Lissy

Luca D'Andrea

Fragmento

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2

 

 

 

 

Dos golpes ligeros y estas palabras: Crunch, crunch, crunch. ¿Quién roe, roe? ¿Quién mi casita me come?

Marlene, veintidós años, un metro sesenta, o algo más, ojos color azul melancolía, un lunar al final de la sonrisa, indudablemente hermosa e indudablemente asustada, se miró reflejada en el acero de la caja fuerte y se dijo a sí misma que era idiota. Era metal, no el mazapán del cuento. Y no había ninguna bruja en las inmediaciones.

Es el miedo, se dijo, solo es eso.

Movió los hombros, dejó de respirar, como su padre antes de apretar el gatillo de la escopeta, vació los pulmones y volvió a concentrarse. Las brujas no existían. Los cuentos mentían. Solo la vida importaba, y Marlene se preparaba para cambiar la suya definitivamente.

La combinación era fácil de recordar. Uno. Tres. Dos. Luego un cuatro. Un giro de muñeca, otra vez cuatro y ya estaba. Tan simple que las manos de Marlene lo hicieron todo por sí solas.

Aferró el tirador de acero, lo bajó y apretó los dientes.

Un tesoro.

Fajos de billetes de banco apilados como leña para la Stube. Una pistola, una caja de municiones y una bolsita de terciopelo. Por debajo de la caja asomaba una libreta que valía más que todo ese dinero multiplicado por cien. Había sangre y tal vez incluso un par de cadenas perpetuas guardadas entre sus páginas arrugadas: una interminable lista de acreedores y deudores, nombres de amigos y de amigos de amigos escritos con la caligrafía pequeña, delgada e inclinada de Herr Wegener. Marlene no le dedicó un segundo vistazo. No le interesaban la pistola, las balas ni los fajos de billetes. La bolsita de terciopelo, en cambio, hizo que le sudaran las palmas de las manos. Conocía su contenido, conocía su poder, y estaba aterrada.

El suyo no era un simple robo.

Llamemos a las cosas por su nombre.

Lo que la mujer joven estaba haciendo con el corazón en un puño era... traición. Marlene Taufer in Wegener, legítima esposa de Robert Wegener. El hombre frente al que todo el mundo se quitaba el sombrero: cuarenta años transcurridos en la construcción de una carrera hecha de intimidaciones, contrabando, emboscadas y asesinatos.

Nadie bromeaba con un hombre como Wegener. Nadie se atrevía ni a utilizar siquiera su nombre de pila. Para todo el mundo Robert Wegener era Herr Wegener.

Incluso para ella.

Marlene. Su esposa.

Espabila.

El tiempo apremia.

Sin embargo, tal vez precisamente debido al acoso de las agujas del reloj, durante un paréntesis entre un tic y un tac, cuando Marlene abrió la bolsita de terciopelo, la fábula volvió a tomar la delantera sobre la realidad y la mirada de la mujer joven se cruzó con la azul, profunda y terrible, de criaturas minúsculas y puntiagudas.

Cóbolds.

Le pareció incluso obvio. A los cóbolds les gustaba el metal, el frío y la muerte: caja fuerte, pistola, dinero y libreta.

Un nido perfecto.

Los cóbolds reaccionaron con ferocidad ante ese allanamiento. Se apoderaron de la luz de la habitación, la apresaron en sus ojitos crueles y la transformaron en un destilado de odio tan salvaje que por poco a Marlene no se le cayó la bolsita de los dedos.

Eso la hizo volver al presente. A la caja fuerte completamente abierta. A la villa en el Passirio.

Es decir, a la realidad.

La bolsita de terciopelo estaba repleta de zafiros. Carbono condensado que, debido a una broma de la física, había aprendido a brillar como una estrella. Toda, o casi toda, la fortuna de Herr Wegener apretada en su puño. Pero nada de brujas ni de cóbolds. Porque, se dijo de nuevo Marlene, no existían las brujas, ni tampoco los cóbolds; en cambio, esas piedras preciosas no solo eran reales, sino que también eran la llave para su nueva vida. Siempre y cuando dejara de perder el tiempo y se largara.

Sin prestar más atención al mundo de los cuentos, y sin pensar en la cadena de consecuencias que acababa de poner en marcha, Marlene cerró la bolsita, la escondió en el bolsillo interior de su chaqueta acolchada, cerró la caja fuerte, la ocultó detrás del cuadro, enderezó la espalda, le dio un toquecito a un mechón que amenazaba con acabar dentro de los ojos y dejó atrás el dormitorio.

Recorrió el pasillo, un tramo de escaleras, el salón, el vestíbulo con innumerables espejos, la escalinata exterior. La noche la acogió con una suave brisa que soplaba del norte.

No se detuvo.

Puso en marcha el Fiat 130 gris y se marchó. La villa que se desvanecía en el espejo retrovisor. El discurrir de las farolas. La alianza de oro tirada por la ventanilla sin volver a pensárselo. La ciudad dormida. El desguace. Una parada rápida y, gracias a un abultado sobre de dinero, el Fiat 130 se convirtió en un Mercedes W114 color crema, con matrícula «limpia», la documentación en regla, los neumáticos recién estrenados y el depósito lleno.

Nada de gracias. Nada de saludos.

Directa hacia el oeste.

Aparte de los primeros copos de nieve, todo iba de acuerdo con los planes.

Al menos hasta el puesto de control a pocos kilómetros de Malles. Un auténtico engorro.

Al final de una serie de curvas que Marlene había empezado a enfilar, vio una furgoneta con las luces de emergencia apagadas y un par de carabineros con el aspecto de alguien que se está muriendo de frío. O de sueño. O de quien, furtivo, está esperando a alguien o algo.

Herr Wegener tenía ojos y oídos en todas partes. También entre los uniformes.

De manera que: ¿tentar a la suerte o cambiar de itinerario?

Si no fuera por la ansiedad y el miedo, Marlene habría podido mantener todavía su plan a salvo de los imprevistos. Sin embargo, la ansiedad, el miedo y la nieve cada vez más densa la llevaron a pisar el freno, cambiar de sentido y enfilar una carretera secundaria, desencadenando una nueva serie de acontecimientos.

La carretera secundaria la llevó a otra, aún más estrecha y sinuosa, que atravesaba un pueblecito sumido en el sueño hasta un cruce (¿derecha o izquierda?, ¿cara o cruz?), y aún más adelante, con la nieve que se acumulaba en capas.

Y cuando el coche empezó a dar bandazos, la chica con el lunar al final de la sonrisa decidió continuar de todos modos, con un ojo puesto en la calzada cada vez más empinada y otro en el mapa en el que, no hace falta decirlo, ese paso (malditos sean ellos y sus mapas llenos de errores) no aparecía marcado.

No era ci

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