Almas (Bilogía Cuerpos y Almas 2)

Noemí Casquet

Fragmento

I. Sincronicidad

I

Sincronicidad

En el mundo hay siete mil setecientos millones de personas y seguramente, cuando leas esto, podrás darle la bienvenida a unas y despedirte de otras muchas. De todas estas, tal vez puedas conocer a unos miles a lo largo de tu paso por este planeta. Y de esos miles, quizá con unos cientos acabes manteniendo conversaciones más o menos interesantes. De esos cientos, con unas decenas tendrás una intimidad que implique un contacto físico, mental o incluso, no sé, ¿espiritual? Y de esas decenas, con pocas decidirás recorrer la fugacidad del tiempo y permitir que la efimeridad de la existencia se metamorfosee en la permanencia de la huella. Una huella que se borra cuando ya no estás, pero que se mantiene en ti aunque esas personas ya no estén. Curioso, ¿verdad?

También es curioso el vaivén del movimiento y la fuerza de atracción que nos llama por dentro. Las almas que intentan descifrar el enigma de la supervivencia sin ver el resultado al final del libro, sin caer en la trampa que impulsa el sistema.

Los seres humanos abogamos por la coincidencia que salpica nuestra vida en innumerables ocasiones. Pero nos equivocamos enormemente al creer que todo forma parte de una casualidad gobernada por las leyes del libre albedrío y del caos que nuestra mente limitada no logra descifrar. Nos equivocamos al pensar que la vida nace de una explosión y una sucesión de buenas condiciones para que se desarrolle la primera célula y de ahí, ¿la consciencia? ¿En serio nos falta tanta razón para no ver lo evidente?

«¿Y qué es lo evidente?», te preguntarás. Bien, Ruth, lo evidente es que todo forma parte de un plan maestro para que las almas se encuentren, como la tuya y la mía. No es que coincidan porque se tropiecen por la calle y tiren los apuntes de la universidad por los suelos, o porque se salven de un destino fatídico al quedarse el tacón atascado en medio de la carretera. No es un golpe del destino o un giro brusco del volante para cambiar el rumbo de la carrera. Cada paso que diste en la vida, cada decisión que tomaste en su día, cada pequeño detalle que salpica tu existencia forman parte de un plan sincrónico que te conecta con miles de decisiones más. Y es así como nos encontramos, Ruth. No una, ni dos, ni tres veces. Decenas de ellas. La sincronicidad de nuestras almas que cabalgan a destiempo por un universo simbiótico donde esta tiene un fundamento, aunque no lo entendamos en su totalidad.

Si algo tengo que agradecer a la vida, Ruth, es haberte encontrado. Me salvaste de un terrible y fatídico destino casi sin saberlo, sin conocerlo, sin ser consciente de lo que estabas haciendo. Simplemente eras, que ya es. Y eres, que lo es todo. Caminabas en busca de nuevas conquistas en formato mentiras y yo te seguía en busca de adrenalina a modo de primeros auxilios. Nos fuimos enredando mientras el universo nos empujaba hacia su plan maestro de volver a reencontrarnos en este plano existencial, una vez más.

II. Radiografía del alma

II

Radiografía del alma

Describirme nunca fue mi punto fuerte, ni siquiera fue una remota posibilidad pese a haberlo hecho en innumerables ocasiones. Recuerdo la primera vez, por si te interesa; fue a los ocho años. Antes de eso, tengo escasez de recuerdos. ¿Cómo es posible que una persona no recuerde prácticamente nada de su infancia más prematura? Por traumas, Ruth; los traumas obligan al cerebro a crear nuevas sinergias que te sumerjan en un paisaje de endorfinas, oxitocina y demás hormonas que secretamos por el bien de nuestra existencia. Digamos que no he sido un niño especialmente feliz, pero sabía manejar las situaciones. Cuando me encontré con lo que se había convertido mi vida de un día para otro y me vi ahogado por el golpe más duro que un niño puede soportar, supe que lo iba a pasar mal y que todo esto tenía la suficiente magnitud como para cambiar el rumbo de mi camino, incluso la claridad de mi cabeza. Y ahí estaba yo, con ocho años y un trauma a mis espaldas, delante de unas personitas totalmente desconocidas para mí que me miraban atentas con sus ojos brillantes de bienestar familiar. Mientras que mis pupilas se apagaban cada día más y naufragaban en el mar de la condescendencia infantil.

Me presenté en el colegio delante de casi treinta niños y niñas que buscaban motivos para reírse de mí. Tampoco necesitaban ser demasiado creativos. Aparte de mis piernas delgaduchas, llevaba unas gafas redondas que pedían a gritos ser pisoteadas, que las tiraran al suelo, rotas, hasta quedar destrozadas por acosadores en potencia.

Siempre fui un niño de complexión pequeña con un cuello que paliaba la dimensión de mi cabeza. «Este chiquillo será muy listo», decían las profesoras simplemente por mis proporciones craneoencefálicas, algo que a mi parecer no era garantía de nada más que de burlas y de insultos. No tuve amigos ni fui un ser sociable. Mi día a día consistía en ir a clase, prestar atención, callarme las respuestas cuando la profesora preguntaba para no alimentar el odio y la envidia de los compañeros y volver a mi casa a veces con el bocadillo digiriéndose en mi barriga, lo cual era un éxito, y otras con un hambre atroz porque me lo habían tirado a la basura o habían escupido o meado en él.

El camino de vuelta era largo y no había nadie que viniera a buscarme. Tuve que crecer demasiado pronto para lo que un niño podía soportar. Aprendí el recorrido más rápido hasta casa de mi tía, donde me esperaba siempre una nota escrita a mano y un vaso de cacao. «Estoy en el local, mi vida. Merienda y ponte la tele. Llego tarde». Y me sentaba en la silla de la cocina solo, en un silencio al que me había acostumbrado porque me perseguía por donde fuera, y con la manía de reventar las bolitas de chocolate que flotaban en la superficie de la leche y que desequilibraban la armonía del espacio. No encendía la televisión; simplemente me sentaba a leer unos cuantos libros que tenía de mis padres. Ahí descubrí la literatura, y esa fue la puerta a mi salvación.

Las letras me acogieron sin medir el tamaño de mi cabeza ni poner a prueba mi capacidad de socializar con los demás. Ellas me ofrecían cobijo y calor, aun cuando no lo pedía. Estaban ahí, dispuestas a abrazarme por las noches y mecer la cama hasta que los párpados caían y no podía sostener su peso. Tuve pesadillas con los cuentos de Edgar Allan Poe. Descifré enigmas con los clásicos de Agatha Christie. Me enamoré de la prosa de Carmen Boullosa, Octavio Paz o Lorca. Entendí el arte amatorio con José Zorrilla y me hice colega de un tal Manolito Gafotas, a quien me presentó mi gran compañera, Elvira Lindo, y que podría ser la recreación de mi propia existencia en versión edulcorada. Lloré con Miguel Delibes casi por primera vez, y comprendí el tormento con Shakespeare. Viajé por todo el mundo de la mano de Kapuściński o de Thomas Wolfe. Luché contra gigantes en forma de molinos con don Quijote y contra totalitarismos en 1984. Sufrí por amor con el joven Werther, me embriagué los sentidos con Patrick Süskind y me reí a carcajadas con Eduardo Mendoza.

Lo cierto es que cada día, en cada momento, encontraba una pequeña rendija para ponerme a leer y a leer. A devorar libros sin medida, a aislarme del resto y a encontrar mundos paralelos más o menos cómodos. La literatura fue una fuga a mi desastrosa infancia, aunque no todo el mundo la veía con buenos ojos. El profesorado le dijo en incontables ocasiones a mi tía que no podía seguir leyendo de esa forma. «Se convertirá en un niño marginado con problemas para socializar», y mi tía me miraba y me sonreía, como si a ella eso no le importara lo más mínimo. Cuando salíamos, me cogía de la mano y me susurraba:

—Haz lo que te haga feliz y deja que los demás hablen.

Y a mí me generaba un regocijo en el alma que me mantenía contento todo el día.

Clasificaba los libros por orden de preferencia, y tal vez ese fue el primer contacto con las listas. Me encanta hacer listas. Incluso tengo una lista de las listas que más me gusta hacer. A los doce años tenía listas para prácticamente todo lo que te puedas imaginar: para las chuches que menos me gustaban, para los parques con el césped más mullido, de los tics que me apasionaban de las personas, de los looks que llevaba mi tía antes de irse a trabajar, etc. Eran listas de una infinidad de pequeños detalles que pasan desapercibidos en nuestra vida atropellada por la rapidez e inmediatez.

A la misma edad, más allá de escribir clasificaciones sin sentido para los demás, pero con mucho para mí, me atreví a escribir mi primera novela, y, pese a que no la publiqué, fue el preludio perfecto para encontrar algo que realmente le diera sentido a mi existencia. Fue poner el punto final, y decidí que sería escritor. Por supuesto, me dediqué a hacer una lista de pasos que debía seguir para conseguir mi objetivo. Y eso fue lo único que me importó.

En mi entorno las cosas fueron cambiando progresivamente. Al principio, los chavales jugaban al fútbol y las niñas se dedicaban a improvisar bailes o a cantar los éxitos del momento. Pero en cuestión de un verano, el ambiente se volvió denso, más hormonal. Los chavales jugaban al fútbol, sí, pero les dedicaban los goles a las chavalas y ellas lo celebraban con una sonrisa y el tanga por la cintura. En ese despertar sexual colectivo, descubrí a Nietzsche y su filosofía. Ajeno a todo, me dediqué a leer y a fantasear sobre mi futuro como escritor mientras me crecían los pelos del escroto y me empujaban por los pasillos.

El despertar sexual me vino tarde y fue gracias a los libros, cómo no. Encontré al marqués de Sade en los escasos volúmenes que coleccionaba mi tía. Empecé a leerlo una tarde de verano mientras me asomaba por la ventana y veía a los otros chicos jugar con la pelota en el parque. Hubo algo que se activó en mí cuando leí Justine. No pude parar el impulso y la erección que se apoderaron de mi entrepierna. Por aquel entonces tenía quince años y todavía no me había masturbado. No me importaba lo más mínimo. Pero ese día sentí el calor que subía por mi pecho, el grosor de mi miembro en pleno desarrollo, la carga de mis testículos, el deseo. Estaba solo en casa, nada extraño, puesto que mis tíos pasaban muchas horas trabajando en el local, así que me encerré en mi cuarto y me bajé los pantalones. Aquella cosa apuntaba con claridad la práctica que podía sanar su incipiente tamaño, y yo decidí experimentar. No tardé demasiado en correrme y salió un mejunje pringoso que alguna vez había salpicado mis calzoncillos por la mañana. La explosión me obligó a sentarme porque me temblaron las piernas. Y fue ahí cuando descubrí el placer. Cogí papel y boli e hice una lista.

Lista de cosas que me dan placer:

- Subir y bajar la mano por mi pene (8).

- Meter el pene en una toalla enrollada (6).

- Meter el pene en un calcetín (8,5).

- Poner el cepillo eléctrico en el pene (7).

- Tocarme en la ducha (9).

- Meter el pene en la aspiradora (5).

- Acariciar mis huevos (7).

- Ponerme aceite de oliva y tocarme el pene (9,5).

- Meter el pene en una botella (-200).

- Masturbarme con la almohada enrollada (6,8).

Sí, como podrás comprender, el aceite empezó a disminuir en casa y mi tía no entendía absolutamente nada. Poco a poco, el sexo eclipsó a la literatura y esta se convirtió en la herramienta perfecta para excitar mi mente y provocar la erección; entonces cogía la aceitera y me iba a la habitación. Me masturbaba varias veces al día y me dejaba llevar por el placer que explotaba en mi entrepierna. Sentía la contracción, el gemido atravesado en mi garganta, el jadeo en mi boca. Aquello fue un parche a mi introversión y a mi falta de interés por tener compañía en esos pequeños rituales que aliñaron mi entrepierna.

Al final me convertí en un joven adolescente con problemas para socializar, tal y como había previsto el profesorado. Me encerraba en mi montículo de libros y listas para acabar salpicando semen por todas partes. No fue hasta mis casi diecinueve años cuando me acosté con alguien: una chica del local donde trabajaba como camarero y, bueno, «asistente», digámoslo así. Y fue a partir de ahí que la vida cambió. El niño de ocho años a quien marginaban sus compañeros y le pisoteaban las gafas se convirtió en el hombre al que le gustaba tenerlo todo bajo control, que estudiaba la carrera de Filología hispánica, capaz de secar cualquier vagina y que seguía bajo el techo de unos familiares de lo más extravagantes.

En la universidad fue cuando conocí a Julia, y me pareció una mujer adicta a ser normal. Con sus tejanos y sus camisetas básicas, sus zapatillas deportivas, el pelo castaño y lacio, ojos redondos y nariz puntiaguda. Era capaz de ser invisible en todo momento, y eso me resultó atractivo porque es difícil ser invisible, Ruth, eso ya lo debes de saber. Julia pasaba realmente desapercibida, pero aun así guardaba un misterio que, con el paso de los años, se convirtió en el fruto de mi infinita imaginación.

Y, sí, todo lo que cuento en estas líneas un tanto soporíferas (¿tal vez?) me lleva a ti. Mis traumas, mi necesidad de supervivencia, el acoso escolar, la adicción por las letras, las listas que todavía hago, la nueva utilidad del aceite de oliva, el particular trabajo como camarero, mi improvisada familia, la carrera que jamás acabé, los libros que me llevaron a ser quien soy, la mujer adicta a ser normal que me sumergió en su normalidad.

Te prometo, Ruth, que todo tiene un sentido, como las piezas de un puzle que, al principio, son el reflejo del caos hasta que poco a poco se forma la imagen.

Sigamos jugando, pues.

III. Julia

III

Julia

La mujer invisible de los ojos redondos me sonrió una mañana cuando llegué medio dormido a clase. Iba poco a la universidad, me aburría la institucionalización de la literatura y de la lengua. Algo que para mí significaba tanto se veía condensado en asignaturas cuyo interés se reducía a lo más mínimo. Los profesores llegaban, encendían el ordenador, proyectaban un sinfín de diapositivas y teorizaban la creatividad. Al principio, pensé que sería cuestión de tiempo, de años, que la cosa mejorase. Después, el fraude fue casi el cuádruple.

En cuarto año de carrera, y último para mí, Julia me pedía siempre bolígrafos, hojas, chicles..., cualquier excusa era buena para ser ligeramente más visible. Ella conocía su carencia, sabía que pasaba desapercibida en este mundo de meritocracia, exhibicionismo estético y cánones distorsionados. Pero, aun así, le ponía empeño a las cosas. Eso, mezclado con mi instinto y mi capacidad de análisis, me hicieron trazar una lista de características no normativas que destacaban en ella (lo cual, créeme, fue difícil).

Lista de características no normativas de Julia:

- Sonríe con los labios apretados.

- Le gusta Tame Impala.

- Tiene un lunar en la nuca que parece un corazón y una peca cerca del agujero de la nariz.

- Le gusta llevar las zapatillas con cordones de colores.

- Es adicta a las Juanolas.

- Le encanta la literatura alemana.

Un día Julia me preguntó si me apetecía ir a ver una obra de teatro, Hamlet, de Shakespeare. Debo de ser de las pocas personas en este planeta que no son fanáticas de este autor, pero aun así le dije que sí. Ella sonrió victoriosa porque por fin los focos le apuntaban directamente.

Incluso en la universidad, yo era un hombre despreocupado por las relaciones sexuales con otras personas. A mí solo me interesaban los libros, mis futuras novelas y el sueldo que ganaba a final de mes como camarero y asistente en el local de mi tía. Todo lo demás era lo de menos. Por lo que, esa noche, me encontré frente a una persona que quería ponerme las cosas fáciles, que no me bombardeaba con un sinfín de señales sugerentes. Julia lo tenía claro y yo, sencillamente, me dejé llevar. Me besó al salir del teatro, y añadí una pequeña frase a su lista de no normatividades: «Toma la iniciativa».

Después de varios meses, nos acostamos una y otra y otra vez, hasta que una tarde, mientras me encendía un cigarrillo y me derretía por el incipiente calor que se acumulaba en Madrid, me observó y me dijo que me quería. «Te quiero». Sin demasiados edulcorantes ni colorantes. Tan solo un «te quiero» perfectamente vocalizado y locutado. La miré con cierto asombro y sus ojos redondos me suplicaban una respuesta. ¿Alguna vez has visto unos ojos pedir clemencia? Seguramente sí. Adquieren un brillo especial, un destello que podría compararse con el fulgor de un meteorito que atraviesa la atmósfera. Tienden a ponerse bizcos y pierden la noción del espacio-tiempo; solo trazan un hilo invisible que apunta a tus pupilas y te hace partícipe de su desesperación. Y a mí nunca me gustó ser partícipe de la desesperación, Ruth. Así que pronuncié unas palabras tan tontas, estúpidas y simplonas que serían el inicio de mi propia tumba. «Y yo». Ella sonrió como quien presencia un milagro, puesto que, al fin, alguien la veía. Y ese alguien era yo. Sin mediarlo, empezamos una relación fácil. De esas que no pesan y avanzan con el paso natural de la evolución, que no requieren de presión ni de empuje, toman la inercia de la vida y ruedan cuesta abajo a buen ritmo.

Julia me cogía de la mano al salir de la universidad, me invitaba a su habitación, bien decorada, de su piso compartido y follábamos sin contaminación mental. Un juego tan básico que me parecía un buen refugio después de presenciar a una edad tan temprana un universo sexual extraño (y familiar al mismo tiempo).

Julia la mamaba con ganas de ser vista; esas cosas se notan porque no limitaba el empuje de mi miembro en su garganta, ni las arcadas, ni las lágrimas que se acumulaban en sus ojos. Ella solo quería que la viera, y si para eso tenía que hacer una garganta profunda, lo haría. Yo lo sacaba de su boca porque llegaba un punto donde el placer se fusionaba con la compasión y no podía seguir viéndola de esa forma. Tras eso, follábamos con delicadeza y ella se corría con una sonrisa en la boca. «Se corre con una sonrisa», apunté en su lista.

Julia acabó la carrera; yo dejé los estudios en cuarto. Decidí seguir trabajando como camarero y combinarlo con la autopublicación de mi primera novela (oficial). Tras eso, una editorial se fijó en mí y decidió publicar mis libros a lo grande, como lo hacen con los grandes escritores. Lonas espaciosas y largas campañas. Títulos extraordinarios y amplios escaparates. Un torrente de estímulo para innumerables lectores. Y así fue como vendí un best seller y gané grandes cantidades de dinero. Pude dejar la barra y centrarme en las teclas y las palabras; pagar el alquiler de mi propio piso en Madrid y comprarme todos los libros que quisiera sin necesidad de mendigar céntimos.

Mientras yo forraba portadas y encabezaba listas (fíjate, toda la vida haciéndolas y de repente aparecía en aquellas que acreditan el talento), Julia se desesperaba echando currículums. Hasta que una mañana desistió y sus ojos redondos comenzaron a transmitir derrota. ¿Alguna vez has visto unos ojos asumir el fracaso? Seguramente sí. Todo ese fuego que un día colapsaba el firmamento se vio reducido a simples cenizas que ensuciaban el suelo cóncavo y oscuro. Julia soltó las armas que usaba para ser vista y se lanzó al vacío de la mediocridad. Y fue entonces cuando se perdió. Empezó a trabajar en una empresa donde escribía cartas de amor por encargo y se acabó olvidando de qué era aquello que redactaba. Sus mamadas disminuyeron en ímpetu y aumentaron en indiferencia. Finalmente, asumió su invisibilidad de una vez por todas. Y eso fue triste.

En un acto de querer reanimar lo que había nacido muerto, le pedí que se viniera a vivir conmigo. Y después le pedí matrimonio mientras comíamos unos noodles en la oscuridad de la noche, iluminados por unas velas y una tira de leds. Ella subió el hombro con ligereza y apretó los labios con una sonrisa. «Vale», me dijo. Y seguimos absorbiendo los fideos aceitosos que se quedaban al final del envase.

A pesar de que podríamos haber montado un buen tinglado, la boda fue algo muy sencillo, como reflejo de nuestra relación. Algo entre los pocos amigos y familiares que teníamos, un vestido blanco comprado en Zara, un traje alquilado y una paella en un bar de toda la vida. Pasaron los años, las noches de noodles y las cartas de amor por encargo. Llené las librerías de novelas exitosas y los bolsillos de mis editores felices. Había cumplido mi sueño al lado de una persona que todavía llevaba el luto por la muerte del suyo. Follábamos alguna noche y me sentía fatal. Ella lo aceptaba porque lo había perdido todo. El sexo fue desapareciendo, las caricias también. Los «te quiero», las sonrisas, las obras de teatro y la pasión por la vida. Y yo me enterré entre capas y capas de dolor hacia una persona que había conseguido enamorarme para después dejarme tirado en el camino del anhelo y la indiferencia.

Al final, su oscuro campo magnético y vibratorio y su depresión conquistaron parte de mi ser. Me vi envuelto en una crisis creativa que desesperó a mis editores y a los lectores. Me presionaban por escribir más y más, y yo no sabía sobre qué. ¿Alguna vez se ha escrito un libro sobre la falta de creatividad? ¿Sobre la vida fatua de un escritor desolado por el desorden mental y la escasez de palabras? ¿Hay algo peor para una persona que se alimenta de caracteres que la inutilidad de estos? ¿Podría narrar sobre los fantasmas que protegen mis espaldas de posibles musas que inspiran mis pensamientos?

Fumaba varios cigarrillos al día mientras miraba el horizonte de cemento de una ciudad contaminada. Había pisado la trampa que me mantenía boca abajo con el tobillo atado a un árbol y la sangre minándome la cabeza. No sabía cómo salir porque era incapaz de hacerlo. Llámalo miedo al abandono o dependencia emocional, no sé, pero no podía.

Las teclas raptaban historias que finalmente desechaba con rabia a la basura virtual. Me pasaba noches en vela en el estudio mientras veía porno y me masturbaba con desesperación. Violencia extrema, gangbangs, orgías, lésbicos, gais, fetichismo, kinky y un largo etcétera que me hizo cuestionar dónde empieza la ética y acaba el deseo. Dormía por las mañanas cuando Julia se iba a trabajar y compartía con ella la cena y el quitagrasas verde que coronaba el fregadero. Nada más. Tal vez un recuerdo de lo que un día fue y no fue más. O puede que el pequeño latido desacompasado de un enamoramiento fugaz, la sombra de esa mujer adicta a ser normal que se había atragantado con su propia normalidad.

Su lista no normativa se redujo a nada y perdí la esperanza de encontrar en ella un resquicio de impresión y admiración. Era una mujer que se enfundaba unos tejanos rectos, una camiseta sin estampados y zapatos horteras donde primaba la comodidad. Se recogía el pelo castaño y lacio, y se lavaba la cara para ponerse una crema fácil y comercial que prometía frenar el paso del tiempo. Salía de casa con un café en su vaso portátil tras devorar un par de bocados de una tostada de mantequilla y mermelada en la cocina mientras hacía scroll por las noticias del día. Llegaba sobre las siete de la tarde, acomodaba su pesado bolso en la entrada y se metía en la ducha durante un tiempo desproporcionado al que tarda cualquier ser humano en enjabonarse y aclararse. Tras eso, preparábamos una cena sencilla y sin artificios: una ensalada, una tortilla, un bocadillo, unos fideos instantáneos, una sopa de sobre, una lasaña congelada, unas judías verdes con patatas o una pizza que acababa quemada en el horno.

En ese momento le preguntaba qué tal le había ido el día y ella respondía con un «bien» escaso y lejano, sin levantar los ojos del impacto visual y auditivo de su programa favorito. Y ahí quedaba todo. Fregábamos los platos y me iba al estudio a hacerme pajas mientras Julia se metía en la cama. Un día tras otro tras otro tras otro.

Había asumido que mi existencia se basaría en reavivar una relación perdida mientras luchaba sin éxito contra mi incipiente falta de creatividad y mi adicción masturbatoria. Pero un miércoles por la tarde decidí recuperar una antigua manía que me ayudaba en la creación de nuevos personajes. Me puse los pantalones beige de pinzas, una camisa de lino y, con una gran fuerza de voluntad, me sumergí en el barullo de la ciudad en pleno verano. Caminé dos calles y llegué hasta el metro de Ópera. Saludé a Lidia, la mujer encargada de esa tienda tan esperanzadora y terrorífica. Es una gran lectora de mis libros y le apasiona ser partícipe de la inspiración de un escritor desesperado por una historia. Siempre me enseña las nuevas adquisiciones y me cuenta las dramáticas y eclécticas historias de sus clientas. Me gusta pensar que son las suyas en realidad y que utiliza el famoso truco de «es una amiga».

Pero, Ruth, justo en el momento en que había desistido de todo esfuerzo y motivación, cuando por más que me contaran historias ninguna me parecía lo suficientemente atractiva como para reconciliarme con el teclado, cuando había empezado a cavar un pozo en lo más profundo de mí para enterrar mi vida, justo entonces apareciste tú. Y todo cambió.

IV. La tienda de pelucas

IV

La tienda de pelucas

Qué caprichoso es el destino a veces. Y digo «a veces» por ser amable. Doblamos una esquina y nos chocamos con nuestro mayor enemigo o con un amor del pasado que calmamos con el paso del tiempo. Encontramos esa oferta que catapulta nuestra carrera por los aires. O, justo cuando más lo necesitamos, aparece una mano que nos salva de un mar de desolación y ama

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