Vive sin drogas (Flash Relatos)

Julián Herbert

Fragmento

Estaba en el baño, cortándome las uñas de los pies, cuando sonó el timbre. Adela salió de la recámara y me pidió a señas que no abriera. No le hice caso. Bajé los escalones. Al llegar al último detuve la vista en mis dedos gordos ennegrecidos por el polvo. Alzando el pie derecho, pude apreciar la raya oscura que marcaba el dobladillo de mi piyama.

—De seguro es la señito que me recomendaron para el aseo —dije en voz alta, aunque más bien para mí que para Adela.

Al cruzar la sala, eché un vistazo al reloj de pared: las ocho y media. Me quedaba una hora para llegar al laboratorio. Cuando corría el segundo cerrojo, escuché la voz de Rodrigo al otro lado de la puerta.

—Órale, flaco.

El metal frío de la perilla giró entre mis dedos. Me volví hacia el interior de la casa y dije:

—Es Rodrigo.

—Pues claro —respondió él, todavía afuera.

Cuando lo tuve frente a mí noté que también sostenía la perilla, como si me ayudara a desplazar la puerta. Entró a la casa y, sin mirarme, se instaló en el sofá. Echó los brazos a lo largo del respaldo.

—¿Con quién hablabas?

—… Solo.

Traía puesto el uniforme de Telmex y unas botas negras con suela de goma. De su cinturón pendían objetos negros y cromados. Con la mano derecha, arrugaba y desarrugaba un montoncito de papeletas. Con la izquierda, alternativamente, se acomodaba el copete lacio o se atusaba su bigotito de general alzado en armas. Recordé mi ridículo aspecto en piyama y bajé la vista. En el piso me topé nuevamente con un par de dedos gordos mugrosos.

—¿Te tocó este rumbo?

—Sí. Me dieron seis líneas de reparación y una reinstalación. Ya me eché la primera. Se me hace que hoy acabo pronto.

Sin dejar de atusarse el bigote, miró hacia las escaleras. Se hizo un silencio. Me di cuenta que era yo quien debía iniciar la plática. Pero no se me ocurría nada.

—¿Cómo está Adela?

—Bien. Salió temprano. Dijo que iba a donde unas maestras, a cobrar lo del Avon. Tú le debes, ¿no?

—Ajá. Unos desodorantes.

—¿Y no ha venido?

—No, cómo crees —dije, secándome el sudor de las manos en el pantalón de la piyama—. ¿Tan temprano?… No, ahorita no. A lo mejor en la tarde.

—A lo mejor. Pero ya ves cómo se me está volviendo madrugadora la vieja. —Miró de nuevo hacia las escaleras—. Con lo huevona que era para levantarse.

Luego se concentró en el polvo acumulado en sus botas.

—Seguro que te busca hoy porque… Bueno, no sé si te comentó: vamos a hacer una carne asada y queremos que nos prestes tu parrilla.

Le di la espalda y caminé hacia la cocina.

—Ah, órale… No me dijo nada.

Enchufé la cafetera. Luego estudié mi rostro en el cristal del trastero. Parecía mi misma imagen de todos los días, pero no podría asegurarlo porque, como luego dicen, uno nunca llega a conocerse lo suficiente. Además el cristal estaba lleno de polvo y cochambre.

Me recargué en el umbral de la cocina y miré hacia el sofá. Rodrigo estudiaba detenidamente la punta de sus botas.

—¿Quieres un café? Yo ya casi me estoy yendo al trabajo.

Antes de responderme sacó del bolsillo un trozo de franela y se limpió ambos empeines. Como si lo imitara, regresé a la cocina y pasé la manga de mi piyama por el cristalito del trastero.

—No, flaco. Ni te molestes. Nomás vine a usar tu baño.

Me volví, entre sorprendido y nervioso. Alcancé a ver cómo, con un suave giro de muñeca, Rodrigo devolvía el trozo de franela al bolsillo.

—Híjole…

—¿Qué?… ¿Estás ocupado?

Lo dijo con la expresión y el tono de voz de quien deveras teme ser inoportuno. Seguía sin mirarme a los ojos.

—No, no. Cómo crees. Nomás que estaba cortándome las uñas y dejé un montón de costras regadas por el piso. Dame chance de limpiar.

—¿Para qué? —replicó, encaminándose a las escaleras—. Si nomás voy a cagar. Yo también tengo que volver a la chamba.

Preferí quedarme en la planta baja.

Amortiguados por las suelas de goma, escuché sus pasos sobre los escalones. Percibí cómo abría la puerta de la recámara y luego la del clóset. Sólo después de esta inspección se metió al baño. Durante unos minutos, los únicos ruidos de la casa fueron sus espaciados carraspeos, algunos pedos y el tintineo del cinturón al rozar el piso de mosaico. Por

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