Querido Pablo

Maria Jaén

Fragmento

En Prades, hoy el día es frío y gris.

Viernes, 21 de enero de 1955.

En la fachada de la casa, un letrero.

El cant dels ocells es el nombre de esta casa.

En el interior, un hombre menudo, el célebre músico de la pipa y el sombrero, se prepara para salir.

Camina apesadumbrado, soportando un gran dolor que hace que sus pasos sean lentos.

El violonchelista que ha recorrido medio mundo emprende hoy el viaje más difícil de su vida.

«No puedo volver. No reconozco el gobierno del dictador».

¿Cuántas veces lo había dicho?

En público y en privado, durante casi veinte años, no se había cansado de repetir esas palabras.

Taxativo, seguro de sí mismo, prometió que jamás viviría bajo un gobierno fascista, que mientras hubiese dictadura no volvería a pisar tierras catalanas.

«Soy tozudo. Soy tenaz. Y si mi obstinación me lleva a morir lejos de los míos, que así sea, pero mi exilio solo acabará el día que la democracia vuelva a mi país».

Nada lo haría cambiar de idea.

Durante años, ha mantenido una determinación de hierro.

Esa es la razón por la que el mundo lo admira.

Pero resulta que, hoy, este hombre de principios firmes e inamovibles se ve obligado a romper su promesa.

Hoy cruzará la frontera.

Se prepara en silencio.

En apenas unas horas, estará en el otro lado.

Vincent, el marido de Enriqueta, su sobrina más querida, conducirá el viejo Renault negro.

Quiere a este joven como si fuese su sobrino, su yerno, o tal vez el hijo que no pudo tener. Es su persona de confianza; es quien ha hecho posible su regreso.

«Ella lo querría así, Frasquita desearía volver a casa», dijo el músico.

Y Vincent se puso manos a la obra: decenas de llamadas, papeles arriba y abajo, de Prades al prefecto de Perpiñán, del prefecto al cónsul español, del cónsul al gobierno de Madrid... y así, sin descanso, fue haciendo girar la rueda hasta que consiguieron los permisos.

Y solo porque Vincent lo acompaña es capaz de emprender un camino tan difícil.

¿Cómo podrá agradecérselo?

Sube al coche.

«No te dejes nada», le dice ella desde lejos.

El sombrero, la pipa, el pasaporte.

Y en el bolsillo interior del abrigo, los papeles de Tití,

el dolor más auténtico.

Tití

Tití

Prades, 1954

Querido Pablo:

Ya hace tres días que llegamos a Prades.

Estábamos en Zermatt, como cada año por estas fechas, pero ahora volvemos a estar en Prades. Te doy las gracias por haberme traído y te pido disculpas por haber interrumpido tus clases. Si no me hubiese encontrado mal, seguiríamos en Zermatt. Tú con tus alumnos; yo, a tu lado. Pero las cosas no han ido como esperábamos.

Hace tres días, de buena mañana, yo estaba en el suelo, con los ojos cerrados, sin fuerzas ni aliento, cuando oí tu voz.

—¿Qué te pasa? —me preguntaste, asustado.

—Angustia —dije.

—¿Por qué?

No podía responderte porque no lo sabía. La angustia se había adueñado de mí sin motivo. Apretando con fuerza el nudo, me oprimía el estómago, los pulmones, el corazón y también la garganta, me ahogaba y no me dejaba respirar ni pronunciar tu nombre.

Pero, por fin, al cabo de apenas unos minutos o quizá unas horas, ¿quién podría decírmelo?, grité. No sé ni cómo fui capaz de hacerlo. No sé de dónde nació aquel grito de dolor. Solo recuerdo que caí al suelo exhausta y cerré los ojos.

—¿Quieres que volvamos a Prades?

Tus palabras salvadoras.

—Sí, sí que quiero. Volvamos a casa, por favor.

—De acuerdo —dijiste, intentando calmarme—. Estate tranquila. No pasa nada, aquí hace demasiado frío.

Y era verdad. En Zermatt hacía frío, demasiado para mis huesos y también para los tuyos, un frío insoportablemente gélido para mis miedos, el miedo a morir lejos de ti y dejarte solo, el miedo a que murieses lejos de mí y quedarme sola; los mismos miedos que ambos sentimos aquella noche en el tren. Sé que recuerdas aquella noche y aquel tren tan bien como yo. Hemos hablado de ello muchas veces. Viajábamos en el mismo coche cama, pero en compartimentos diferentes. Tú, en un extremo del vagón y yo, en el otro. Siempre hemos guardado las formas. Juntos, pero separados, casado y viuda, católicos adúlteros.

Y, a medianoche, el tren descarriló.

—No había pasado tanto miedo en la vida —me dijiste un día.

—¿Más que cuando vivíamos rodeados de nazis? —recuerdo que te pregunté.

—Sí, más todavía.

Y es que, tiempo después de aquel accidente ferroviario, durante los años que tuvimos que convivir con las esvásticas, casi como prisioneros, el terror fue una constante en nuestras vidas. Siempre con el corazón en un puño, esperábamos la visita de los alemanes. En las calles había gente que te acusaba de esconder armas, de apoyar a la resistencia o de ejercer de enlace de los maquis. Sabíamos que los alemanes vendrían a vernos, ignorábamos con qué propósito —detenernos o tal vez asustarnos sin más—, pero sabíamos que vendrían.

Los estábamos esperando, y al fin, una mañana la Gestapo llamó a la puerta.

Eran tres, tres jóvenes oficiales, educados y cultos. Te conocían, parecían saberlo todo de ti. Uno dijo que sus padres te habían visto tocar en Berlín y que tenían un recuerdo maravilloso de aquel concierto. ¡Cómo te admiraban sus padres! ¡Qué ilusión explicarles que te había conocido!

Los tres alemanes se pasearon por

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