Saga Dos amigas (La amiga estupenda | Un mal nombre | Las deudas del cuerpo | La niña perdida)

Elena Ferrante

Fragmento

Los personajes

Los personajes

LA FAMILIA CERULLO (LA FAMILIA DEL ZAPATERO):

Fernando Cerullo, zapatero.

Nunzia Cerullo, madre de Lila.

Raffaella Cerullo, para todos Lina, solo para Elena Lila.

Rino Cerullo, hermano mayor de Lila, también zapatero.

Rino se llamará uno de los hijos de Lila.

Otros hijos.

LA FAMILIA GRECO (LA FAMILIA DEL CONSERJE):

Elena Greco, llamada Lenuccia o Lenù. Es la primogénita; vienen después Peppe, Gianni y Elisa.

El padre trabaja de conserje en el ayuntamiento.

La madre, ama de casa.

LA FAMILIA CARRACCI (LA FAMILIA DE DON ACHILLE):

Don Achille Carracci, el ogro de los cuentos.

Maria Carracci, esposa de don Achille.

Stefano Carracci, hijo de don Achille, charcutero en la charcutería de la familia.

Pinuccia y Alfonso Carracci, los otros dos hijos de don Achille.

LA FAMILIA PELUSO (LA FAMILIA DEL CARPINTERO):

Alfredo Peluso, carpintero.

Giuseppina Peluso, esposa de Alfredo.

Pasquale Peluso, hijo mayor de Alfredo y Giuseppina, albañil.

Carmela Peluso, también se hace llamar Carmen, hermana de Pasquale, dependienta en una mercería.

Otros hijos.

LA FAMILIA CAPPUCCIO (LA FAMILIA DE LA VIUDA LOCA):

Melina, pariente de la madre de Lila, viuda loca.

El marido de Melina, descargaba cajas en el mercado hortofrutícola.

Ada Cappuccio, hija de Melina.

Antonio Cappuccio, su hermano, mecánico.

Otros hijos.

LA FAMILIA SARRATORE (LA FAMILIA DEL FERROVIARIO-POETA):

Donato Sarratore, revisor.

Lidia Sarratore, esposa de Donato.

Nino Sarratore, el mayor de los cinco hijos de Donato y Lidia.

Marisa Sarratore, hija de Donato y Lidia.

Pino, Clelia y Ciro Sarratore, los hijos más pequeños de Donato y Lidia.

LA FAMILIA SCANNO (LA FAMILIA DEL VERDULERO):

Nicola Scanno, verdulero.

Assunta Scanno, esposa de Nicola.

Enzo Scanno, hijo de Nicola y Assunta, también verdulero.

Otros hijos.

LA FAMILIA SOLARA (LA FAMILIA DEL PROPIETARIO DEL BAR-PASTELERÍA DEL MISMO NOMBRE):

Silvio Solara, dueño del bar-pastelería.

Manuela Solara, esposa de Silvio.

Marcello y Michele Solara, hijos de Silvio y Manuela.

LA FAMILIA SPAGNUOLO (LA FAMILIA DEL PASTELERO):

El señor Spagnuolo, pastelero del bar-pastelería Solara.

Rosa Spagnuolo, esposa del pastelero.

Gigliola Spagnuolo, hija del pastelero.

Otros hijos.

GINO, hijo del farmacéutico.

LOS MAESTROS:

Ferraro, maestro y bibliotecario.

La Oliviero, maestra.

Gerace, profesor de bachillerato superior.

La Galiani, profesora del curso preuniversitario.

Nella Incardo, la prima de Ischia de la maestra Oliviero.

Prólogo: Borrar todo rastro

Prólogo

Borrar todo rastro

1

Rino me llamó esta mañana; pensé que iba a pedirme más dinero y me preparé para decirle que no. El motivo de su llamada era otro: su madre había desaparecido.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace dos semanas.

—¿Y me llamas ahora?

El tono debió de parecerle hostil, aunque no estaba ni enfadada ni indignada, solo me permití una pizca de sarcasmo. Intentó reaccionar pero lo hizo de un modo confuso, incómodo, en parte en dialecto, en parte en italiano. Dijo que se había figurado que su madre estaba paseando por Nápoles, como de costumbre.

—¿Y de noche también?

—Ya sabes cómo es ella.

—Ya lo sé, pero ¿a ti te parece normal una ausencia de dos semanas?

—Sí. Tú hace mucho que no la ves, ha empeorado; nunca tiene sueño, entra, sale, hace lo que le da la gana.

De todas maneras, al final se lo tomó en serio. Preguntó a todo el mundo, recorrió los hospitales, fue incluso a la policía. Nada, su madre no estaba por ninguna parte. Qué buen hijo: un hombre corpulento, de unos cuarenta años, que no había trabajado en la vida, dedicándose solo a traficar y derrochar. Imaginé el interés que había puesto en la búsqueda. Ninguno. No tenía cerebro y solo se quería a sí mismo.

—¿No estará en tu casa? —me preguntó de repente.

¿Su madre? ¿Aquí en Turín? Rino conocía bien la situación, hablaba por hablar. Él sí que era viajero, había venido a casa por lo menos unas diez veces, sin que yo lo invitara. Su madre, a la que habría recibido de buena gana, no había salido de Nápoles en su vida. Le contesté:

—No, no está en mi casa.

—¿Estás segura?

—Rino, por favor, te he dicho que no está.

—¿Entonces adónde habrá ido?

Se echó a llorar y dejé que representara su desesperación, sollozos al principio fingidos, genuinos después. Cuando se calmó le dije:

—Por favor, de vez en cuando compórtate como a ella le gustaría; no la busques.

—Pero ¿qué dices?

—Lo que has oído. Es inútil. Aprende a vivir solo y a mí tampoco me busques más.

Colgué.

2

La madre de Rino se llama Raffaella Cerullo, pero todo el mundo la ha llamado siempre Lina. Yo no, nunca usé ninguno de los dos nombres. Desde hace más de sesenta años para mí es Lila. Si la llamara Lina o Raffaella, así, de repente, pensaría que nuestra amistad ha terminado.

Hace por lo menos treinta años que me dice que quiere desaparecer sin dejar rastro, y solo yo sé qué quiere decir. Nunca tuvo en mente una fuga, un cambio de identidad, el sueño de rehacer su vida en otra parte. Tampoco pensó nunca en suicidarse, porque le repugna la idea de que Rino tenga algo que ver con su cuerpo y se vea obligado a ocuparse de él. Su propósito fue siempre otro, quería volatilizarse; quería dispersar hasta la última de sus células, que de ella no encontraran nada. Y como la conozco bien, o creo conocerla, doy por descontado que ha encontrado el modo de no dejar en este mundo ni siquiera una migaja de sí misma, en ninguna parte.

3

Han pasado los días. He mirado el correo electrónico y el postal, pero sin esperanza. Yo solía escribirle con mucha frecuencia, ella casi nunca me contestaba: esa fue siempre su costumbre. Prefería el teléfono o las largas charlas nocturnas cuando yo iba a Nápoles.

He abierto mis cajones, las cajas metálicas en las que guardo todo tipo de cosas. Pocas. Tiré muchas, en especial las relacionadas con ella, y ella lo sabe. He descubierto que no tengo nada suyo, ni una imagen, ni una notita, ni un regalo. Yo misma me he sorprendido. ¿Cómo es posible que en todos estos años no me haya dejado nada suyo, o, peor aún, que yo no haya querido conservar nada de ella? Es posible.

Días más tarde fui yo quien llamé a Rino, aunque a regañadientes. No me contestó ni en el fijo ni en el móvil. Me llamó él por la noche, sin apuro, poniendo esa voz con la que trata de inspirar lástima.

—He visto que has llamado. ¿Tienes alguna novedad?

—No. ¿Y tú?

—Tampoco.

Me dijo cosas incongruentes. Quería ir a la televisión, al programa ese en el que buscan personas desaparecidas, hacer un llamamiento, pedirle perdón por todo a su mamá, suplicarle que volviera.

Lo escuché con paciencia, después le pregunté:

—¿Has mirado en su armario?

—¿Para qué?

Naturalmente no se le había pasado por la cabeza algo tan obvio.

—Ve a mirar.

Fue a mirar y se dio cuenta de que no había quedado nada, ni un solo vestido de su madre, ni de invierno ni de verano, solo perchas viejas. Le pedí que registrara toda la casa. Habían desaparecido sus zapatos. Habían desaparecido sus pocos libros. Habían desaparecido todas sus fotos. Habían desaparecido sus diapositivas. Había desaparecido su ordenador, incluso los antiguos disquetes que se usaban antes, todo, todo lo relacionado con su experiencia de maga de la electrónica que empezó a darse maña con los ordenadores a finales de los años sesenta, en la época de las tarjetas perforadas. Rino no salía de su asombro. Le sugerí:

—Tómate todo el tiempo que te haga falta, pero después me llamas y me dices si has encontrado aunque sea un alfiler suyo.

Me llamó al día siguiente, alteradísimo.

—No hay nada.

—¿Nada de nada?

—Nada. Ha cortado todas las fotos en las que salíamos juntos, incluso en las que yo era pequeño.

—¿Has mirado bien?

—En todas partes.

—¿En el sótano también?

—Te he dicho que en todas partes. Ha desaparecido también la caja con los documentos, yo qué sé, antiguos certificados de nacimiento, contratos telefónicos, recibos de facturas. ¿Qué significa? ¿Alguien lo ha robado todo? ¿Qué buscan? ¿Qué quieren de mí y de mi madre?

Lo tranquilicé, le pedí que se calmara. Era improbable que nadie quisiera nada de él.

—¿Puedo ir a quedarme un tiempo contigo?

—No.

—Por favor, no puedo dormir.

—Arréglatelas, Rino, yo no puedo hacer nada.

Colgué y cuando me volvió a llamar, no le contesté. Me senté al escritorio.

Como siempre, Lila se pasa, pensé.

Estaba ampliando hasta la exageración el concepto de rastro. No solo quería desaparecer ella, ahora, con sesenta y seis años, sino borrar además toda la vida que había dejado a su espalda.

Me dio mucha rabia.

Veremos quién se sale con la suya, me dije. Fue entonces cuando encendí el ordenador y me puse a escribir hasta el último detalle de nuestra historia, todo lo que quedó grabado en la memoria.

Infancia: Historia de don Achille

Infancia

Historia de don Achille

1

Aquella vez en que Lila y yo decidimos subir las escaleras oscuras que llevaban, peldaño a peldaño, tramo a tramo, hasta la puerta del apartamento de don Achille, comenzó nuestra amistad.

Recuerdo la luz violácea del patio, los olores de una noche tibia de primavera. Las madres preparaban la cena, era hora de regresar, pero nosotras, sin decirnos una sola palabra, nos entretuvimos desafiándonos a pruebas de coraje. Desde hacía un tiempo, dentro y fuera de la escuela, no hacíamos otra cosa. Lila metía la mano y el brazo entero en la boca negra de una alcantarilla, y yo, a mi vez, la imitaba enseguida, con el corazón en la boca, confiando en que las cucarachas no se pasearan por mi piel y que las ratas no me mordieran. Lila se encaramaba a la ventana de la planta baja de la señora Spagnuolo, se colgaba de la barra de hierro por donde pasaba el hilo para tender la ropa, se columpiaba y luego se dejaba caer en la acera, y yo, a mi vez, la imitaba enseguida, aunque temiera caerme y lastimarme. Lila se introducía debajo de la piel la punta de un imperdible oxidado que había encontrado en la calle no sé cuándo y que guardaba en el bolsillo como si fuese el regalo de un hada; y yo observaba la punta metálica que excavaba un túnel blancuzco en la palma de su mano, y después, cuando ella lo extraía y me lo ofrecía, la imitaba.

En un momento dado me lanzó una de sus miradas, firme, con los ojos entrecerrados, y se dirigió hacia el edificio donde vivía don Achille. Me quedé petrificada de miedo. Don Achille era el ogro de los cuentos, me estaba terminantemente prohibido acercarme a él, hablarle, mirarlo, espiarlo, debía hacer como si él y su familia no existieran. En mi casa y en otras, había hacia él un temor y un odio que no sabía de dónde venían. Tal como hablaba de él mi padre, yo me lo había imaginado robusto, lleno de ampollas violáceas, enfurecido pese al «don», que a mí me sugería una autoridad tranquila. Era un ser hecho de no sé qué material, hierro, vidrio, ortiga, pero vivo, vivo, que soltaba un aliento caliente por la nariz y la boca. Creía que bastaba con verlo de lejos para que me metiera en los ojos algo puntiagudo y ardiente. Y si hubiese cometido la locura de acercarme a la puerta de su casa me habría matado.

Esperé un poco para ver si Lila cambiaba de idea y volvía sobre sus pasos. Yo sabía lo que quería hacer, había esperado inútilmente que se le olvidara, pero no. Las farolas todavía no se habían encendido y tampoco las luces de la escalera. De las casas salían voces nerviosas. Para seguirla debía abandonar el azul del patio y entrar en la negrura del portón. Cuando por fin me decidí, al principio no veía nada, solo notaba un olor a ropa vieja y a DDT. Cuando me acostumbré a la oscuridad, descubrí a Lila sentada en el primer peldaño del primer tramo de escalera. Se levantó y empezó a subir.

Fuimos avanzando pegadas a la pared, ella dos peldaños por delante, yo dos peldaños por detrás e indecisa entre acortar la distancia o dejar que aumentara. Me ha quedado la impresión del hombro rozando la pared desconchada y la idea de que los escalones eran muy altos, más que los del edificio donde yo vivía. Temblaba. Cada ruido de pasos, cada voz era don Achille que se nos acercaba por la espalda o venía a nuestro encuentro empuñando un cuchillo enorme, de esos para abrirle la pechuga a las gallinas. El aire olía a ajos fritos. Maria, la esposa de don Achille, me iba a echar a la sartén con aceite hirviendo, sus hijos me iban a comer, él me iba a chupar la cabeza como hacía mi padre con los salmonetes.

Nos paramos a menudo, y cada vez yo esperaba que Lila decidiera volver sobre sus pasos. Yo estaba muy sudada, ella no lo sé. De vez en cuando miraba hacia arriba, pero yo no sabía qué, solo se veía el gris de los ventanales en cada tramo de la escalera. Las luces se encendieron de repente, pero tenues, polvorientas, dejando amplias zonas de sombra erizadas de peligros. Esperamos para comprobar si había sido don Achille quien le había dado al interruptor, pero no oímos nada, ni pasos ni una puerta que se abría o se cerraba. Después, Lila siguió subiendo, y yo detrás.

Ella consideraba que hacía algo correcto y necesario, a mí se me habían olvidado todos los buenos motivos y con toda seguridad estaba allí únicamente porque estaba ella. Subíamos despacio hacia el mayor de nuestros terrores de entonces, íbamos a exponernos al miedo y a interrogarlo.

En el cuarto tramo de la escalera Lila se comportó de un modo inesperado. Se detuvo para esperarme y cuando la alcancé, me dio la mano. Ese gesto lo cambió todo entre nosotras para siempre.

2

Ella tenía la culpa. En un tiempo no muy lejano —diez días, un mes, quién sabe, entonces lo ignorábamos todo del tiempo— me había quitado mi muñeca a traición para dejarla caer al fondo de un sótano. Ahora subíamos hacia el miedo, entonces nos habíamos sentido obligadas a bajar, y a toda prisa, hacia lo desconocido. Arriba, abajo, siempre teníamos la impresión de ir al encuentro de algo terrible que, aunque ya existiera antes, era a nosotras a quien esperaba y a nadie más. Cuando se lleva poco tiempo en este mundo resulta difícil comprender cuáles son los desastres que dan origen a nuestro sentimiento del desastre, o tal vez no se siente la necesidad de comprenderlo. A la espera del mañana, los mayores se mueven en un presente detrás del que están el ayer y el anteayer o, como mucho, la semana pasada; no quieren pensar en el resto. Los pequeños desconocen el significado del ayer, del anteayer, del mañana, todo se reduce a esto, al ahora: la calle es esta, el portón es este, las escaleras son estas, esta es mamá, este es papá, este es el día, esta la noche. Yo era pequeña y, a fin de cuentas, mi muñeca sabía más que yo. Le hablaba, me hablaba. Tenía cara de celuloide con cabello de celuloide y ojos de celuloide. Llevaba un vestidito azul que le había cosido mi madre en un raro momento feliz, y estaba preciosa. La muñeca de Lila, por el contrario, tenía el cuerpo amarillento de tela relleno de serrín, me parecía fea y mugrienta. Las dos se espiaban, se sopesaban, dispuestas a escapar de nuestros brazos si estallaba un temporal, si se oían truenos, si alguien más grande y más fuerte y con dientes afilados quería agarrarlas.

Jugábamos en el patio, pero como si no jugáramos juntas. Lila se sentaba en el suelo, al lado del ventanuco de un sótano, yo, del otro lado. Nos gustaba ese sitio, en primer lugar porque, en el cemento entre los barrotes de la abertura, contra la malla de alambre, podíamos colocar tanto las cosas de Tina, mi muñeca, como las de Nu, la muñeca de Lila. Poníamos piedras, tapas de gaseosas, florecitas, clavos, esquirlas de vidrio. Yo captaba lo que Lila le decía a Nu y se lo decía en voz baja a Tina, pero cambiándolo un poco. Si ella cogía un tapón y se lo ponía en la cabeza a su muñeca como si fuese un sombrero, yo le decía a la mía, en dialecto: Tina, ponte la corona de reina, que si no te dará frío. Si Nu jugaba a la rayuela en brazos de Lila, poco después yo le hacía hacer lo mismo a Tina. Pero todavía no estábamos en la fase de decidir un juego e iniciar una colaboración. Incluso aquel lugar lo elegíamos sin ponernos de acuerdo. Lila iba allí, yo me paseaba por ahí, fingiendo ir para otro lado. Al rato, como quien no quiere la cosa, me ponía yo también junto al respiradero, pero al otro lado.

Lo que más nos atraía era el aire frío del sótano, una ráfaga que nos refrescaba en primavera y en verano. Además nos gustaban los barrotes con telarañas, la oscuridad y la tupida malla de alambre que, enrojecida por la herrumbre, se enroscaba tanto en el lado donde yo estaba como en el de Lila, formando dos rendijas paralelas a través de las cuales podíamos lanzar piedras a la oscuridad y oír el ruido cuando golpeaban el suelo. Todo era hermoso y daba miedo, entonces. A través de aquellas aberturas la oscuridad podía arrebatarnos de repente las muñecas, a veces seguras entre nuestros brazos, más a menudo colocadas expresamente junto a la malla retorcida y, por tanto, expuestas al aliento helado del sótano, a los ruidos amenazantes que provenían de ahí, a los murmullos, a los crujidos, a los roces.

Nu y Tina no eran felices. Los miedos que saboreábamos nosotras a diario eran los suyos. No nos fiábamos de la luz proyectada sobre las piedras, los edificios, el campo, las personas dentro y fuera de las casas. Intuíamos sus rincones negros, sus sentimientos contenidos, siempre al borde del estallido. Y atribuíamos a esas bocas oscuras, a las cavernas que se abrían más allá, debajo de los edificios del barrio, todo aquello que a la luz del día nos espantaba. Don Achille, por ejemplo, no estaba únicamente en su casa del último piso, sino también ahí abajo, araña entre las arañas, rata entre las ratas, una forma que adoptaba todas las formas. Me lo imaginaba con la boca abierta a causa de los largos colmillos de animal, con cuerpo de piedra vidriada y hierbas venenosas, siempre dispuesto a recibir en una enorme bolsa negra todo lo que tirábamos desde los ángulos desprendidos de la malla. Aquella bolsa era un rasgo fundamental de don Achille, la llevaba siempre, incluso en su casa, y dentro de ella echaba materia viva y muerta.

Lila sabía que yo tenía ese miedo, mi muñeca hablaba de él en voz alta. Por eso, precisamente el día en que sin ponernos de acuerdo siquiera, solo con miradas y gestos, intercambiamos por primera vez nuestras muñecas, ella, en cuanto tuvo a Tina, la empujó al otro lado de la malla y la dejó caer en la oscuridad.

3

Lila apareció en mi vida en primer curso de primaria y enseguida me impresionó porque era muy mala. Todas éramos un poco malas en esa clase, aunque solo cuando la maestra Oliviero no nos veía. Pero ella era mala siempre. Una vez rompió en mil pedazos el papel secante, luego metió los trocitos de uno en uno por el agujero del tintero, después se puso a pescarlos con el plumín y a lanzárnoslos. A mí me alcanzó dos veces en el pelo y una vez en el cuello blanco. La maestra chilló como sabía hacer ella, con su voz de aguja, larga y afilada, que nos aterraba, y como castigo le ordenó enseguida que se pusiera detrás de la pizarra. Lila no obedeció y ni siquiera pareció asustarse, al contrario, siguió lanzando por doquier pedacitos de papel secante empapados en tinta. Entonces, la maestra Oliviero, una mujer grandota que nos parecía muy vieja aunque apenas pasaba de los cuarenta, se bajó de la tarima amenazándola, tropezó no se sabe bien con qué, perdió el equilibrio y al caer se golpeó la cara contra el canto de un pupitre. Quedó tendida en el suelo, parecía muerta.

No recuerdo qué ocurrió inmediatamente después; solo recuerdo el cuerpo inmóvil de la maestra, un bulto oscuro, y a Lila que la miraba con cara seria.

Guardo en la memoria muchos incidentes como este. Vivíamos en un mundo en el que, con frecuencia, niños y adultos sufrían heridas que sangraban, luego venía la supuración y a veces se morían. Una de las hijas de la señora Assunta, la verdulera, se hirió con un clavo y murió de tétanos. El hijo menor de la señora Spagnuolo se murió de crup. Un primo mío, que tenía veinte años, fue una mañana a palear escombros y por la tarde murió aplastado, echando sangre por las orejas y la boca. El padre de mi madre se mató al caer de un andamio de un edificio en construcción. Al padre del señor Peluso le faltaba un brazo, se lo había cortado el torno a traición. La hermana de Giuseppina, la esposa del señor Peluso, murió de tuberculosis con veintidós años. El hijo mayor de don Achille —no lo había visto en mi vida y aun así me parecía recordarlo— había ido a la guerra y se murió dos veces, primero ahogado en el océano Pacífico, después devorado por los tiburones. La familia Melchiorre al completo había muerto abrazada, gritando de miedo, en pleno bombardeo. La vieja señora Clorinda se había muerto respirando gas en lugar de aire. Giannino, que iba a cuarto cuando nosotras cursábamos primero, se murió un día porque al encontrar una bomba, la había tocado. Luigina, con la que habíamos jugado en el patio o tal vez no, y era solamente un nombre, se había muerto de tifus petequial. Así era nuestro mundo, estaba lleno de palabras que mataban: el crup, el tétanos, el tifus petequial, el gas, la guerra, el torno, los escombros, el trabajo, el bombardeo, la bomba, la tuberculosis, la supuración. El origen de los muchos miedos que me han acompañado toda la vida se remontan a esos vocablos y a esos años.

Podías morirte incluso de cosas que parecían normales. Por ejemplo, podías morirte si sudabas y después bebías agua fría del grifo sin antes haberte mojado las muñecas, porque entonces te cubrías de puntitos rojos, te daba la tos y ya no podías respirar. Podías morirte si comías cerezas negras sin escupir los huesos. Podías morirte si mascabas chicle y sin querer te lo tragabas. Podías morirte sobre todo si te dabas un golpe en la sien. La sien era un sitio fragilísimo, todas teníamos mucho cuidado con eso. Bastaba con una pedrada, y las pedradas eran la norma. A la salida de la escuela una pandilla de chicos que venían del campo, capitaneada por uno que se llamaba Enzo o Enzuccio, uno de los hijos de Assunta, la verdulera, empezó a tirarnos piedras. Estaban ofendidos porque nosotras éramos más aplicadas que ellos. Cuando llegaban las pedradas todas salíamos corriendo, pero Lila no, seguía andando a paso normal y a veces incluso se detenía. Se le daba muy bien analizar la trayectoria de las piedras y esquivarlas con un movimiento tranquilo, hoy diría que elegante. Tenía un hermano mayor y quizá había aprendido de él, no sé; yo también tenía hermanos pero más pequeños que yo y de ellos no había aprendido nada. Sin embargo, cuando me daba cuenta de que se había rezagado, aunque tenía mucho miedo, me paraba y la esperaba.

Ya entonces había algo que me impedía abandonarla. No la conocía bien, nunca nos habíamos dirigido la palabra y aun así estábamos enzarzadas en una competición continua, en clase y fuera. Pero sentía confusamente que si hubiese salido corriendo junto a las demás, le habría dejado a ella algo mío que luego no me devolvería nunca.

Al principio esperaba escondida, a la vuelta de una esquina, y me asomaba para ver si Lila venía. Después, al ver que no se movía, me obligaba a reunirme con ella, le pasaba las piedras, yo también las lanzaba. Pero lo hacía sin convicción, en mi vida he hecho muchas cosas pero nunca convencida; siempre me he sentido un tanto despegada de mis propios actos. En cambio Lila, de pequeña —ahora no sé decir con certeza si ya a los seis o siete años, o cuando subimos juntas las escaleras que llevaban a la casa de don Achille y teníamos ocho, casi nueve—, se caracterizaba por tener una determinación absoluta. Ya fuera que empuñase el portaplumas tricolor con su plumín o una piedra o la barandilla de las oscuras escaleras, transmitía la idea de que lo que vendría después —clavar con una estocada precisa el plumín en el pupitre, lanzar bolitas de papel empapadas de tinta, golpear a los chicos del campo, subir hasta la puerta de don Achille— lo iba a hacer sin vacilación.

La pandilla venía del terraplén del ferrocarril y hacía acopio de piedras entre las vías. Enzo, el jefe, era un niño muy peligroso, tres años mayor que nosotras, repetidor, de cabello rubio muy corto y ojos claros. Lanzaba con precisión piedras pequeñas de bordes afilados, y Lila esperaba sus tiros para mostrarle cómo los esquivaba, hacerlo enfadar todavía más y responder enseguida con otros tiros igual de peligrosos. Una vez le dimos en el tobillo derecho, y digo le dimos porque yo le había pasado a Lila una piedra plana con los bordes mellados. La piedra pasó rozando la piel de Enzo como una cuchilla, dejándole una mancha roja de la que enseguida brotó la sangre. El niño se miró la pierna herida, es como si lo estuviera viendo: tenía entre el pulgar y el índice la piedra que se disponía a tirar, el brazo levantado para el lanzamiento; pese a eso, se detuvo estupefacto. Los niños bajo su mando también miraron la sangre, incrédulos. Lila no mostró la menor satisfacción por el buen resultado del tiro y se agachó para recoger otra piedra. Yo la agarré del brazo, fue nuestro primer contacto, un contacto brusco y asustado. Intuía que la pandilla se volvería más feroz y quería que nos retirásemos. Pero no hubo tiempo. A pesar de que le sangraba el tobillo, Enzo se recuperó del estupor y lanzó la piedra que tenía en la mano. Yo seguía sujetando con fuerza a Lila cuando la pedrada la alcanzó en la frente y me la arrancó de la mano. Un momento después la vi tendida en la acera con la cabeza rota.

4

Sangre. En general manaba de las heridas tras haber intercambiado maldiciones horrendas y repugnantes obscenidades. Se seguía siempre ese procedimiento. Mi padre, que a mí me parecía un hombre bueno, profería continuamente insultos y amenazas si alguien, como decía él, no era digno de estar sobre la faz de la tierra. La tenía tomada especialmente con don Achille. Siempre tenía algo que echarle en cara y a veces me tapaba los oídos con las manos para que sus palabrotas no me dejaran demasiado impresionada. Cuando hablaba con mi madre lo llamaba «tu primo», pero mi madre renegaba enseguida de ese vínculo de sangre (el parentesco era muy lejano) y aumentaba la dosis de insultos. Me aterraban sus ataques de ira, y me aterraba sobre todo que don Achille pudiera tener oídos tan finos para captar incluso los insultos dichos a gran distancia. Temía que viniese a matarlos.

Pese a todo, el enemigo jurado de don Achille no era mi padre sino el señor Peluso, un carpintero muy hábil, que siempre andaba sin dinero porque se jugaba cuanto ganaba en la trastienda del bar Solara. Peluso era el padre de una de nuestras compañeras del colegio, Carmela, de Pasquale, ya mayor, y de otros dos hijos, niños más miserables que nosotras, con los que Lila y yo jugábamos a veces y que en el colegio y fuera siempre intentaban robarnos nuestras cosas, la pluma, la goma, el dulce de membrillo; tanto era así que siempre regresaban a casa cubiertos de cardenales por las palizas que les dábamos.

Las veces en que lo veíamos, el señor Peluso nos parecía la imagen de la desesperación. Por una parte, lo perdía todo en el juego, y por la otra, en público la emprendía a golpes con todo el mundo porque no sabía cómo darle de comer a su familia. Por oscuros motivos atribuía su ruina a don Achille. Le achacaba el haberle quitado a traición, como si su cuerpo tenebroso fuese un imán, todas las herramientas de su oficio de carpintero, inutilizando así su taller. Le reprochaba que se hubiese quedado también con el taller y lo hubiese transformado en charcutería. Me pasé años imaginando la pinza, la sierra, las tenazas, el martillo, la mordaza y miles de clavos, aspirados en forma de enjambre metálico por la materia que componía a don Achille. Años viendo salir de su cuerpo, tosco y cargado de materias heterogéneas, salamis, provolones, mortadelas, manteca de cerdo y jamón, siempre en forma de enjambre.

Hechos ocurridos en malos tiempos. Don Achille debió de manifestarse en toda su monstruosa naturaleza antes de que naciéramos nosotras. Antes. Lila utilizaba a menudo esa fórmula, en la escuela y fuera. Pero parecía que no le importara tanto lo que había ocurrido antes de nosotras —acontecimientos en general oscuros, sobre los que los mayores callaban o se pronunciaban con mucha reticencia—, sino que hubiese realmente existido un antes. Era eso lo que por entonces la dejaba perpleja e incluso a veces la ponía nerviosa. Cuando nos hicimos amigas me habló tanto de esa cosa absurda —antes de nosotras— que acabó por contagiarme su nerviosismo. Era el tiempo largo, larguísimo, en el que no habíamos estado; el tiempo en el que don Achille se había mostrado a todos tal como era: un ser malvado de indefinido aspecto animal-mineral que, al parecer, se llevaba la sangre ajena mientras a él nadie podía quitársela, tal vez ni siquiera fuera posible arañarlo.

Estábamos en el segundo curso de primaria, creo, y todavía no nos hablábamos, cuando se corrió la voz de que justo delante de la iglesia de la Sagrada Familia, al salir de misa, el señor Peluso se había puesto a chillar enfurecido contra don Achille, y don Achille, tras dejar a su hijo mayor, Stefano, a Pinuccia, a Alfonso, que tenía nuestra edad, a su esposa, y mostrarse un momento con su forma más horripilante, se había abalanzado sobre Peluso, lo había levantado en peso y lo había lanzado contra un árbol de los jardincillos para dejarlo allí tirado, inconsciente, mientras sangraba por cien heridas en la cabeza y en todas partes, sin que el pobrecito pudiera decir siquiera: ayudadme.

5

No siento nostalgia de nuestra niñez, está llena de violencia. Nos pasaba de todo, en casa y fuera, a diario, pero no recuerdo haber pensado nunca que la vida que nos había tocado en suerte fuese especialmente fea. La vida era así y punto; crecíamos con la obligación de complicársela a los demás antes de que nos la complicaran a nosotras. Sin duda, a mí me hubieran gustado los modales amables que predicaban la maestra y el párroco, pero sentía que esos modales no eran los adecuados para nuestro barrio, aunque fueras niña. Las mujeres peleaban entre ellas más que los hombres, se agarraban de los pelos, se hacían daño. Hacer daño era una enfermedad. De niña imaginaba que unos animales pequeñísimos, casi invisibles, venían de noche al barrio, salían de las charcas, de los vagones de los trenes abandonados más allá del terraplén, de las hierbas malolientes llamadas fétidas, de las ranas, de las salamandras, de las moscas, de las piedras, del polvo, y entraban en el agua, en la comida y el aire, para que nuestras madres y nuestras abuelas se volvieran rabiosas como perras sedientas. Estaban más contaminadas que los hombres, porque ellos se enfurecían por cualquier cosa pero al final se calmaban, mientras que ellas, en apariencia silenciosas y complacientes, cuando se enfadaban iban hasta el fondo de su rabia sin detenerse nunca.

Lila quedó muy marcada por lo que le ocurrió a Melina Cappuccio, pariente de su madre. Y yo también. Melina vivía en el mismo edificio que mis padres; nosotros en el segundo piso, ella, en el tercero. Tenía poco más de treinta años y seis hijos, pero nos parecía una vieja. Su marido tenía la misma edad, descargaba cajas en el mercado hortofrutícola. Lo recuerdo bajo y ancho, pero buen mozo, con una cara orgullosa. Una noche salió de casa como de costumbre y se murió, quizá asesinado, quizá de cansancio. Se celebró un funeral muy amargo al que asistió todo el barrio, también mis padres, también los padres de Lila. Después pasó un tiempo y vete a saber qué le ocurrió a Melina. Por fuera siguió siendo la misma, una mujer seca, de nariz grande, pelo ya encanecido, voz aguda que al atardecer, a través de la ventana, llamaba a sus hijos de uno en uno, por el nombre, con sílabas alargadas y rabiosa desesperación: Aaa-daaa, Miii-chè. Al principio recibió mucha ayuda de Donato Sarratore, que vivía en el apartamento justo encima del suyo, en el cuarto y último piso. Donato era asiduo de la parroquia de la Sagrada Familia y, como buen cristiano, se desveló por Melina; reunió dinero, ropa y zapatos usados, le colocó a Antonio, el hijo mayor, en el taller de Gorresio, un conocido suyo. Melina le estaba tan agradecida que, en su pecho de mujer desolada, la gratitud se transformó en amor, en pasión. Nadie sabía si Sarratore llegó a notarlo. Era un hombre muy cordial pero muy serio, casa, iglesia y trabajo, formaba parte del personal viajero de los Ferrocarriles del Estado, tenía un sueldo fijo con el que mantener dignamente a su esposa Lidia y a sus cinco hijos; el mayor se llamaba Nino. Cuando no cubría la línea Nápoles-Paola de ida y vuelta, se dedicaba a hacer arreglos en casa, iba a la compra, sacaba a pasear en el cochecito al recién nacido. Cosas muy extrañas en el barrio. A nadie se le ocurría que Donato se prodigara de aquel modo para aliviar las fatigas de su mujer. No: los hombres de todos los edificios, con mi padre a la cabeza, lo tenían por un hombre al que le gustaba hacer de mujercita, con mayor razón porque escribía poemas y se los leía de buen grado a quien fuese. A Melina tampoco se le ocurrió nunca. La viuda prefirió pensar que él, por pura bondad, dejaba que su esposa le pusiera el pie encima, y por eso decidió luchar ferozmente contra Lidia Sarratore para liberarlo y permitir que se juntara con ella de forma estable. Al principio, la guerra que siguió me resultaba divertida, pues en mi casa y fuera de ella se comentaba entre carcajadas malintencionadas. Lidia tendía las sábanas recién lavadas y Melina se subía al alféizar y se las ensuciaba con una caña cuya punta había quemado expresamente en el fuego; Lidia pasaba debajo de las ventanas y Melina le escupía en la cabeza o le echaba baldazos de agua sucia; de día, Lidia hacía ruido paseándose sobre su cabeza junto con sus hijos revoltosos, y Melina se ensañaba y se pasaba la noche entera golpeando el techo con el palo de la fregona. Sarratore trató por todos los medios de poner paz, pero era un hombre demasiado sensible, demasiado cortés. Así, de desprecio en desprecio, las dos empezaron a soltar palabrotas en cuanto se cruzaban por la calle o las escaleras, palabras duras, feroces. Fue a partir de ese momento cuando empezaron a darme miedo. Una de las tantas escenas terribles de mi niñez comienza con los gritos de Melina y Lidia, los insultos que se lanzaban desde las ventanas y en las escaleras; sigue luego con mi madre que sale apresuradamente a la puerta de casa, la abre y se asoma al rellano seguida por nosotros, los niños; y termina con una imagen que todavía hoy me resulta insoportable: las dos vecinas enzarzadas rodando escaleras abajo, la cabeza de Melina que golpea contra el suelo del rellano, a pocos centímetros de mis zapatos, como un melón blanco que se te ha resbalado de las manos.

Me resulta difícil decir por qué en aquel entonces nosotras, las niñas, estábamos de parte de Lidia Sarratore. Quizá porque tenía rasgos regulares y cabello rubio. O porque Donato era suyo y comprendíamos que Melina quería quitárselo. O porque los hijos de Melina iban sucios y andrajosos, mientras que los de Lidia iban lavados y bien peinados, y Nino, el primogénito, un par de años mayor que nosotras, era guapo y nos gustaba. Lila era la única que estaba a favor de Melina, pero nunca nos explicó por qué. En determinada circunstancia se limitó a decir que si Lidia Sarratore terminaba asesinada le estaría bien empleado, y yo pensé que opinaba así en parte porque tenía mal corazón y en parte porque ella y Melina eran parientes lejanas.

Un día regresábamos de la escuela, éramos cuatro o cinco niñas. Con nosotras iba Marisa Sarratore, que normalmente nos acompañaba no porque nos cayera simpática sino porque esperábamos, a través de ella, entrar en contacto con su hermano mayor, es decir, con Nino. Fue ella la primera en ver a Melina. La mujer caminaba a paso lento, al otro lado de la avenida; llevaba en una mano un cucurucho de papel del que se servía con la otra mano y comía. Marisa nos la señaló llamándola esa furcia, pero sin desprecio, solo porque repetía la fórmula que su madre utilizaba en casa. Aunque era más bajita y flaquísima, Lila le dio una bofetada tan fuerte que la tendió en el suelo, y lo hizo en frío, como hacía ella en todas las situaciones violentas, sin gritar antes y sin gritar después, sin una sola palabra de preaviso, sin poner los ojos como platos, gélida y decidida.

Primero auxilié a Marisa, que lloraba, la ayudé a levantarse, y después me volví para ver qué hacía Lila. Había bajado de la acera y caminaba en dirección a Melina, cruzando la avenida, sin fijarse en los camiones que pasaban. En su actitud más que en la cara vi algo que me turbó y que aún hoy me resulta difícil definir, tanto me cuesta que por ahora me conformaré con expresarlo así: a pesar de que se movía cruzando la avenida, pequeña, morena, nerviosa, a pesar de que lo hacía con su habitual determinación, estaba inmóvil. Inmóvil dentro de aquello que estaba haciendo la pariente de su madre, inmóvil por la pena, inmóvil, de sal como las estatuas de sal. Incondicional. Formaba un todo con Melina, que en una mano llevaba el oscuro jabón blando recién comprado en el semisótano de don Carlo, mientras con la otra se iba sirviendo y se lo comía.

6

El día en que la maestra Oliviero se cayó de la tarima y se golpeó en un pómulo contra el pupitre, yo, como he dicho, la consideré muerta, muerta en el trabajo como mi abuelo o el marido de Melina, y me pareció que la consecuencia sería que Lila también moriría por el castigo terrible que iban a imponerle. Sin embargo, durante una temporada que no sé definir —breve, larga—, no pasó nada. Se limitaron a desaparecer ambas, maestra y alumna, de nuestros días y de la memoria.

Todo era muy sorprendente entonces. La maestra Oliviero regresó al colegio viva, y empezó a ocuparse de Lila no para castigarla, como nos habría parecido natural, sino para alabarla.

Esta nueva fase comenzó cuando del colegio mandaron llamar a la señora Cerullo, la madre de Lila. Una mañana el bedel llamó a la puerta y la anunció. A continuación entró Nunzia Cerullo, irreconocible. Ella, que como la gran mayoría de las mujeres del barrio iba siempre desgreñada, en chancletas y con ropa vieja y raída, apareció con traje de ceremonia (boda, comunión, confirmación, funeral), de color oscuro, un bolso negro reluciente, zapatos con algo de tacón que le martirizaban los pies hinchados, y le entregó a la maestra dos paquetitos envueltos en papel, uno con azúcar y otro con café.

La maestra aceptó de buen grado el regalo y, mirando a Lila que tenía la vista clavada en el pupitre, le dijo a la señora Cerullo y a toda la clase frases cuyo sentido general me desorientó. Cursábamos primer año de la escuela primaria. Estábamos empezando a aprender el alfabeto y los números del uno al diez. Yo era la mejor de la clase, sabía reconocer todas las letras, sabía decir uno, dos, tres, cuatro, etcétera, recibía continuos elogios por mi buena letra, ganaba las escarapelas tricolores que cosía la maestra. Sin embargo, a pesar de que Lila la había hecho caer y acabar en el hospital, la Oliviero le dijo por sorpresa que era la mejor de todos. Claro que era la más mala. Claro que había hecho eso tan terrible de lanzarnos bolitas de papel secante empapadas en tinta. Claro que si esa niña no se hubiese comportado de un modo tan indisciplinado, ella, nuestra maestra, no se habría caído de la tarima y hecho una herida en el pómulo. Claro que se veía obligada a castigarla continuamente con la vara o a ponerla de rodillas sobre trigo duro detrás de la pizarra. Pero había un hecho que, como maestra y también como persona, la llenaba de alegría, un hecho maravilloso que había descubierto días antes, por casualidad.

Aquí hizo una pausa, como si no le alcanzaran las palabras o como si quisiera enseñarle a la madre de Lila y a nosotras que casi siempre cuentan más los hechos que las palabras. Cogió una tiza y escribió en la pizarra (ahora no recuerdo qué fue, yo no sabía leer, por tanto me invento la palabra) «sol». Después le preguntó a Lila:

—Cerullo, ¿qué pone aquí?

En el aula se hizo un silencio cargado de curiosidad. Lila esbozó una media sonrisa, casi una mueca, y se inclinó hacia un lado, echándose encima de su compañera de pupitre, que mostró su fastidio con grandes aspavientos. Después leyó enfurruñada:

—Sol.

Nunzia Cerullo miró a la maestra, su mirada dubitativa rayaba en el pánico. En un primer momento la Oliviero no pareció comprender cómo era posible que aquellos ojos de madre no reflejaran el mismo entusiasmo que ella sentía. Pero después debió de intuir que Nunzia no sabía leer o que no estaba segura de que en la pizarra estuviese escrito precisamente «sol», y frunció el ceño. Entonces, en parte para aclarar la situación a la señora Cerullo, en parte para alabar a nuestra compañera, le dijo a Lila:

—Te felicito, pone exactamente eso, sol. —Después le ordenó—: Ven, Cerullo, sal a la pizarra.

Lila fue a la pizarra de mala gana; la maestra le tendió la tiza.

—Escribe pizarra —le dijo.

Muy concentrada, con letra temblorosa, trazando una letra más arriba, otra más abajo, escribió: «pizara».

La Oliviero añadió la segunda erre y la señora Cerullo, al ver la corrección, le dijo desolada a su hija:

—Te has equivocado.

Pero la maestra se apresuró a tranquilizarla:

—No, no, no; Lila tiene que practicar, eso sí, pero ya sabe leer, ya sabe escribir. ¿Quién le ha enseñado?

La señora Cerullo dijo bajando los ojos:

—Yo no.

—Pero ¿en su casa o en el edificio donde vive hay alguien que pueda haberlo hecho?

Nunzia negó enérgicamente con la cabeza.

Entonces la maestra se dirigió a Lila y, con genuina admiración, le preguntó delante de todas nosotras:

—¿Quién te ha enseñado a leer y a escribir, Cerullo?

Cerullo, pequeña, con el cabello, los ojos y la bata negros, el lazo rosa en el cuello y apenas seis años de vida, contestó:

—Yo.

7

Según Rino, el hermano mayor de Lila, la niña había aprendido a leer alrededor de los tres años mirando las letras y los dibujos de su silabario. Se sentaba a su lado en la cocina mientras él hacía los deberes y aprendía más de lo que conseguía aprender él.

Rino tenía casi seis años más que Lila, era un muchacho valiente que destacaba en todos los juegos del patio y de la calle, especialmente en el lanzamiento de la peonza. Pero leer, escribir, hacer cuentas, aprender poemas de memoria, no eran cosas para él. Tenía menos de diez años cuando Fernando, su padre, para enseñarle el oficio de zapatero remendón empezó a llevárselo todos los días a su cuchitril, en una callejuela pasada la avenida, donde tenía su zapatería de viejo. Cuando nosotras, las niñas, nos los encontrábamos, le notábamos el olor a pies sucios, a empella vieja, a cola, y nos burlábamos de él, lo llamábamos suelachinelas. Tal vez por eso se jactaba de ser el origen de la habilidad de su hermana. Pero en realidad nunca había tenido un silabario, y no se había sentado un solo minuto, jamás, para hacer los deberes. Era imposible entonces que Lila hubiese aprendido de sus fatigas escolares. Lo más probable era que hubiese entendido precozmente cómo funcionaba el alfabeto gracias a las hojas de periódico con las que los clientes envolvían los zapatos viejos, y que su padre llevaba algunas veces a casa para leer a su familia las crónicas más interesantes.

En cualquier caso, que las cosas hubiesen sido de un modo o de otro, el hecho era el mismo: Lila sabía leer y escribir, y de aquella mañana gris en que la maestra nos lo reveló me quedó grabada sobre todo la sensación de debilidad que esa noticia dejó en mí. La escuela, desde el primer día, me había parecido un lugar mucho más bonito que mi casa. Era el lugar del barrio en el que me sentía más segura, iba muy emocionada. En clase prestaba atención, hacía con el mayor de los cuidados todo aquello que me mandaban, aprendía. Pero sobre todo me gustaba gustarle a la maestra, me gustaba gustarles a todos. En casa era la preferida de mi padre y mis hermanos también me querían. El problema era mi madre, con ella no había manera de que las cosas funcionaran. Me parecía que, ya por entonces, cuando yo tenía poco más de seis años, mi madre hacía lo imposible por darme a entender que yo era algo superfluo en su vida. Yo no le caía bien a ella y ella tampoco me caía bien a mí. Me repugnaba su cuerpo, y ella probablemente lo intuía. Era medio rubia, de ojos azules, opulenta. Pero no se sabía nunca hacia dónde miraba su ojo derecho. Y tampoco le funcionaba la pierna derecha, la llamaba la pierna dañada. Cojeaba y su paso me inquietaba, sobre todo de noche, cuando no podía dormir y recorría el pasillo, iba a la cocina, regresaba, y vuelta a empezar. A veces la oía aplastar con taconazos furiosos las cucarachas que se colaban por la puerta de entrada, y me la imaginaba con ojos enfurecidos como cuando se enfadaba conmigo.

Seguramente no era feliz, las tareas de la casa la consumían y el dinero nunca alcanzaba. Se enojaba a menudo con mi padre, conserje en el ayuntamiento, le decía a gritos que debía ingeniárselas, que así no podíamos salir adelante. Se peleaban. Pero como mi padre no levantaba la voz ni siquiera cuando perdía la paciencia, yo siempre me ponía de parte de él y en contra de ella, aunque a veces le pegara y conmigo se mostrara amenazante. El primer día de clase había sido él y no mi madre quien me dijo: «Lenuccia, sé aplicada con la maestra y te dejaremos estudiar. Pero si no eres aplicada, si no eres la más aplicada, papá necesita ayuda e irás a trabajar». Aquellas palabras me habían dado mucho miedo y, aunque las hubiese pronunciado él, yo sentí que mi madre se las había sugerido, se las había impuesto. Les prometí a los dos que sería aplicada. Y las cosas fueron enseguida tan bien que a menudo la maestra me decía:

—Greco, ven a sentarte a mi lado.

Era un gran privilegio. La Oliviero siempre tenía a su lado una silla vacía en la que hacía sentar a las mejores alumnas como premio. En los primeros tiempos yo me sentaba continuamente a su lado. Ella me incitaba con muchas palabras de ánimo, alababa mis rizos rubios y así reafirmaba en mí las ganas de hacer las cosas bien: todo lo contrario a lo que hacía mi madre, que, cuando yo estaba en casa, dejaba caer sobre mí tal cúmulo de reproches, a veces de insultos, que me entraban ganas de retirarme a un rincón oscuro y rogar por que no me encontrara más. Después ocurrió que la señora Cerullo se presentó en el aula y la maestra Oliviero nos reveló que Lila iba mucho más adelantada que nosotras. Y no solo eso: empezó a llamarla más a ella para que se sentara a su lado. No sé qué causó dentro de mí aquel desclasamiento, hoy me resulta difícil expresar claramente, con fidelidad, lo que sentí. En un primer momento tal vez nada, algo de celos, como todas. Pero seguramente fue por aquella época cuando nació en mí una preocupación. Pensé que, aunque las piernas me funcionaban bien, corría permanentemente el riesgo de quedarme coja. Me despertaba con esa idea en la cabeza y saltaba de la cama para comprobar si mis piernas seguían siendo normales. Tal vez por eso me obsesioné con Lila, que tenía unas piernitas flaquísimas, raudas, y las movía siempre, pateaba incluso cuando estaba sentada al lado de la maestra, hasta tal punto que la mujer se ponía nerviosa y no tardaba en mandarla de vuelta a su sitio. Algo me convenció, entonces, de que si iba siempre detrás de ella, si seguía su ritmo, el paso de mi madre, que se me había metido en el cerebro y no me abandonaba, dejaría de amenazarme. Decidí que debía guiarme por aquella niña, no perderla nunca de vista, aunque se molestara y me echara de su lado.

8

Es probable que esa fuese mi forma de reaccionar a la envidia y al odio para sofocarlos. O quizá disimulé de ese modo la sensación de subordinación, la fascinación de la que era presa. Me ejercité para aceptar de buen grado la superioridad de Lila en todo, y también sus vejaciones.

Además la maestra se comportó de un modo muy sensato. Claro que a menudo llamaba a Lila para que se sentase a su lado, pero daba la impresión de que lo hacía más para que se estuviese quieta que para premiarla. De hecho, siguió elogiándonos a Marisa Sarratore, a Carmela Peluso y, sobre todo, a mí. Me dejó brillar con una luz intensa, me animó a ser cada vez más disciplinada, cada vez más diligente, cada vez más aguda. Cuando Lila salía de sus turbulencias y me superaba sin esfuerzo, la Oliviero primero me elogiaba a mí con moderación y después pasaba a ensalzar la habilidad de ella. Yo sentía mucho más el veneno de la derrota cuando las que me superaban eran Sarratore o Peluso. Pero si quedaba segunda después de Lila, adoptaba una expresión mansa de conformidad. Creo que en aquellos años tuve miedo de una sola cosa: de que en las jerarquías establecidas por la Oliviero dejaran de asociarme a Lila; dejar de oír a la maestra que decía con orgullo: «Cerullo y Greco son las mejores de la clase». Si un día hubiese dicho: las mejores son Cerullo y Sarratore, o Cerullo y Peluso, me habría muerto en el acto. Por eso empleé todas mis energías de niña no en llegar a ser la primera de la clase —me parecía imposible conseguirlo—, sino en no descender al tercero, al cuarto, al último puesto. Me dediqué al estudio y a muchas otras cosas difíciles, fuera de mi alcance, únicamente para seguirle el ritmo a esa niña terrible y deslumbrante.

Deslumbrante para mí. Para todos los demás alumnos, Lila era solo terrible. De primero a quinto curso de primaria fue, por culpa del director y un poco también de la maestra Oliviero, la niña más detestada del colegio y del barrio.

Al menos dos veces al año el director obligaba a las clases a competir entre ellas con el fin de identificar a los alumnos más brillantes y, en consecuencia, a los maestros más competentes. A la Oliviero le gustaba esta competición. En conflicto permanente con sus compañeros, con los que a veces parecía a punto de llegar a las manos, la maestra nos usaba a Lila y a mí como prueba fehaciente de lo buena que era ella, la mejor maestra de la escuela primaria de nuestro barrio. Por eso, a menudo nos llevaba a recorrer las demás aulas, incluso fuera de las ocasiones indicadas por el director, para competir con otros alumnos, niños y niñas. A mí normalmente me enviaban en misión de reconocimiento para sondear el nivel de preparación del enemigo. En general, ganaba pero sin exagerar, sin humillar ni a los maestros ni a los alumnos. Yo era una niña de rizos rubios, bonita, feliz de exhibirme, pero no descarada, y transmitía una impresión de delicadeza que enternecía. De modo que si resultaba la mejor recitando poemas, diciendo las tablas de multiplicar, haciendo divisiones y multiplicaciones, enumerando que los Alpes eran marítimos, cocios, grayos, peninos, etcétera, los demás maestros me prodigaban, pese a todo, una caricia, y los alumnos notaban cuánto me había esforzado para memorizar todos esos datos y por eso no me odiaban.

El caso de Lila era distinto. Ya en primer curso de primaria estaba más allá de toda competición posible. Más aún, la maestra decía que si se empeñaba un poco muy pronto podría examinarse de segundo y, con menos de siete años, pasar a tercero. Más tarde, la diferencia aumentó. Lila hacía mentalmente cálculos complicadísimos, en sus dictados no había un solo error, hablaba siempre en dialecto como todos nosotros, pero, si se terciaba, sacaba a relucir un italiano de manual, echando mano incluso de palabras como «avezado», «exuberante», «como usted guste». De manera que cuando la maestra la hacía entrar en liza a ella para que dijera los modos o tiempos verbales o resolviera problemas, saltaba por los aires toda posibilidad de poner al mal tiempo buena cara y los ánimos se caldeaban. Lila era demasiado para cualquiera.

Además, no dejaba un solo resquicio para la benevolencia. Reconocer su habilidad significaba para nosotros, los niños, admitir que jamás lo habríamos conseguido y que era inútil competir, y para los maestros, suponía reconocer que habían sido niños mediocres. Su rapidez mental tenía algo de silbido, de brinco, de dentellada letal. Y en su aspecto no había nada que actuara como atenuante. Iba desgreñada, sucia, en las rodillas y los codos llevaba siempre costras de heridas que nunca tenían tiempo de curarse. Los ojos grandes y vivísimos sabían volverse escrutadores, y antes de cada respuesta brillante, lanzaban una mirada que parecía no solo poco infantil, sino quizá ni siquiera humana. Cada uno de sus movimientos indicaba que no servía de nada hacerle daño porque, sea cual fuere el cariz que tomaran las cosas, ella habría encontrado el modo de causarte mucho más daño a ti.

El odio era pues tangible, yo lo percibía. Le tenían antipatía tanto las niñas como los niños, pero ellos más abiertamente. De hecho, por un motivo muy suyo y secreto, la maestra Oliviero disfrutaba llevándonos sobre todo a aquellas clases en las que se podía humillar no tanto a las alumnas y maestras como a los alumnos y maestros. Y el director, por motivos igualmente muy suyos y secretos, favorecía sobre todo las competiciones de ese tipo. Más tarde llegué a pensar que en el colegio apostaban dinero, incluso cantidades importantes, por aquellos encuentros nuestros. Pero exageraba: tal vez no fuera más que una manera de que afloraran viejos rencores o de permitir que el director tuviera en un puño a los maestros menos buenos o menos obedientes. El hecho es que una mañana a nosotras dos, que entonces cursábamos segundo, nos llevaron nada menos que a una clase de cuarto, la del maestro Ferraro, donde estaban Enzo Scanno, el hijo malvado de la verdulera, y Nino Sarratore, el hermano de Marisa al que yo amaba.

A Enzo lo conocíamos todos. Era repetidor y por lo menos en un par de ocasiones lo habían exhibido en las aulas con un cartel colgado al cuello en el que el maestro Ferraro, hombre de pelo cano, cortado a cepillo, alto y delgadísimo, cara pequeña y llena de marcas, ojos alarmados, había escrito «burro». Nino, por el contrario, era tan bueno, tan dócil, tan silencioso, que era conocido y querido en especial por mí. Como es natural, académicamente hablando Enzo era menos que cero y lo vigilaban de cerca solo porque era pendenciero. Nuestros rivales en cuestiones de inteligencia eran Nino y —según descubrimos después— Alfonso Carracci, tercer hijo de don Achille, un niño muy cuidadoso, que iba a segundo como nosotras, de siete años aunque parecía más pequeño. Se notaba que el maestro lo había convocado a cuarto curso porque confiaba más en él que en Nino, que tenía casi dos años más.

Hubo cierta tensión entre la Oliviero y Ferraro por aquella convocatoria imprevista de Carracci, después empezó la competición delante de las clases reunidas en una sola aula. Nos preguntaron los verbos, nos preguntaron las tablas de multiplicar, nos preguntaron las cuatro operaciones, primero en la pizarra y luego mentalmente. De ese detalle en especial me quedaron grabadas tres cosas. La primera es que el pequeño Alfonso Carracci me derrotó enseguida, era tranquilo y exacto, lo bueno de él era que no disfrutaba venciéndote. La segunda es que Nino Sarratore, ante la sorpresa de todos, no contestó casi nunca a las preguntas, se quedó embobado como si no entendiera lo que le preguntaban los dos maestros. La tercera es que Lila le hizo frente al hijo de don Achille con desgana, como si no le importara que pudiera ganarle. La escena se animó cuando llegaron los cálculos mentales, sumas, restas, multiplicaciones y divisiones. Pese a la desgana de Lila, que a veces se quedaba callada como si no hubiese oído la pregunta, Alfonso empezó a perder puntos, se equivocaba sobre todo en las multiplicaciones y las divisiones. Por otra parte, si el hijo de don Achille cedía, tampoco Lila estaba a la altura, de modo que parecían más o menos empatados. Fue entonces cuando ocurrió algo imprevisto. Nada menos que en dos ocasiones, cuando Lila no contestaba o Alfonso se equivocaba, desde los últimos pupitres, se oyó la voz llena de desprecio de Enzo Scanno que decía el resultado correcto.

Aquello asombró a la clase, a los maestros, al director, a mí y a Lila. ¿Cómo era posible que alguien como Enzo, perezoso, incapaz y delincuente, resolviera mentalmente cálculos complicados mejor que yo, que Alfonso Carracci, que Nino Sarratore? De golpe fue como si Lila hubiese despertado. Alfonso quedó eliminado enseguida y, con el permiso orgulloso del maestro, que se apresuró a cambiar de campeón, se inició el duelo entre Lila y Enzo.

Los dos se hicieron frente durante largo rato. En un momento dado el director, pasando por encima del maestro, pidió al hijo de la verdulera que se acercara a la tarima y se colocara al lado de Lila. Enzo dejó el último banco entre las risitas nerviosas suyas y de sus acólitos, pero después se puso junto a la pizarra, frente a Lila, ceñudo e incómodo. El duelo siguió con cálculos mentales cada vez más difíciles. El niño decía el resultado en dialecto, como si se encontrara en la calle y no en el aula, y el maestro le corregía la pronunciación, pero la cifra siempre era la correcta. Enzo parecía muy orgulloso de ese momento de gloria, él mismo estaba maravillado de lo bueno que era. Después empezó a ceder, porque Lila se había despertado definitivamente y lucía sus ojos escrutadores, muy decididos, y contestaba con precisión. Al final, Enzo perdió. Perdió pero sin resignación. Empezó a maldecir, a gritar obscenidades horribles. El maestro lo mandó ponerse de rodillas detrás de la pizarra, pero él no quiso. Le aplicaron palmetazos en los nudillos, lo arrastraron de las orejas y lo pusieron en penitencia en el rincón. Y así terminó el día de clase.

A partir de entonces la pandilla de los chicos empezó a tirarnos piedras.

9

La mañana del duelo entre Lila y Enzo es importante en nuestra larga historia. Fue entonces cuando se pusieron en marcha muchos comportamientos arduos de descifrar. Por ejemplo, se vio con claridad que, si quería, Lila podía dosificar el uso de sus capacidades. Era lo que había hecho con el hijo de don Achille. No solo no había querido derrotarlo, sino que había calibrado sus silencios y sus respuestas para no dejarse ganar. En aquella época todavía no éramos amigas y no podía preguntarle por qué se había comportado de aquella manera. En realidad no hacía falta que le preguntara nada, yo estaba en condiciones de intuir el motivo. A ella, igual que a mí, le habían prohibido ofender no solo a don Achille, sino a toda su familia.

Era así. No sabíamos de dónde salía aquel temor-odio-ojeriza-sumisión que nuestros padres manifestaban frente a los Carracci y que nos transmitían, pero existía, era un hecho concreto, como el barrio, sus casas blancuzcas, el olor miserable de los rellanos, el polvo de las calles. Con toda probabilidad también Nino Sarratore se había quedado mudo para permitir que Alfonso diera lo mejor de sí. Había balbuceado unas cuantas respuestas, guapo, bien peinado, de pestañas larguísimas, esbelto y nervioso, y al final se había callado. Para seguir amándolo quise pensar que las cosas habían ocurrido así. Pero en el fondo tenía mis dudas. ¿Su decisión había sido como la de Lila? No estaba tan segura. Yo me había echado a un lado porque Alfonso era realmente mejor que yo. Lila hubiera podido vencerlo de inmediato, sin embargo, se había inclinado por el empate. ¿Y él? Hubo algo que me confundió, puede incluso que me entristeciera: no aprecié en aquel niño una incapacidad, ni siquiera una renuncia, hoy diría que fue una capitulación. Aquel balbuceo, la palidez, el tono violáceo que de repente se le comió los ojos: qué guapo estaba así, tan lánguido, y sin embargo, cuánto me había disgustado su languidez.

En un momento dado Lila también me pareció hermosísima. En general, la guapa era yo, en cambio ella era seca como una anchoa en salmuera, desprendía un olor salvaje, tenía la cara alargada, estrecha en las sienes, ceñida entre dos mechones de cabellos lacios y negrísimos. Pero cuando había decidido acabar con Alfonso y con Enzo, se iluminó como una santa guerrera. Las mejillas se le tiñeron de rojo, señal de una llamarada que irradiaba de todos los rincones de su cuerpo, hasta el punto de que por primera vez pensé: Lila es más guapa que yo. De manera que yo era la segunda en todo. Abrigué la esperanza de que nadie lo notara jamás.

Lo más importante de aquella mañana fue descubrir que una fórmula que utilizábamos con frecuencia para evitar ser castigados ocultaba algo verdadero, por tanto ingobernable, por tanto peligroso. La fórmula era: «No lo he hecho adrede». Enzo no había entrado en la competición en curso a propósito y no había derrotado a Alfonso a propósito. Lila había derrotado a Enzo a propósito, pero no había derrotado también a Alfonso a propósito y no lo había humillado a propósito, sino que aquello no había sido más que un paso necesario. Los hechos que se derivaron de ello nos convencieron de que convenía hacerlo todo adrede, premeditadamente y así saber a qué atenerse.

Lo que ocurrió después nos golpeó de forma inesperada. Dado que casi nada se había hecho adrede, como la lava nos cayó encima un montón de cosas imprevistas, una tras otra. Alfonso regresó a su casa llorando a moco tendido a raíz de la derrota. Al día siguiente, su hermano Stefano, de catorce años, aprendiz de charcutero en la charcutería (antiguo taller del carpintero Peluso) de la que era propietario su padre, pero en la que este nunca ponía los pies, se plantó en la entrada del colegio y le dijo a Lila cosas muy feas, llegó incluso a amenazarla. Ella le gritó un insulto muy obsceno, él la empujó contra la pared y trató de agarrarle la lengua, gritando que iba a pinchársela con un alfiler. Lila volvió a casa y se lo contó todo a su hermano Rino, que, cuanto más hablaba ella, más colorado se iba poniendo y más le brillaban los ojos. Entretanto, a última hora de la tarde, cuando Enzo regresaba a su casa sin su pandilla del campo, se encontró con Stefano que lo agarró a bofetadas, puñetazos y patadas. Por la mañana, Rino fue a buscar a Stefano y empezaron a pegarse, zurrándose de lo lindo más o menos por igual. Unos días más tarde, llamó a la puerta de los Cerullo la esposa de don Achille, la tía Maria, y le montó a Nunzia un escándalo aliñado de gritos e insultos. Al cabo de poco tiempo, un domingo, después de misa, Fernando Cerullo, el zapatero, padre de Lila y Rino, un hombre pequeño y delgadísimo, se acercó tímidamente a don Achille y le pidió perdón sin decirle nunca por qué se excusaba. Yo no lo vi, o al menos no lo recuerdo, pero se comentó después que había presentado sus excusas en voz alta, de modo que se oyeran, aunque don Achille hubiese seguido de largo como si el zapatero remendón no hablara con él. Poco tiempo después, Lila y yo herimos en el tobillo a Enzo con una piedra y Enzo lanzó un guijarro que alcanzó a Lila en la cabeza. Mientras yo chillaba de miedo y Lila se incorporaba con la sangre goteándole debajo del pelo, Enzo bajó del terraplén, también sangrando, y al ver a Lila en ese estado, de un modo por completo imprevisto y, a nuestro juicio incomprensible, se echó a llorar. No pasó mucho tiempo y Rino, el hermano adorado de Lila, fue a la entrada del colegio y la emprendió a golpes con Enzo, que apenas se defendió. Rino era más grande, más corpulento y estaba más motivado. No solo eso: Enzo no dijo nada de la paliza recibida ni a su pandilla ni a su madre ni a su padre ni a sus hermanos ni a sus primos, que trabajaban todos en el campo y vendían fruta y verdura con el carrito. Y así, gracias a él, terminaron las venganzas.

10

Durante un tiempo Lila se paseó muy orgullosa con la cabeza vendada. Después se quitó la venda y a todo aquel que se lo pidiera le enseñaba la herida negra, de bordes enrojecidos, que le asomaba en la frente, debajo del nacimiento del pelo. Terminó por olvidarse de lo que le había ocurrido y si alguien le miraba fijamente la marca blanquecina que le había quedado en la piel, hacía un gesto agresivo como queriendo decir: qué miras, no te metas donde no te llaman. A mí nunca me dijo nada, ni una palabra de agradecimiento por las piedras que le había pasado, por cómo le había enjugado la sangre con el dobladillo de la bata. Pero a partir de ese momento empezó a someterme a pruebas de coraje que no guardaban relación alguna con la escuela.

Nos veíamos en el patio cada vez con más frecuencia. Nos enseñábamos nuestras muñecas pero sin que se notara, la una cerca de la otra, como si estuviésemos solas. Llegó un momento en que como prueba hicimos que se conocieran, para ver si se llevaban bien. Y así llegó el día en que jugamos al lado del ventanuco del sótano con la malla de alambre retorcida e hicimos un intercambio, ella sostuvo un rato mi muñeca y yo un rato la suya, y de buenas a primeras Lila deslizó a Tina por la abertura de la malla y la dejó caer.

Sentí un dolor insoportable. Le tenía cariño a mi muñeca de celuloide, para mí era mi posesión más preciada. Ya sabía que Lila era una niña muy mala, pero jamás hubiera esperado que me hiciera algo tan cruel. Para mí la muñeca estaba viva, saberla en el fondo del sótano, entre las mil alimañas que allí pululaban, me hundió en la desesperación. Pero en esa ocasión aprendí un arte en el que después llegaría a ser maestra. Frené la desesperación, la frené al borde de los ojos relucientes, tanto que Lila me preguntó en dialecto:

—¿No te importa?

No contesté. Mi dolor era muy hondo, pero sentía que habría sido más fuerte el dolor de pelearme con ella. Me debatía entre dos sufrimientos, uno ya iniciado, la pérdida de la muñeca, y otro posible, la pérdida de Lila. No dije nada, me limité a hacer un gesto sin desprecio, como si fuera natural, aunque no lo era; sabía que estaba arriesgando mucho. Me limité a lanzar al sótano a Nu, su muñeca, la que acababa de entregarme.

Lila me miró incrédula.

—Lo que hagas tú, lo hago yo —recité en voz alta, asustadísima.

—Ahora irás a buscarla.

—Si tú vas a buscar la mía.

Fuimos juntas. En la entrada del edificio, a la izquierda, había una puertecita que conducía a los sótanos, la conocíamos bien. Salida de quicio —uno de los batientes se aguantaba por una sola bisagra—, la puerta estaba cerrada con una cadena que a duras penas sujetaba ambas hojas. Todos los niños se sentían a la vez tentados y aterrados ante la posibilidad de forzar la puertecita lo suficiente para colarse dentro. Nosotras lo hicimos. Conseguimos el espacio necesario para que nuestros cuerpos delgados y flexibles se deslizaran al interior del sótano.

Una vez dentro, Lila delante y yo detrás, bajamos cinco escalones de piedra y nos encontramos en un lugar húmedo, mal iluminado por las pequeñas aberturas a la altura de la calle. Tenía miedo, procuré no separarme de Lila, pero ella parecía enfadada e iba decidida a encontrar su muñeca. Avancé a tientas. Notaba bajo las suelas de las sandalias objetos crujientes, vidrio, gravilla, insectos. A mi alrededor había cosas no identificables, masas oscuras, puntiagudas o escuadradas o redondeadas. La poca luz que penetraba la oscuridad caía a veces sobre cosas reconocibles: el armazón de una silla, la barra de una lámpara de techo, cajas de fruta, fondos y laterales de armarios, abrazaderas de hierro. Me causó un miedo atroz algo que parecía una cara fofa de ojos enormes de vidrio y que se alargaba hasta rematar en un mentón con forma de caja. La vi colgada de una tumbilla de madera con una expresión desolada, lancé un grito y se la señalé a Lila. Ella saltó como un resorte, se volvió y se acercó despacio dándome la espalda, alargó una mano con cuidado, la descolgó de la tumbilla. Después se volvió hacia mí. Se había colocado la cara de los ojos de vidrio sobre la suya y ahora tenía un rostro enorme, órbitas redondas sin pupilas, sin boca, solo aquella barbilla negra que le colgaba sobre el pecho.

Esos instantes me quedaron grabados en la memoria. No estoy segura, pero debió de salir de mi pecho un auténtico aullido de terror, porque ella se apresuró a decir con voz atronadora que solo era una máscara, una máscara antigás: su padre la llamaba así, guardaba una idéntica en el trastero de su casa. Seguí temblando y gimiendo, y eso evidentemente la convenció, se la arrancó de la cara y la lanzó a un rincón, en medio de un gran estruendo y una nube de polvo que se condensó entre los haces de luz que se filtraban por los ventanucos.

Me calmé. Lila miró a su alrededor, identificó la abertura por la que habíamos dejado caer a Tina y a Nu. Nos acercamos a la pared áspera y grumosa, buscamos entre las sombras. Las muñecas no estaban. Lila repetía en dialecto: no están, no están, no están, y tanteaba el suelo con las manos, cosa que yo no me atreví a hacer.

Pasaron unos minutos larguísimos. En una sola ocasión me pareció ver a Tina y el corazón me dio un vuelco; me incliné para recogerla, pero solo era una vieja hoja de periódico arrugada. No están, repitió Lila y se alejó en dirección a la salida. Entonces me sentí perdida, incapaz de quedarme allí sola y seguir buscando, incapaz de marcharme con ella sin haber encontrado a mi muñeca.

Desde lo alto de los escalones dijo:

—Se las ha llevado don Achille, las ha metido en su bolsa negra.

En ese preciso instante lo sentí, a don Achille: se arrastraba, se restregaba entre las siluetas vagas de las cosas. Entonces abandoné a Tina a su destino, huí para no perder a Lila que ya se retorcía ágil, colándose por la puerta desgoznada.

11

Creía en todo lo que ella me decía. Me quedó grabada la masa informe de don Achille que corre por galerías subterráneas con los brazos colgando, sosteniendo entre los gruesos dedos la cabeza de Nu con una mano y la de Tina con la otra. Sufrí mucho. Me dio la fiebre del crecimiento, me recuperé, volví a enfermar. Padecí una especie de disfunción táctil, a veces tenía la impresión de que, mientras todos los seres animados a mi alrededor aceleraban sus ritmos de vida, cuando yo tocaba las superficies sólidas se volvían blancas o se hinchaban dejando espacios vacíos entre su masa interna y la capa superficial. Cuando me palpaba el cuerpo tenía la impresión de que estaba tumefacto y eso me entristecía. Estaba segura de tener mejillas como globos, manos rellenas de serrín, lóbulos de las orejas como serbas maduras, pies en forma de hogazas de pan. Cuando pisé otra vez la calle y volví a ir a la escuela, sentí que el espacio también había cambiado. Parecía encadenado entre dos polos oscuros, por un extremo estaba la burbuja de aire subterráneo que presionaba desde las raíces de las casas, la siniestra caverna en la que habían caído las muñecas; por el otro estaba el globo allá en lo alto, en el cuarto piso del edificio donde vivía don Achille, que nos las había robado. Los dos balones estaban como atornillados en la punta de una barra de hierro que, en mi imaginación, cruzaba oblicuamente los apartamentos, las calles, el campo, los túneles, las vías, y los compactaba. Me sentía aprisionada dentro de aquella mordaza junto con la masa de cosas y personas de cada día, y tenía mal sabor de boca, una permanente sensación de náusea que me consumía, como si todo, así comprimido, siempre más apretado, me triturara y me convirtiera en una crema repugnante.

Fue un malestar persistente, que quizá me duró años, hasta bien entrada la primera adolescencia. Y cuando acababa de comenzar, inesperadamente recibí mi primera declaración de amor.

Lila y yo todavía no habíamos intentado subir hasta la casa de don Achille, el luto por la pérdida de Tina aún me resultaba insoportable. Un día había ido de mala gana a comprar pan. Me había mandado mi madre y ya iba de regreso a casa con el cambio firmemente sujeto en un puño para no perderlo y la hogaza todavía caliente apretada contra el pecho, cuando me di cuenta de que por la espalda se me acercaba con dificultad Nino Sarratore, que de la mano llevaba a su hermanito. En verano, Lidia, su madre, lo obligaba a salir de casa con Pino, que por entonces no tendría más de cinco años, y a no separarse nunca de él. Al llegar a una esquina, poco después de la charcutería de los Carracci, Nino intentó adelantarme, pero en vez de seguir andando me impidió el paso, me empujó contra el muro, con la mano libre apoyada en la pared a modo de barrote para que no escapara, y con la otra acercó de un tirón a su hermano, testigo silencioso de su hazaña. Y jadeante me dijo algo que no entendí. Estaba pálido, al principio sonreía, después se puso serio, luego volvió a sonreír. Al final pronunció en el italiano de la escuela:

—Cuando seamos mayores quiero casarme contigo.

Después me preguntó si mientras tanto quería ser su novia. Era un poco más alto que yo, delgadísimo, tenía el cuello largo y las orejas algo separadas de la cabeza, el pelo rebelde, ojos intensos y pestañas largas. Resultaba conmovedor el esfuerzo que hacía para vencer la timidez. Aunque yo también quería casarme con él, me dio por contestarle:

—No, no puedo.

Él se quedó con la boca abierta, Pino le dio un tirón. Y me escapé.

A partir de ese momento empecé a escabullirme cada vez que me cruzaba con él. Y eso que me parecía guapísimo. La de veces que me había quedado junto a su hermana Marisa solo por estar cerca de él y recorrer juntos el camino de vuelta a casa. Evidentemente se me declaró en el momento equivocado. Cómo iba a saber él hasta qué punto me sentía desorientada, la angustia que me daba la desaparición de Tina, de qué modo me consumía el esfuerzo de seguir a Lila, hasta qué punto me dejaba sin aliento el espacio comprimido del patio, de los edificios, del barrio. Después de lanzarme muchas y muy largas miradas desde lejos, él también empezó a evitarme. Durante un tiempo debió de temer que yo hablara a las otras niñas, y sobre todo a su hermana, de su propuesta. Era sabido que Gigliola Spagnuolo, la hija del pastelero, se había comportado así cuando Enzo le había pedido que fuese su novia. Y al enterarse, Enzo se había enfadado, a la entrada del colegio le había gritado que era una mentirosa, e incluso había llegado a amenazarla con matarla a cuchilladas. Sentí la tentación de contarlo todo yo también, pero después desistí, no se lo dije a nadie, ni siquiera a Lila cuando nos hicimos amigas. Poco a poco yo misma me olvidé del asunto.

Volví a acordarme de ello cuando, tiempo después, la familia Sarratore se mudó. Una mañana aparecieron en el patio la carreta y el caballo de Nicola, el marido de Assunta: con esa misma carreta y ese mismo caballo viejo, él y su mujer vendían fruta y verdura por las calles del barrio. Nicola tenía una hermosa cara larga y los mismos ojos azules, el mismo pelo rubio que su hijo Enzo. Además de vender fruta y verdura, también hacía mudanzas. Tanto él como Donato Sarratore, Nino y Lidia empezaron a bajar todos los bártulos, colchones, muebles, y los fueron colocando en la carreta.

Nada más oír el ruido de ruedas en el patio, las mujeres se asomaron a las ventanas, mi madre y yo también. Había una gran curiosidad. Al parecer, Donato había conseguido directamente de los Ferrocarriles del Estado una casa nueva situada en los alrededores de una plaza llamada piazza Nazionale. O quizá —dijo mi madre— su mujer lo ha obligado a mudarse para huir de las persecuciones de Melina, que le quiere quitar el marido. Tal vez. Mi madre veía siempre el mal donde, para gran disgusto mío, tarde o temprano se descubría que el mal existía de verdad, y su ojo atravesado parecía hecho expresamente para detectar los movimientos secretos del barrio. ¿Cómo iba a reaccionar Melina? ¿Sería cierto, como había oído murmurar, que había tenido un niño con Sarratore y que luego lo había matado? ¿Se pondría a gritar cosas feísimas, esa misma, entre otras? Todas, mujeres y niñas, estábamos asomadas a la ventana, tal vez para saludar con la mano a la pequeña familia que se marchaba, tal vez para asistir al espectáculo de la rabia de aquella mujer fea, seca y viuda. Vi que también Lila y Nunzia, su madre, se habían asomado para ver.

Con la mirada busqué a Nino, pero él parecía tener otras cosas de las que ocuparse. Como siempre y sin un motivo preciso, me entró un agotamiento que lo debilitaba todo a mi alrededor. Pensé que quizá se me había declarado porque ya sabía que iba a marcharse y quería decirme lo que sentía por mí. Lo miré mientras se afanaba transportando cajas llenas de cosas y sentí la culpa, el dolor de haberle dicho que no. Ahora huía como un pajarillo.

Al final cesó la procesión de muebles y trastos. Nicola y Donato se pasaron unas cuerdas para atarlo todo a la carreta. Lidia Sarratore apareció arreglada como para ir de boda, incluso se había puesto un sombrerito veraniego de paja azul. Empujaba el carrito con su hijo pequeño, escoltada a ambos lados por las dos niñas, Marisa que tenía mi edad, ocho o nueve años, y Clelia de seis. Del segundo piso llegó de pronto un ruido de objetos rotos. Casi en ese mismo momento Melina se puso a gritar. Eran unos gritos tan atormentados que, según pude ver, Lila se tapó los oídos con las manos. Resonó también la voz afligida de Ada, la segunda hija de Melina, que gritaba: mamá, no, mamá. Al cabo de un instante de incertidumbre yo también me tapé los oídos. Entretanto, empezaron a echar objetos por la ventana y fue tan grande mi curiosidad que me destapé los oídos, como si tuviese necesidad de percibir sonidos nítidos para comprender. Melina no gritaba palabras, solo aaay, aaay, como si estuviese herida. No la veíamos, de ella no asomaba siquiera un brazo o una mano para lanzar las cosas. Ollas de cobre, vasos, botellas, platos parecían volar a través de la ventana por voluntad propia, y en la calle, Lidia Sarratore avanzaba con la cabeza inclinada, la espalda doblada sobre el carrito, seguida de sus hijas; Donato se encaramaba a la carreta entre sus pertenencias, y don Nicola sujetaba el caballo por las bridas mientras los objetos golpeaban contra el asfalto, rebotaban, se rompían en pedazos que iban a parar entre las patas nerviosas del animal.

Con la mirada busqué a Lila. Vi otra cara, una cara de desconcierto. Debió de darse cuenta de que la miraba y se apartó de inmediato de la ventana. Entretanto, la carreta se movió. Pegados a la pared, sin saludar a nadie, se escabulleron hacia la verja también Lidia y sus cuatro hijos más pequeños, mientras Nino daba la impresión de no tener ganas de marcharse, seguía allí como hipnotizado por el derroche de objetos frágiles que se estampaban contra el asfalto.

En último lugar vi salir volando por la ventana una especie de mancha negra. Era una plancha de hierro macizo: el mango de hierro, la base de hierro. Cuando tenía a Tina y jugaba en casa, utilizaba la de mi madre, idéntica, con forma de proa, y fingía que era un barco en medio de la tormenta. El objeto cayó en picado, con un golpe seco, a escasos centímetros de Nino, y dejó en el suelo un agujero. Por poco, por muy poco, lo mata.

12

Ningún niño le declaró nunca a Lila su amor y ella nunca me dijo si sufrió por ello. Gigliola Spagnuolo recibía continuamente propuestas de noviazgo y yo también estaba muy requerida. En cambio Lila no gustaba, en primer lugar, porque era un palito, iba sucia y siempre tenía alguna herida, pero además porque tenía la lengua afilada, se inventaba sobrenombres humillantes y, pese a que en presencia de la maestra se lucía con palabras de la lengua italiana que nadie conocía, con nosotros hablaba únicamente en un dialecto mordaz, plagado de palabrotas, que truncaban de raíz todo sentimiento amoroso. Solo Enzo hizo algo que, si no fue exactamente una propuesta de noviazgo, al menos era una señal de admiración y respeto. Mucho después de haberle roto la cabeza con la piedra y antes, creo, de ser rechazado por Gigliola Spagnuolo, Enzo nos persiguió por la avenida y, ante mis propios ojos incrédulos, le ofreció a Lila una guirnalda de serbas.

—¿Para qué las quiero?

—Te las comes.

—¿Verdes?

—Dejas que maduren.

—No las quiero.

—Tíralas.

Eso fue todo. Enzo dio media vuelta y se fue a trabajar. Lila y yo nos echamos a reír. Hablábamos poco, pero para todas las cosas que nos ocurrían teníamos una carcajada. Me limité a decirle con tono divertido:

—A mí me gustan las serbas.

En realidad mentía, era una fruta que no comía nunca. Me atraía su color rojo amarillento cuando estaban verdes, su consistencia que relucía en los días soleados. Cuando maduraban en los balcones, adquirían ese tono marrón y se ablandaban como peras pasadas, y la piel se despegaba fácilmente dejando al descubierto una pulpa granulosa de sabor no desagradable, que se deshacía de un modo que me recordaba la carroña de las ratas a lo largo de la avenida; entonces no las tocaba siquiera. Dije aquella frase a modo de prueba, esperando que Lila me las ofreciera: toma, quédatelas. Sentí que si me hubiese entregado el regalo que le había hecho Enzo, me habría alegrado mucho más que si me hubiese dado algo suyo. No lo hizo, y aún recuerdo el sentimiento de traición cuando se las llevó a su casa. Ella misma clavó el clavo en la ventana. La vi cuando colgaba de él la guirnalda.

13

Enzo nunca más le hizo regalos. Después de pelearse con Gigliola por haber ventilado lo de su declaración, lo vimos cada vez menos. Pese a haber exhibido su habilidad para el cálculo mental era demasiado vago, de modo que el maestro no lo propuso para el examen de acceso al bachillerato elemental y él no lo lamentó, al contrario, se alegró. Se inscribió en la escuela de formación para el trabajo, pero de hecho ya trabajaba con sus padres. Madrugaba mucho e iba con su padre al mercado hortofrutícola o recorría el barrio con la carreta para vender los productos del campo, de modo que no tardó en dejar los estudios.

A nosotras, en cambio, a punto de terminar quinto de primaria, nos comunicaron que estábamos hechas para seguir estudiando. La maestra llamó por turnos a mis padres, a los de Gigliola y a los de Lila para decirles que, sin dudarlo, debíamos hacer no solo el examen para obtener el certificado de estudios primarios, sino también el de acceso al bachillerato elemental. Yo hice lo imposible para que mi padre no enviara a esa cita con la maestra a mi madre, con su cojera y el ojo atravesado y, sobre todo, siempre rabiosa, y fuese él, que era conserje y sabía expresarse con la cortesía adecuada. No lo conseguí. Fue ella, habló con la maestra y regresó a casa muy taciturna.

—La maestra quiere dinero. Dice que tiene que darle clases particulares porque el examen es difícil.

—¿Y para qué sirve ese examen? —preguntó mi padre.

—Para que estudie latín.

—¿Y por qué?

—Porque dicen que es buena.

—Pero si es buena, ¿para qué tiene que darle clases particulares la maestra?

—Para que ella esté mejor y nosotros peor.

Discutieron mucho. Al principio mi madre se mostró contraria y mi padre dudoso; después mi padre se manifestó cautamente a favor y mi madre se resignó a mostrarse algo menos contraria; al final decidieron dejar que hiciera el examen, pero con la condición de que si no lo hacía a la perfección, me sacarían enseguida de la escuela.

A Lila sus padres le dijeron que no. Nunzia Cerullo lo intentó con poca convicción, pero el padre ni siquiera quiso hablar del asunto, y además, le dio una bofetada a Rino, que le había dicho que se equivocaba. Sus padres se inclinaban incluso por no ir a ver a la maestra, pero ella los mandó citar por el director, entonces Nunzia tuvo que presentarse a la fuerza. Ante la tímida pero clara negativa de aquella mujer atemorizada, la Oliviero, huraña pero tranquila, sacó a relucir las maravillosas redacciones de Lila, las brillantes soluciones a problemas difíciles e incluso los dibujos multicolores que hacía en clase cuando se aplicaba y que nos encantaban a todas porque, sisando lápices pastel Giotto, dibujaba de un modo muy realista princesas con peinados, joyas, trajes, zapatos jamás vistos en libro alguno, ni siquiera en el cine de la parroquia. Sin embargo, cuando la negativa quedó confirmada, la Oliviero perdió la calma y arrastró a la madre de Lila al despacho del director como si se tratase de una alumna indisciplinada. Nunzia no podía ceder, no contaba con el permiso del marido. En consecuencia, dijo que no hasta el agotamiento, suyo, de la maestra y del director.

Al día siguiente, mientras íbamos al colegio, Lila me dijo con su tono de siempre: no importa, porque yo el examen lo haré igual. Me lo creí, era inútil prohibirle nada, eso lo sabían todos. Parecía la más fuerte de nosotras, las niñas, más fuerte que Enzo, que Alfonso, que Stefano, más fuerte que su hermano Rino, más fuerte que nuestros padres, más fuerte que todos los mayores, incluida la maestra, y que los carabineros que podían meterte en la cárcel. Aunque de aspecto frágil, con ella toda prohibición perdía firmeza. Sabía cómo traspasar los límites sin sufrir realmente las consecuencias. Al final la gente acababa cediendo e incluso, aunque fuese a regañadientes, se veía obligada a elogiarla.

14

Ir a la casa de don Achille también estaba prohibido, pero ella decidió hacerlo de todos modos y yo la seguí. Es más, fue en esa ocasión cuando me convencí de que nada podía detenerla, y de que todas sus desobediencias tenían unos desenlaces tan maravillosos que dejaban sin aliento.

Queríamos que don Achille nos devolviese nuestras muñecas. Por eso subimos las escaleras, y en cada peldaño estuve a punto de darme media vuelta y regresar al patio. Sigo notando la mano de Lila que aferra la mía, y me gusta pensar que se decidió a hacerlo no solo porque intuyó que yo no habría tenido el valor de llegar hasta el último piso, sino también porque ella misma, con aquel gesto, buscaba la fuerza de ánimo para continuar. Así, una junto a la otra, yo del lado de la pared y ella del lado de la barandilla, las manos apretadas con las palmas sudadas, subimos los últimos tramos. Delante de la puerta de don Achille el corazón me latía muy deprisa, lo notaba en los oídos, pero me consolé pensando que también era el ruido del corazón de Lila. En el apartamento se oían voces, tal vez de Alfonso, de Stefano o de Pinuccia. Tras una pausa larga y muda delante de la puerta, Lila giró la palomilla del timbre. Se hizo un silencio, después se oyó un chancleteo. Nos abrió la puerta doña Maria, llevaba una bata verde desteñida. Cuando habló, le vi en la boca un diente de oro muy brillante. Creyó que buscábamos a Alfonso, estaba un poco asombrada. Lila le dijo en dialecto:

—No, queremos ver a don Achille.

—Dime a mí qué queréis.

—Queremos hablar con él.

La mujer gritó:

—Achì.

Más chancleteo. De la penumbra surgió una silueta achaparrada. Tenía el torso largo, las piernas cortas, los brazos que le bajaban hasta la altura de las rodillas y el cigarrillo colgado de la comisura, se veía la brasa. Preguntó ronco:

—¿Quién es?

—La hija del zapatero con la hija mayor de Greco.

Don Achille salió a la luz y, por primera vez, lo vimos bien. Nada de minerales, nada de destello de cristales. La cara era de carne, alargada, y el pelo se le enmarañaba únicamente sobre las orejas, todo el centro de la cabeza era brillante. Tenía los ojos relucientes, con el blanco veteado de venitas rojas, la boca ancha y fina, el mentón grueso con un hoyuelo en el centro. Me pareció feo pero no tanto como lo había imaginado.

—¿Qué quieres?

—Las muñecas —dijo Lila.

—¿Qué muñecas?

—Las nuestras.

—Aquí vuestras muñecas no nos sirven para nada.

—Las cogió usted del sótano.

Don Achille se dio media vuelta y gritó hacia el interior del apartamento:

—Pinù, ¿tú has cogido la muñeca de la hija del zapatero?

—Yo no.

—Alfò, ¿la has cogido tú?

Carcajadas.

Lila dijo con voz firme, yo no sé de dónde sacaba tanto valor:

—Las cogió usted, nosotras lo vimos.

Siguió un momento de silencio.

—¿Vosotras a mí? —preguntó don Achille.

—Sí, y las metió en su bolsa negra.

Al oír esas últimas palabras, el hombre arrugó la frente, irritado.

No podía creer que estuviésemos allí, frente a don Achille, que Lila le hablara de ese modo y él la mirara per

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