden los otros. Pueden ganar todos”[14].
I
1981-1990
Cortázar, Puig: conjurar
la realidad argentina[15]
Alguien que anda por ahí
Julio Cortázar, Editorial Bruguera
Barcelona, 1977, 278 páginas
Cortázar es una historia de cristalizaciones. Su estilo, sus procedimientos, sus preferencias temáticas, sus ideas políticas, todo en él fue naciendo con una intransferible perfección a la que sometió siempre su talento de inventor y escritor. Su obra tiene del cristal la óptica precisa y la fragilidad: ni el cinismo ni el vigor entrarán nunca en juego, excepción hecha del vigor narcisístico, que desplegó de una vez por todas en Rayuela y a partir de entonces, ya incorporado a su prisma, empleó con delicadeza y cierto distanciamiento.
Lo cual no significa, por supuesto, que no pueda operar por debajo de su nivel óptimo. Octaedro era un volumen lóbrego, que se revolvía en temas tan caros a su autor como hospitales, velorios, y ese impenitente subterráneo de París. Y Un tal Lucas, desdichada impasse de la nada, erizaba la piel ante la posibilidad infernal de una adolescencia perpetua. Alguien que anda por ahí (Bruguera, 1977), en forma de milagro, devuelve intacto al Cortázar de la superficie de su brillante mar personal, y por momentos en la cresta de la ola.
Como curiosidad, se incluye un cuento extraordinariamente malo (pero fechado en 1954) con correcciones que lo empeoran: un auténtico tour de force. Salvo este, y una divagación sentimental (“Las caras de la medalla”), un ejercicio de suicidio interpersonal (“Vientos alisios”) y otro de Edipo de playa, demasiado semejante a cierta película de Malle (“Usted se tendió a tu lado”: como lo indica el título, tiene un artificio elocutivo que puede exasperar a cualquier lector de nervios no muy resistentes), el resto, es decir los otros siete relatos, son puro deleite para cortazarianos.
Ya en el primero, “Cambio de luces”, el degustador atento encontrará un viejo y espléndido ardid, que comenzó a funcionar poco después de Bestiario: un actor de radioteatro recibe una carta de una admiradora. Se la imagina físicamente, como ella lo ha imaginado a él. Después se conocen, se enamoran, se casan, y él emplea una amorosa estrategia para que realice su primera imagen fantaseada: le hace teñir el pelo, cambia los muebles y la iluminación de su departamento. En las últimas líneas descubrimos que ella también ha hecho realidad su propia fantasía original, pero de un modo mucho más súbito y brutal: tiene un amante tal cual había supuesto al actor cuando solo conocía su voz.
No hay aquí nada sobrenatural, y aun así el cuento es fantástico. Lo es pura y exclusivamente porque el lector sabe quién es Cortázar: el autor que le ha enseñado a desconfiar de la realidad una vez que llega a la literatura. Un cuento de Cortázar se propone como una máquina no autónoma: el cuento forma sistema con la realidad. Es cierto que se trata de una realidad convencional y tenue, ya sea el Buenos Aires de hace cuarenta años o la Europa internacional de un traductor de congresos, pero debe ser así para aludir a la realidad real y concreta de sus lectores y acertar siempre. Trabajar con mitos puede ser el camino más eficaz al realismo. El triunfo permanente de nuestro Cortázar está en la claridad con que vemos el peligro inherente al sistema literario-real, y en que nos siga inquietando.
Por lo demás, hay un cuento en el que una turista inglesa se transforma en sapo (con una bromita adicional a Borges), otro sobre una oficina pública donde se desmaterializa a la gente, otro con un niño que sueña —estos dos últimos suceden en una Argentina tan quintaesenciada que resulta de por sí un hallazgo poético—. En cuanto a “Apocalipsis de Solentiname”, que es el responsable de que la distribución del libro en nuestro país se haya demorado casi cuatro años, es una convincente remake de uno de sus cuentos famosos, “Las babas del diablo”.
Novela argentina: nada más que una idea[16]
La novela argentina actual, quién lo duda, es una especie raquítica y malograda. En líneas generales, lo que define a una producción novelística pobre es el mal uso, el uso oportunista, en bruto, del material mítico-social disponible, es decir de los sentidos sobre los que vive una sociedad en un momento histórico dado. La transposición literaria de una realidad exige la presencia de una pasión muy precisa: la de la literatura. Y un examen rápido y provisorio, y para nada exhaustivo, de los novelistas argentinos no provectos revela una ausencia completa de esa pasión y de su epifenómeno, el talento.
El primero es Como en la guerra (Sudamericana, 1977), de Luisa Valenzuela. Se trata de una embrollada pesadilla acerca de un psicoanalista argentino radicado en Barcelona que, quién sabe por qué, viaja a México y de ahí a Buenos Aires tras una mujer enigmática que quizás representa al eterno femenino, quizás a Luisa Valenzuela, y a la que al final encuentra (o no) en un ataúd de cristal. Este resumen es una suposición: ni Barthes habría podido sacar nada en limpio de tanto ocultismo. La novela propiamente dicha ocupa unas tres páginas, y el resto es esa clase de relleno que se produce al alinear a cualquier precio durante un libro entero los mitos que un autor encuentra más prestigiosos. Pero no basta con aludir todo el tiempo a Evita, Gaudí, los hongos alucinantes, la matanza de Ezeiza, el psicoanálisis, para que la energía de estos temas dé vida a una novela. Bastaría con encarnar uno cualquiera con el suficiente entusiasmo.
La complicación insensata que hace ilegibles a tantas de estas novelas es un efecto, precisamente, de su falta de pasión. Se escribe por escribir, y en la errancia consiguiente se extravían autor y lectores. Tomemos otros dos casos: La niña bonita (Corregidor, 1977), de Carlos Arcidiácono, y Salvar la cabeza (Sudamericana, 1979), de Ramón Plaza. La primera es una acumulación de tramas que no son tramas y que no se relacionan entre sí: tres mujeres viajan en auto a Bariloche, una vieja recuerda su vida, un joven recuerda su infancia, personajes ad hoc dialogan sobre temas artísticos, literarios y filosóficos, y muchas cosas más, en escasas doscientas páginas. El relato está en varios tiempos verbales, en primera, segunda y tercera personas, y uno de los narradores es... una pared. Salvar la cabeza alterna capítulos en los que se cuenta: la campaña de Aníbal contra Roma, las desventuras de un porteño miope que ha cometido un desfalco, los avatares de ciertas especies imaginarias de la prehistoria, diálogos gauchescos sueltos, las andanzas de dos fantasmas, los consabidos recuerdos infantiles y por supuesto el guerrillero en apuros, que aparece en todas las novelas argentinas de los últimos años como elemento decorativo (aunque debe reconocerse que en frecuencia lo supera la fellatio). El relato está en distintos tiempos verbales y mezcla sueños, fantasías, reflexiones del autor, de los personajes, ejercicios de estilo (por ejemplo, un párrafo donde todas las frases comienzan con un adverbio terminado en “mente”). Uno de los narradores es... una nube.
¿Por qué tanta complicación? ¿Será por sadismo? ¿Por incompetencia? ¿Por qué esa prosa siempre confusa? ¿Por qué intercalar párrafos vacuos y charlatanes (entre el “qué tal” y el “bien”, veinte renglones de galimatías sobre la angustia, Flaubert, el tango, los griegos, lo inimaginable)? Esta técnica aceptaría, prima facie, una explicación sociológica: como los novelistas argentinos no viven de su oficio, y se ven obligados a escribir en sus ratos de ocio, esta sería la única forma de hacer una novela: por fragmentos distraídos.
Pero hay un error de cálculo, fatal en un novelista (el novelista es el ingeniero de la literatura): al construir una novela con cinco argumentos simultáneos se atenta contra el interés (para no hablar de la paciencia) del lector, y se termina desbaratando su atención. Además, para sacar a flote proyectos tan endemoniadamente complejos se precisaría un talento y una técnica que estos autores no tienen, y no pueden tener porque obturan su aprendizaje con los horribles libros que publican.
Es difícil justificar estas novelas ante el lector potencial. Las contratapas, esos santuarios del ditirambo a pesar de todo, intentos patéticos de hacer de necesidad virtud, de coagular como novelas, con alguna palabrita salvadora, lo que no es más que caos o mezquina grafomanía, abundan en términos como “polifacético”, “muñecas rusas”, “galería de espejos”, y por supuesto “antinovela”. En una se llega a proponer que el lector se vuelva “antilector”, lo que si no fuera una mera insensatez de editor aburrido resultaría gracioso. Los antilectores, como todos sabemos, pululan.
Copyright (Sudamericana, 1979), de J. C. Martini Real, resulta en cambio muy legible. Al estar mejor escrita que las otras resalta lo enfermizo del proyecto que la dio a luz. Se trata de una novela sin pretensiones, para pasar un rato entretenido, pero dirigida al minúsculo sector de lectores con excelente información literaria. ¿No es contradictorio? Estos lectores no suelen buscar en los libros un mero pasatiempo, inaceptable después de haber leído a Gogol, Swift o Borges; y los lectores que sí lo buscan no entenderán las alusiones y parodias de Copyright. De todos modos, es un buen producto de esa retaguardia de la vanguardia que hoy en día es la única vanguardia de que disponen los que no practican la literatura en serio. En nuestro siglo, la vanguardia artística pasó por tres momentos: primero la práctica, después la teoría, y ahora la práctica que obedece a la teoría. Es cierto que esa teoría fue tan prolífica y exhaustiva que hoy resulta casi impensable una literatura que ella no haya previsto. Pero ese impensable es el desafío que constituye la esencia misma de la literatura, y la esencia misma de lo ignorado por los novelistas argentinos, para quienes lo trillado es la única alternativa.
Claro que en Copyright el vanguardismo es una ironía más. Como tantas otras novelas de este curioso período de nuestra historia literaria, esta se encuentra muy bien equipada contra las críticas. Se diría que han sido escritas con el único fin de anticiparse a ellas (como si en la Argentina existiera la crítica literaria). Ante cualquier objeción el autor puede exclamar con sorna: “¡Pero si eso estaba puesto en broma!”. El vanguardismo de Copyright está puesto en broma, por supuesto. Como todo lo demás. (Esa es la coartada menor. La mayor es la política, tan multiforme e intrincada que puede aplicarse en toda ocasión. Estos novelistas, tan desencantados de la política al escribir, cuando se trata de defender lo escrito la recuperan con una presteza admirable, como el mono que vuelve a morder la banana con la que se ha rascado la espalda).
Al dedicar el prolongado esfuerzo de una novela al entretenimiento frugal de un mínimo grupo de entendidos, Martini Real es un ejemplo del proyecto más generalizado, y lamentablemente el más justificado: la modestia. Ernesto Schóó anuncia El baile de los guerreros (Corregidor, 1978) como un mero guion de cine, y en efecto es una novela inexistente. Fernando Sorrentino en Sanitarios centenarios (Plus Ultra, 1979) dibuja una tonta historieta, y no pretende nada más. Rubén Tizziani (El desquite, Emecé, 1978) se embarca en un género, es decir fuera de la literatura, y el resultado, como no podía ser de otro modo, es una novela policial más. Pacho O’Donnell en El tigrecito de Mompracén (Galerna, 1980) se saltea directamente la novela: su intención es hacer sentir el aroma del temp perdu argentino, pero no tiene en cuenta que al lector puede no resultarle grato pasarse todo el libro oliendo, sin poder hincar el diente en nada. Además... Puig ya lo hizo, en su primer libro. Fernando Sánchez Sorondo en Risas y aplausos (Sudamericana, 1980) se conforma con seguir los pasos de Salinger sin poner nada más, como no sea una carga extra de tilinguería sentimental; incluso falla como traducción al argentino de El cazador oculto, porque lo traduce a un mal Bianco. (A propósito, ¿por qué no se habrá vuelto a escribir entre nosotros una novela como Las ratas? En su neutralidad y eficacia, habría merecido mejor suerte, como modelo para novelistas, que la que tuvo Rayuela, una experiencia, después de todo, personal e irrepetible). Rodolfo Rabanal en Un día perfecto (Pomaire, 1978) se propone, ¡y con cuánto trabajo!, escribir una novela de Onetti: su error consiste en que Onetti no es una técnica sino una textura valorizada por un talento poético-novelístico único, y como Rabanal carece de todo asomo de ese peculiar talento, y de cualquier otro, su novela cae en la nada.
En general, la modestia es aquí un atributo de la falta de originalidad. Casi todas estas novelas, salvo las que son tan malas como para resultar novedosas en lo execrable e irrisorio, dan la impresión de experiencias repetidas. Y eso es lo contrario al ser mismo de la literatura. Entre paréntesis, digamos que sus autores son practicantes consumados de la famosa abertura del paraguas: Sánchez Sorondo cita a Holden Caulfield en la segunda página, O’Donnell llama a Rita Hayworth por su nombre, Martini Real se desangra en epígrafes. De ese modo la “imitación” se vuelve “homenaje”. No es necesario decir que con eso no se soluciona nada.
Risas y aplausos es ejemplar en otro sentido. Empieza diciendo: “El problema de escribir es tremendo…”. Bromas aparte, esa dificultad la produce la falta de un código respetable y utilizable de narración directa en nuestro idioma literario. A partir de Rayuela la narración en tercera persona languideció en la Argentina hasta extinguirse por completo. Todas las novelas comentadas aquí, y todas las demás, están escritas en primera persona, con lo que el “yo” narrador deja de ser un recurso estilístico para volverse el lenguaje obligado de la novela. La primera persona es un báculo tanto para la organización de la materia narrativa como para el mantenimiento de un tono que sin ella se volvería muy arduo. Hoy en día existen escritores de cuarenta o cincuenta años, con varias novelas o libros de cuentos publicados, que se llevarían la sorpresa de su vida si se vieran obligados a escribir una sola página de narración directa en tercera persona: no sabrían, literalmente, por dónde empezar. Y escribir toda una novela sin el socorro de la oscilación de la memoria y el humor de un protagonista-narrador es algo que jamás se les pasaría por la mente.
Paradójicamente, este hecho atenta contra la propensión realista inherente a la novela. Pueden servir de ejemplo las celebradas Flores robadas en los jardines de Quilmes (Losada, 1979), de Jorge Asís. Entre el lector de esta novela y la realidad que se supone que describe se erige como un velo impenetrable el alter ego del autor, ese individuo siempre sabelotodo y gentleman por más felonías que cometa. El alter ego impide la llegada del autor a sus personajes, paisajes y escenas, absorbiendo todas sus energías de invención y estilo; los demás personajes quedan reducidos a mínimas macchietas. Curiosamente, Asís se refiere a su protagonista como “vampiro”, con lo que da en el blanco sin querer.
Esta novela, por supuesto, escapa del realismo por más que en su afán por lograr algo legible, creíble, comprensible, Asís se vio obligado a recurrir al estilo costumbrista tipológico que en su época impusieron las revistas Patoruzú y Rico Tipo y hoy persiste en la tira El Loco Chávez. Y al fin de cuentas el Rodolfo de Asís no es más que un Loco Chávez que puede decir malas palabras y darnos el detalle de las modestas perversiones que ejerce con sus señoritas-tipo.
El best-seller, como fenómeno y técnica, ha provocado diversas y discretas reacciones en la producción local. Una de ellas es la adopción ciega de formas y temas, como en el caso de Silvina Bullrich. Otra, su utilización como recambio temático: es el caso de la última novela de Beatriz Guido (La invitación, Losada, 1979), bien documentada sobre un tema lo bastante caprichoso y absurdo como es la caza del ciervo colorado, mientras que por lo demás conserva la línea de su obra anterior. Otra, la adaptación del best-seller a la mentalidad argentina: es lo que hace Asís. Y otra más, la parodia, practicada por Fontanarrosa en Best Seller (Pomaire, 1980), en realidad algo más que divertida ya que despliega una desenvoltura y un placer de lectura por completo infrecuentes en nuestro horizonte. Un escollo para los que intentan el best-seller en la Argentina es la convención inflexible según la cual una novela debe ser desagradable, difícil de leer, repugnante en todos los planos. La justificación que esgrimen los autores es que solo así se puede dar un reflejo de la realidad argentina, en lo que no están muy equivocados. Otra justificación, más realista, es que cuando juegan sus cartas a la gracia y al encanto el resultado es indefectiblemente más oprobioso, por la frivolidad sin atenuantes que los cubre.
Ricardo Piglia logra con Respiración artificial (Pomaire, 1980) una de las peores novelas de su generación gracias, en parte, a esta sordidez profesional, que en él deriva del temor infantil de que no lo comparen con Arlt (la otra cara de esta identificación es la escritura vigilada hasta la aridez, por temor de que sí lo comparen con Arlt). En realidad Piglia no proviene en absoluto de Arlt, que fue un verdadero novelista, con todo lo que ese término implica de invención miliunanochesca. Su maestro es Sabato. De él toma el viejo truco de hacer una novela con dos o tres situaciones tópicas (el viaje al interior a encontrar al padre agonizante —originalidad de Piglia: no es padre sino tío, y no agoniza sino que lo están por meter preso—, la conversación hasta el amanecer, la visita del joven al anciano que vive entre sus fantasmas), unos personajes bien conocidos (el intelectual desencantado, el policía que fuma, el viejo europeo fracasado, la oveja negra que es el único bueno de la familia) y todo el resto juicios, ajustes de cuentas, discusiones ganadas de antemano porque el autor se fabrica los interlocutores adecuados, y cuanta opinión haya pasado por su cabeza en los últimos años. He aquí cómo la mathesis, que es la clave de la novela tal como la inventó Cervantes, y que triunfa en la exuberancia de Best Seller, puede aniquilar una ficción. Porque la mathesis en la novela debe ser un saber de nadie, no del autor.
Pero la falla de Piglia, si bien muy condimentada, es paradigmática: para que la literatura sirva para algo en una comunidad debe ser buena literatura, y es imposible hacerla si no se es un buen escritor, y nadie ha logrado ser un buen escritor sin ser un escritor. ¿Y qué novelista, hoy y aquí, se compromete en serio, sin ironías ni cálculos, con la literatura? La respuesta es obvia: los buenos novelistas. ¿Qué decir de ellos? Puig y Saer entran en su madurez lejos del país que los expulsó. Peyceré es un secreto que guardan veinte o treinta lectores. Y Osvaldo Lamborghini no parece tener intenciones de escribir otro Sebregondi. Por lo demás, solo queda esperar.
¿Quién es el más grande de los escritores argentinos?[17]
Estas encuestas, aparte de su frivolidad irredimible, tienen una falla básica: apelan a la opinión de la gente en el preciso punto en que debería apelarse a su saber. Aquí, los elementos a medir (“escritor”, “escritor argentino”, “grande”) sobrellevan una pesada sospecha ontológica. Y la opinión que uno pueda formarse sobre los seres imaginarios, como Borges mismo nos ha enseñado, no es para nada pertinente. Un esbozo de encuesta privada, en cambio, podría no carecer de cierto interés.
Un escritor, para dar la definición más simple, es el hombre que con su trabajo pone al día la Historia de una literatura. La literatura es un asunto de libros, y estos son objetos peculiares que sirven de programa y modelo de toda ensoñación que involucra una lengua o una civilización. La importancia de estas ensoñaciones, nebulosas como son, es que marcan la vida del hombre sobre la corteza de la Tierra (la marcan incluso en las ruinas, en el desierto), y su coeficiente imposible es la Historia. La lectura es la realidad última de una nación, y como la literatura es el sistema que garantiza la persistencia de las lecturas, una Historia literaria viva hará posible la Historia a secas. Ahora bien, ¿en qué condiciones puede decirse que está viva la Historia literaria de un país?
La respuesta más estimulante consta en la anotación del 25 de diciembre de 1911 del Diario de Franz Kafka: una comunidad solo puede asumir y utilizar creativamente a una literatura si esta funciona en lo inmediato, en el tejido molecular de la sociedad, y no en hipotéticas coagulaciones de sentido general (aparato de Estado, ejército, grandes hombres); en una palabra, si es una literatura pequeña. Todos los requisitos que propone Kafka se dan con evidencia palmaria en la literatura argentina. ¿Cómo dudar de que la nuestra es una literatura pequeña, y una de las más eficaces que puedan imaginarse? Lo es por su conflicto permanente y constitutivo, por sus temas pequeños, por su vinculación inmediata con la política, por haber sido hecha en una lengua no aut