Idiotas y humillados

Félix de Azúa

Fragmento

Prólogo para esta edición

Prólogo para esta edición

Hablemos de literatura un poco

Es cierto que ahora pasan los días y los meses sin que apenas nos den la oportunidad de observarlos y tomarles el pulso, pero es porque van cayendo como escombros líquidos en un sumidero opaco. Vemos asomar el año por el horizonte y en menos de un guiño ya ha desaparecido con un gorgoteo siniestro. Para cuando serenamos el aturdimiento hemos llegado al siglo XXI y consumido su primera década. Por el contrario, en aquellos años del siglo XX, durante la década de los ochenta, no es que el tiempo fuera más lento o más rápido o la vida más sencilla y otros tópicos, sino que a diferencia del tiempo actual entonces pasaban cosas y los sucesos son los que marcan el ritmo. No es lo mismo tener dieciocho años el 14 de abril de 1789 que el mismo día en 1814. Para el primero, la existencia tendrá un ritmo lento y majestuoso como el redoble que adorna el ascenso a la guillotina, para el segundo, el tedio de la Restauración hará que las horas se escurran como arena entre los dedos, es el tiempo del spleen.

Aletargados por cuarenta años de estupidez política moría Franco en 1975 y con redoble de tambores (sin guillotina) se hundía el Régimen, surgía de la nada la democracia, se producía un golpe de Estado tabernario y para acabarlo de arreglar los socialistas se hacían con el poder. Todo con la cadencia pausada del alegreto de la Séptima. Ritmo cruzado de marcha fúnebre y ataque de caballería.

En mi caso, el Régimen no acabó hasta 1982, el día en que Felipe González ganó las elecciones. Lo anterior no contaba. Ninguno de mis amigos o conocidos de entonces consideraba que Suárez o Calvo Sotelo significaran un verdadero cambio de Régimen. «Los mismos perros con distintos collares» era la frase repetida hasta la náusea por toda la inteligencia del país, siempre tan inteligente. No era cierto que en España se hubiera establecido una democracia y nuestras risas sarcásticas si alguien alababa los gobiernos de UCD estaban cargadas con el alcohol de la superioridad moral. ¿Qué sabrían aquellos derechistas, integrados, corruptos, trepadores, fachas que defendían la transición? Naturalmente nos equivocábamos de un modo grotesco, pero es que, al fin y al cabo, éramos un producto de la educación franquista y lo veíamos todo según un prisma visceral, sectario y cainita. No han cambiado mucho las cosas entre la gente que aún sigue creyéndose el epicentro de la moralidad. La diferencia es que ahora cobran nómina por creerlo.

El cambio de Régimen nos transformó. De golpe se acababan las excusas y nos quedábamos a solas con nuestros argumentos. Ya no podíamos justificar las mentiras, molicies, ineficacias, infantilismos e irresponsabilidades con el auxilio de la lucha antifranquista, la represión del establishment (una palabra muerta) o el próximo derrumbe del capitalismo. Ante nuestras viejas banderas manchadas de vino ya nadie inclinaba la cerviz, así que había que espabilar. Quien no fuera capaz de inventar su propia vida ya no podría seguir presentándose como el héroe de algún colectivo grandilocuente, Bandera Roja, el Partido del Trabajo, el PSUC, gracias al cual una Ter bobalicona aún pudiera interesarse por un avispado Pijoaparte. La comedia había terminado y los movimientos colectivos serían, a partir de aquel momento, o bien negocios mafiosos o bien refugios eclesiásticos. La democracia estaba asentada y partidos y sindicatos podían dedicarse a saquear al Estado.

En la literatura iba a suceder algo similar. Durante la Guerra Fría fue un principio indudable que debíamos negar todo acceso al placer a la burguesía, principio rigurosamente desarrollado por Theodor W. Adorno en su estética negativa y repetido mecánicamente por todos aquellos que no lo habían leído. Al mismo tiempo, era menester liberar al proletariado de su enajenación. El resultado fue la así llamada «literatura experimental», que dejaba perfectamente indiferente a la burguesía, la cual prefería leer a Le Carré, y al proletariado, que bastante tenía con la prensa deportiva. Yo había cometido mucha literatura experimental, pero el advenimiento del socialismo me persuadió de que había que echar el telón. La Guerra Fría, aun cuando buena parte de la izquierda española aún lo ignora, había terminado. Poco después, Felipe nos metió en la OTAN por si cabía alguna duda. Así se forjó el estilo de la primera novela aquí reunida.

Curarse de la literatura experimental no fue asunto cómodo. Comencé con una novelita histórica, Mansura, por la que sigo teniendo cariño. Se editó en 1984 y fue mi primer intento figurativo. Me propuse después una glosa de lo que había sido el tránsito de un español de mi edad hacia la decepción, ese proceso que nos había conducido de la dictadura franquista al socialismo democrático, a pesar de habernos pasado décadas y más décadas exigiendo una dictadura estalinista. O maoísta, aunque esto creo que sólo fructificó en Cataluña y en algún pueblecito de la provincia de Granada, lugares donde se producen los fenómenos políticos más pintorescos.

La historia de aquel idiota que había creído en todas las mentiras ideológicas con el único fin de no tener que comprometerse con su propia vida y empuñar su responsabilidad apareció en 1986. Que era un resultado del fin de la Guerra Fría me lo demostró el hecho de que también alcanzara cierta notoriedad fuera de España, en lugares tan alejados de nuestra experiencia política y vital como Holanda o Noruega. Algo compartíamos ya muchos europeos en aquellos años, fuéramos donde fuéramos. Creo que a mediados de los ochenta apuntaba ya el anuncio de ese final, cuya fiesta se celebraría un poco más tarde cuando en 1989 cayó el muro de Berlín. Y desde luego «cayó», nadie lo derribó, así como Franco «se murió» y no hubo quien lo matara a pesar de la cantidad de antifranquistas que siguen hoy chuleando por los servicios prestados.

El final del lenguaje político beocio, de las marionetas ideológicas, de los aparatchiks, de la indefinida pero no por ello menos estulta hostilidad contra «la burguesía» suponía un desafío para la Europa que se había acomodado a los dos poderes planetarios y a la inoperancia disfrazada de humanismo. Me pareció, por tanto, un buen momento para dibujar aquel personaje (¡tan europeo!) que había admirado a los locos, los criminales, los marginales, los asociales, los maníacos, los terroristas, gracias a un resto de cristianismo putrefacto salteado con ajo en la sartén de Nietzsche o (lo más común) de Foucault. Un modelo que los italianos habían llevado a sublime diseño en los llamados «años de plomo». De ahí surge el estilo de la segunda novela aquí recogida.

Ése fue el diario de un hombre realmente humillado por los demás y por sí mismo. Un pobre tipo que continuaba creyendo, a la manera de las vanguardias románticas, que sólo «desde el exterior» de la sociedad y en guerra contra ella se puede llevar una vida digna. Excusa banal que se venía abajo cada vez que al tremendo rebelde le ofrecían una beca. Y, sin embargo, excusa

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