Del amor y otras confusiones (Flash Relatos)

Félix J. Palma

Fragmento

Los lunes la ciudad tiene un despertar cansado de perra recién parida. Eliseo Barroso siempre asiste al remiso advenimiento del día tenso bajo las mantas, imaginando que su parsimonia se debe a los problemas de la luz para asirse a un mundo que la noche abandonó húmedo, como si la claridad resbalara continuamente de las lentejuelas de rocío derramadas sobre la hierba del jardín. A veces consume un largo rato contemplando a Verónica, que duerme separada de él por la distancia que la rutina matrimonial impone en el lecho. Y entonces siente una mezcla de piedad y envidia al oír el significativo ronroneo con que ella anuncia la perfección de su descanso. Por su postura confiada, Eliseo deduce que Verónica cree ocupar el espacio que le corresponde, su exacto lugar en el mundo. Incluso se atrevería a decir que ha dejado que la vida la arrastre sin resistirse hacia este momento de vulgar plenitud, convencida de que yacer cada noche junto a él es lo correcto.

Eliseo, sin embargo, apenas logra adentrarse en el sueño, como esos ancianos que no pasan de mojarse los pies en la puntita del mar. Hace casi tres años que le atormenta la idea de habitar una madriguera errónea, de encontrarse en el colchón equivocado. Por eso, en las honduras de la madrugada, se escurre del lecho y se encierra en el baño. Allí, sentado sobre el inodoro, realiza siempre el mismo ritual. Abre su cartera y, con dedos de cirujano, le extrae el corazón: el recorte de periódico que le confirma que toda su vida es un error monumental, un despropósito en el que nadie repara. Ajado y amarillento, el recorte muestra la fotografía de una mujer que dedica a la cámara una mirada entre aturdida y furiosa. En el pie de foto puede leerse: «Laura Cerviño Frías, una de las víctimas del equívoco». Sobre la crónica hay una entradilla donde se informa que, debido a un error del hospital, una mujer tuvo que velar durante diez horas el cadáver de una desconocida. El titular reza: confusión macabra.

Cuando la primera cuchillada de luz hiende la cortina del dormitorio, Eliseo dedica al despertador el alzamiento de cejas que lo hace sonar. Verónica, como si el timbre la arrancara siempre de entre los brazos de Errol Flynn, suelta invariablemente un gruñido hosco. Comienza entonces la torpe representación de la higiene personal, los tropiezos en la angostura del baño y el rezongar del niño, una coreografía doméstica con aires de danza sagrada que acaba desembocando milagrosamente en la pastoril escena del desayuno: Verónica perfumada hasta la médula, vestida de profesora de instituto; el niño repeinado, practicando la lectura con las esquelas del periódico; y él amortajado de gris sucio para la oficina. Todos alrededor del plato de tostadas que ha brotado como por arte de magia durante el ceremonial.

Intentando que su hastío no le rebose el alma, desbaratándole la sonrisa de estúpida complacencia que esgrime ante la que tal vez sea su familia errónea, Eliseo da un sorbo al café. «Rogad a Dios en caridad por el alma de doña Francisca López Grimaldi», dice Arturito, con su voz puntiaguda de huérfano de Dickens. Por un instante, Eliseo sopesa la posibilidad de sugerirle que practique con los pedestres titulares de la sección de deportes, pues no le parece saludable compartir el desayuno con los fallecidos del día anterior, pero finalmente decide dejarlo correr. Una de sus aspiraciones de padre es explicarle al niño en todo momento por qué le ordena tal o cual cosa, evitar en lo posible recurrir a la denostada muletilla porqueyolodigo; pero considera que Arturito es demasiado pequeño aún para ser aleccionado sobre los arcanos de la muerte, y mucho más para explicarle los ridículos trámites que hay que seguir para desembarazarse civilizadamente de un cadáver. En su lugar, mordisquea su tostada y asiente como si escuchara el parloteo de Verónica, que hoy versa sobre el dilema de plantar azucenas o begonias en el parterre situado al fondo del jardín. A Eliseo le importa una mierda una flor u otra, pues duda poder distinguirlas o que alguna vez se detenga ante el arriate con el único propósito de contemplarlas. Escoge las begonias rezando no tener que justificar su elección. «Descansó en la paz del Señor don Pedro Vega Bermúdez», continúa el niño, pasando revista a la tropa de los difuntos con su dicción trabajosa.

La familia se dispersa una vez superado el episodio del desayuno. Madre e hijo suben al coche, y tras despedirlos agitando la mano con movimiento mecánico, Eliseo camina hacia la parada del autobús, ubicada a sólo unos metros de su adosado. Ya en su asiento, con el maletín sobre las rodillas, se dispone a consumir la media hora de trayecto hasta la oficina pensando en Laura Cerviño Frías, la mujer a la que cree que debería amar. Sólo la ha visto una vez, y ni siquiera le pareció hermosa. A lo sumo se imagina que podría resultar atractiva con un maquillaje acertado que potenciara sus ojos color miel, el rasgo más destacable de su persona. Tampoco se le antojó simpática, todo lo contrario, aunque eso lo achaca a la situación en que se conocieron. Aun así, Eliseo está cada vez más convencido de que su destino es amarla. Amarla con desesperación. Amarla como nunca ha amado a nadie.

La conoció hace ya casi tres años, el mismo día en que falleció su madre. Ambos sucesos ocurrieron la tarde de un miércoles invernizo, con el mundo entoldado por un emplasto de nubes negras. Eliseo acudió después del trabajo al Hospital Clínico, donde la noche anterior había ingresado a Sagrario, su madre, en estado de semiinconsciencia. Por la mañana le habían comunicado por teléfono que se encontraba estabilizada, pero esa tarde, cuando la enfermera lo condujo hasta la cama donde se hallaba, Eliseo se encontró ante el cuerpo entubado de una anciana a la que no conocía. La examinó con denuedo, no fuera a negarla por despiste. Lo que yacía en aquella cama también consistía en un montoncito de arcilla al que se le transparentaba la osamenta, pero no era su madre. Cuando advirtió a la enfermera del error, ésta le dedicó una mirada escéptica. Tuvo que insistir varias veces para que la empleada se decidiera a inclinarse sobre aquel cuerpo acartonado para preguntar: ¿Cómo te llamas, guapa? Con un

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