Exodus

Deborah Feldman

Fragmento

cap-2

Nota de la autora

Nadie esperaba que las vivencias de una persona que abandona un enclave jasídico interesaran a muchos lectores, y yo menos que nadie. Las numerosas y corteses respuestas negativas que recibí a mi propuesta de libro allá por 2009 consideraban que la historia era demasiado local, estaba dirigida a un público muy restringido y resultaba más adecuada para un artículo de fondo en un periódico o una revista regionales. Algo después, cuando una editorial se arriesgó a publicarme, me advirtieron con mucho tacto que no me hiciera demasiadas ilusiones. Así que el éxito inmediato de Unorthodox. Mi verdadera historia (el subtítulo de la edición inglesa, «El escandaloso rechazo de mis raíces jasídicas», lo añadió un astuto departamento de marketing para aumentar las posibilidades del libro) nos pilló a todos absolutamente desprevenidos. De pronto, la gente comenzó a preguntarse si, al fin y al cabo, no se trataría también de una historia estadounidense, igual que todos esos relatos de mormones y menonitas huidos que plagaban los volúmenes de memorias de la época, o de los rebeldes adolescentes amish de los reality shows. Editores, publicistas y agentes literarios por igual empezaron a plantearse si no habría algo esencialmente americano en el acto de huir de una secta religiosa en busca de la libertad y la felicidad.

Mi editor, por supuesto, quería una continuación tras el éxito de Unorthodox, que terminaba con un trepidante final abierto tras mi salida de la comunidad, no porque quisiera privar al público de la satisfacción de saber qué ocurría a continuación, sino porque escribí el libro poco después de mi marcha y aún no sabía cuál sería la siguiente etapa. Me propuso escribir un segundo volumen de memorias y, entusiasmado, me aconsejó que viajara por todo el país y describiera cómo iba adoptando la americanidad. «Sexo, drogas y rocanrol», fueron sus palabras, como si esa metamorfosis consistiera en sumirme en el hedonismo que mi familia y mi comunidad habían considerado un pecado mortal. Lo que más anhelaba yo era que me permitieran seguir expresándome, labrarme una carrera como escritora, así que, aunque me embargaba la ansiedad, decidí hacer lo posible por cumplir tal encargo.

No obstante, pronto comprendí que no era capaz de sentirme estadounidense. Me habían criado en un mundo que se asemejaba a un shtetl europeo del siglo XVIII, donde se hablaba un idioma diferente, se respiraba una cultura diferente e imperaba una ley religiosa en lugar de civil. El hecho de huir de allí quizá fuera una arraigada tradición del país, pero en tal caso solo porque también lo era alimentar y proteger mundos de los que era necesario huir. Para mí, sin duda, Estados Unidos jamás sería una patria que llegara a comprender y en la que confiar y, por lo tanto, jamás podría ser mi hogar.

De manera que entregué a la editorial un manuscrito que era en parte la exploración de un territorio inhóspito y en parte el tan esperado descubrimiento de mis propias raíces ancestrales en el extranjero. Me sentía dividida entre dos personalidades: la que todos esperaban de mí y la que me atraía como un imán. Deseaba escribir acerca de esta última, pero me dijeron que la historia resultaría demasiado eurocéntrica. «A los estadounidenses les gusta leer sobre sí mismos —insistía mi editor—, y tú eres el sueño americano: ¡escribe sobre eso!» Sin embargo, a pesar de las numerosas trabas, al final me hice europea y me trasladé a un continente con un legado narrativo sin par. Sentía que, puesto que no contaba con una historia «adecuada» ni yo era ese personaje «estadounidense», ya no merecía la pena escribir sobre mi viaje. Adopté un nuevo idioma mucho más similar a mi lengua materna y conecté con una cultura nueva, aunque antigua, con mayor facilidad de lo que habría imaginado. Empecé a escribir para europeos sobre mis experiencias europeas.

Ahora, después de todos estos años, el éxito mundial de Unorthodox, la serie de Netflix y las inspiradoras traducciones de mi obra a numerosos idiomas demuestran la universalidad de este viaje. Dejando de lado los detalles geográficos de mi éxodo posreligioso, los lectores ya no son locales o regionales, como muchos temían. Cada vez más, nuestro reservorio de historias está convirtiéndose en un recurso compartido que trasciende las fronteras de la cultura, la identidad y el idioma. Gracias a esta transformación puedo ofrecer al público lector la historia ya completa y revisada desde una atalaya posterior. Aunque mi trayectoria vital ha sufrido varios giros sorprendentes desde que salí de la comunidad jasídica, de algún modo siento que también demostrará ser universal.

cap-3

Prólogo

En el Williamsburg urbano, en los confines de la comunidad jasídica de Satmar en la que crecí, a los niños nos enseñaban las antiguas leyes bíblicas, que datan de la época del Templo, un tiempo anterior a la Diáspora, cuando el pueblo judío tenía conciencia de hogar y la dignidad que se deriva de ella. Los cambios de nuestras circunstancias han convertido esas leyes en algo fundamentalmente abstracto; sin embargo, a pesar de que casi nunca hemos tenido la oportunidad de aplicarlas, han formado parte de la gran herencia que debía servirnos de consuelo en lo que se considera un exilio temporal.

El jardín de mi abuela disfrutaba de una excepción a esos dictados. Mi abuelo parecía considerar aquella parcelita, quizá una de las últimas de Williamsburg que no había sido asfixiada por el hormigón, nuestra tierra sagrada particular, y aplicaba las complejas leyes agrícolas a aquella islita llena de verdor como si se tratara de un proyecto agrícola y no el santuario personal de Bubby, un rincón bello e insólito donde ella buscaba refugio cuando necesitaba paz. Mi abuelo insistía en imponer un orden religioso en todo lo relativo a nuestras vidas, no solo en los aspectos que lo requerían, y el jardín no se libraba de ello. Tal vez esa disciplina implacable le proporcionaba solaz después del caos que había vivido durante la guerra. Sin embargo, mi abuela, asimismo superviviente del Holocausto, seguía siendo más leal al orden de la naturaleza. Es probable que las discrepancias que mantuvieron durante toda su vida de casados, y quizá también las que no tardaron en gestarse en mi propio espíritu, se remontaran a esas lealtades enfrentadas. No obstante, en su caso, fue mi abuelo quien acabó imponiéndose y la ley bíblica se aplicó en el jardín al que mi abuela había dedicado tantos cuidados a lo largo de los años. La imposición inflexible de esos edictos antiguos se tradujo en la muerte de ese pequeño paraíso y, en cierto modo, también en la pérdida de la mujer que yo conocía y amaba, algo de lo que solo me daría cuenta muchos años después, cuando tuve que enfrentarme a su repentina ausencia física. Ya había vivido su pérdida emocional y espiritual a medida que la edad la apagaba y fragmentaba, alejándola de mí cada vez más y recluyéndola en ese mundo del que siempre había sido única moradora.

En la comunidad en la que crecí, la intrusión omnipresente de los principios religiosos no ofrecía consuelo ni respiro. Ya por entonces creía que conocía a Di

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