La señora Potter no es exactamente Santa Claus

Laura Fernández

Fragmento

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Cuando era niña, un día marcó el teléfono de su casa y descubrió que las letras de las teclas deletreaban la palabra SIEMPRE. Deseaba poder marcar SIEMPRE en el teléfono y oírlo sonar. Sonaría y sonaría. Probablemente colgaría al mismo tiempo en que alguien levantaba el auricular al otro lado.

El hijo cambiado,

JOY WILLIAMS

¿A eso se refiere Funch cuando dice que cada vez te pareces más a una sala llena de gente?

—Eso es lo que soy —dijo Mucho—. Es cierto. Todo el mundo lo es.

La subasta del lote 49,

THOMAS PYNCHON

Fíjate bien en todo. Ya has estado aquí antes, pero las cosas están a punto de cambiar.

La Tienda,

STEPHEN KING

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1

En el que aparece por primera vez Stumpy Mac­Phail y, también, una madre que cree que su hijo está (TIRANDO SU VIDA POR LA BORDA) y, por supuesto, la rara y sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman, autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus

Era una apacible mañana en la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth. Stumpy MacPhail acababa de servirse un café cargado, con doble de leche, doble de azúcar y una cucharadita de mermelada de melocotón. Mientras lo degustaba, chasqueaba los dedos, sus esqueléticos dedos de pianista torpe, y sonreía en dirección a la puerta. Su pequeña oficina, situada en una de las calles principales de la siempre desapacible y fría Kimberly Clark Weymouth, consistía en apenas una silla, la silla que el, en cierto sentido, un sentido casi infantil, atractivo agente inmobiliario ocupaba, una mesa, la mesa en la que descansaban su libreta de citas, su colección de facturas, una pequeña lámpara, un viejo ordenador y aún no el suficiente polvo como para provocar estornudos, y un puñado de estanterías, las suficientes como para forrar la pared que quedaba a su espalda. Dichas estanterías estaban repletas de anuarios de ventas de inmuebles del condado y de revistas de modelismo. Oh, y una de ellas, la afortunada, albergaba, un raído ejemplar de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, la novela que había llevado a aquel del todo iluso tipo que maldecía en nombre de Neptuno, a aquel desapacible rincón del mundo.

Louise Cassidy Feldman, la excéntrica y sin embargo famosa autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, había ambientado aquella, su única novela para niños, en la siempre desapacible, fría y horrible Kimberly Clark Weymouth, porque había sido allí donde había dado con la retorcida idea de la misma. Fue durante uno de sus viajes a ninguna parte, esos viajes en los que, para escribir, se limitaba a extraer del maletero de su destartalado todoterreno una mesa de camping y colocarla en cualquier lugar, ponerle encima su máquina de escribir, o a menudo tan sólo una libreta, y sentarse, en una silla plegable, junto a ella, y (TEC) (TEC) teclear, o, simplemente (TAP) (TAP) (TAP), deslizar un lápiz sobre cualquiera página en blanco, que se había detenido en aquel de­sapacible, oh, todas aquellas ventiscas heladas, el cielo perpetuamente en blanco, aburrido de sí mismo, perlado, a ratos, de nubes en absoluto amables, lugar, y sin casi poder evitarlo, había dado con la mismísima señora Potter. Por supuesto, la señora Potter con la que había dado no era su señora Potter, sino una camarera, la camarera que había tomado nota de su café y su emparedado, y que en su imaginación, la imaginación de la inclasificable pero sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman, se había convertido en una especie de bruja, una bruja aparentemente buena, dedicada a cumplir sueños, a hacer realidad todos tus deseos, con la inexplicable y mágica facilidad con la que hacían realidad todos tus deseos los genios de la lámpara en todos aquellos otros cuentos que nada tenían que ver con la única novela para niños que había escrito la rara y sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman.

Stumpy Macphail, sus dedos de pianista hundiéndose, ligeramente, en aquel café cargado, una galleta de lo más común entre ellos, sumergiéndose en la taza, recordó la historia de cómo Louise Cassidy Feldman había dado con la cafetería (LOU’S CAFÉ) en la que había conocido a la protagonista de su, aún por entonces inexistente, única novela infantil. La escritora conducía despreocupadamente su viejo y destartalado todotorreno, un todoterreno al que llamaba (JAKE), y andaba pensando en cualquier cosa, y en este punto a Stumpy siempre le había gustado pensar que andaba pensando en la ciudad subacuática que estaba construyendo en el sótano de su casa, en un intento por crear un vínculo indestructible entre su escritora favorita y él mismo, puesto que era el propio Stumpy quien estaba construyendo una pequeña ciudad subacuática en el sótano de su casa, cuando la nieve, literalmente, la rodeó.

Porque así funcionaban las cosas en Kimberly Clark Weymouth. El cielo se aburría de su propia palidez y descargaba, sin avisar, una enorme cantidad de nieve, de forma un tanto aleatoria, aquí y allá, en todas partes, y en todas a la vez, y puede que los habitantes del lugar estuviesen preparados, pues siempre lo estaban, llevaban encima todo tipo de cosas, parecían, a menudo, escaladores listos para alcanzar la cima de una montaña muy nevada, pero era evidente que la siempre despreocupada y sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman no lo estaba. Así que cuando toda aquella nieve apareció, de ninguna parte, y se estrelló contra el cristal delantero de su viejo todoterreno, su viejo todoterreno dijo (BASTA) y ella se dijo (OH, DE ACUERDO) y (NO ERES EL ÚNICO AL QUE ESTO NO LE GUSTA, JAKE), y se añadió, poniendo el intermitente, haciéndose a un lado, y exhalando una (FUUUUF) nube de humo, (YO TAMBIÉN NECESITO UNA TAZA DE CAFÉ). Café (UHM), pensó Stumpy, deteniendo un momento el recuerdo de aquella historia, la historia de cómo su escritora favorita había dado con aquel, su pequeño pueblo, para degustar su propia taza de café, su café con melocotón, aquella cosa.

Mientras lo hacía, el recuerdo siguió su curso, y Louise Cassidy Feldman vislumbró, entre todo ese (FUUUUF) humo, un sitio libre en el atestado aparcamiento de un lugar llamado LOU’S CAFÉ, algo que la escritora se tomó como una señal (OH, ¿HAS VISTO ESO, JAKE?), se dijo, y sin que Jake tuviera tiempo de contestarle, aunque, pensándolo bien, después de todo, tampoco iba a poder hacerlo puesto que no era más que un todoterreno viejo, se añadió (ALGUNA OTRA LOUISE SE ME HA ADELANTADO Y HA MONTADO UNA CAFETERÍA EN ESTE LUGAR), y, sin otro remedio, aparcó, bajó, cerró de un (BLAM) portazo la puerta de aquel viejo todoterreno, y se encaminó a la cafetería, exhalando (FUUUUF) nubes de humo, y disparando en todas direcciones sus feas botas de montaña que, oh, no, jamás habían

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